Faltó que se anunciara el aún no concretado impuesto a la riqueza para que los dueños de las grandes fortunas y sus voceros mediáticos salieran a blandir los argumentos falaces de siempre. Lo cierto es que los más ricos hacen lo que quieren, que pagan menos impuestos que en muchos otros lugares del mundo y que su principal negocio es la especulación y la fuga de capitales.

San Martín les cobró un impuesto especial a los ricos en Cuyo para financiar el cruce de los Andes y neutralizar el peligro realista. Güemes hizo lo propio en Salta para frenar a los españoles del Alto Perú en plena guerra por la independencia. Franklin D. Roosevelt empezó a enterrar la Gran Depresión cuando consiguió que se aprobara la Tax Revenue Act de 1935, que llevó el impuesto a las ganancias al 75% para quienes tuvieran ingresos por más de U$S 500 000 al año. Winston Churchill había hecho otro tanto en Gran Bretaña, a sus 35 años, cuando empujó con David Lloyd George el People’s Budget de 1910, que no solo fijaba impuestos más altos para los mayores ingresos sino que también introducía tasas sobre la herencia y la propiedad de tierras para modernizar la Armada y proteger al imperio. Después de la Segunda Guerra Mundial, toda Europa forzó a sus acaudalados a pagar contribuciones especiales para la reconstrucción; Alemania y Japón picaron en punta con tributos sobre los más altos ingresos: llegaron al 70 y 80%, respectivamente. Las grandes guerras del siglo XX, como puso de manifiesto Thomas Piketty, funcionaron como inigualables niveladores sociales. Mientras el 1% más rico de la población concentraba el 20% de los ingresos nacionales en los Estados Unidos, Japón y Europa a fines de los años treinta, su porción de la torta cayó a bastante menos del 10% en 1945. Y nunca volvieron a superar ese 10% hasta la revolución neoconservadora de los setenta y el posterior “relato hiperdesigualitario” de los ochenta y noventa, sobre el que se explaya Piketty en su último libro. Esa nivelación, por supuesto, no fue un efecto natural de las guerras sino una consecuencia de la destrucción de capital que generaron y del modo en que se financiaron. Así como las familias pobres aportaron el grueso de los soldados muertos, como siempre, la mayor parte de los gastos recayó sobre las clases poseedoras y esa lógica se mantuvo después, durante toda la Guerra Fría. Los que trascurrieron bajo aquellos regímenes tributarios progresivos fueron, según Eric Hobsbawm, los “treinta años dorados del capitalismo”. Nunca las clases trabajadoras del mundo desarrollado habían vivido ni volverían a vivir tan bien. Antes, otras catástrofes también achicaron los abismos socioeconómicos que se ensanchaban en tiempos de paz. El historiador Walter Scheidel enumera los que considera “los cuatro jinetes de la nivelación social”: las guerras, las revoluciones, los colapsos estatales y las epidemias. Durante las plagas y enfermedades muere mucha gente, igual que en las guerras, pero no hay catapultas, bombas ni misiles que destruyan instalaciones productivas. Por eso en las epidemias, específicamente, Scheidel sostiene que el efecto es demográfico: como cada vez que ocurrió una las filas de quienes trabajan se vieron diezmadas, su remuneración (tomara la forma que tomase) subió. Un asunto simple, de oferta y demanda de seres humanos. ¿Cuánta gente debería matar el coronavirus para que los salarios empezaran a subir en todo el mundo por escasez de mano de obra, como aumentó la parte del excedente social que recibían los siervos de la gleba durante la Peste Negra del Medioevo? Como mínimo, diez veces más de lo que marcan las proyecciones más pesimistas de la Organización Mundial de la Salud. Por eso 25 estudiosos de la distribución como Branko Milanović sostienen que, salvo que los Estados actúen de modo tan inédito como lo hicieron durante y después de las guerras mundiales del siglo XX, el reparto de ingresos y patrimonios al interior de los países occidentales después del covid-19 va a ser más injusto.

Quién paga los respiradores artificiales

Apenas estalló la pandemia, todos los gobiernos del mundo se entregaron a una carrera por ver quién gastaba más. El golpe del aislamiento social obligatorio a las cadenas globales de valor fue tan fulminante que los Estados debieron salir inmediatamente al rescate de los caídos. Los planes de ayuda fiscal a empresas y a personas que perdieron su sustento llegaron a representar cerca de una cuarta parte del PBI en Italia y Alemania y un 10% en los Estados Unidos, donde muchos desocupados pasaron a ganar más de lo que cobraban en sus trabajos minimum wage, lavando copas o clasificando paquetes. Sin distinción de signos políticos, aunque a menor escala, en América Latina también se desplegaron programas sin precedentes de sostén y reanimación económica. En la Argentina se alcanzó de facto –y por primera vez en la historia– un virtual ingreso básico universal, con el pago a ocho millones de personas del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) de $ 10 000, equivalente en el momento de su lanzamiento a unos U$S 150. El Estado también asumió directamente el pago de la mitad de los sueldos de más de dos millones de empleados en relación de dependencia (incluso de grandes empresas), postergó el vencimiento de impuestos, ofreció créditos a tasa cero a autónomos, giró refuerzos a jubilados, pensionados y beneficiarios de planes sociales y duplicó el reparto de alimentos tanto para comedores como con las nuevas tarjetas recargables del Plan Alimentar. Lo que nadie se preguntaba al principio de la cuarentena era quién iba a pagar todo eso. Cuando quedó claro que la vuelta a la antigua normalidad no sería pronto, la mayoría de los economistas se enredó en discusiones teóricas sobre la impresión de pesos y sus efectos inflacionarios. Otros se autoflagelaban por lo mal que siempre se había portado el país con los acreedores, porque esa inconducta nos complicaba ir a pedir prestado para la emergencia como, por ejemplo, Perú o Ecuador, muy golpeados por la enfermedad. La alternativa de financiar esa pila de nuevos gastos mediante un impuesto sobre los mayores patrimonios o “grandes fortunas” flotó desde el principio entre intelectuales y en algunos pocos medios de comunicación, pero se coló en el centro del poder político el 5 de abril, cuando el diputado Máximo Kirchner dejó trascender que presentaría un proyecto en ese sentido.

Justo antes de la irrupción del virus, la discusión sobre la necesidad de un impuesto a los superricos había copado las elecciones primarias de los Estados Unidos, donde ya no solo lo proponía el demosocialista Bernie Sanders sino también la senadora Elizabeth Warren, exfuncionaria de Barack Obama. Especialistas como Piketty y Milanović vienen advirtiendo desde hace al menos un lustro que si el Estado no interrumpe con acciones decididas la vertiginosa carrera actual hacia la concentración de ingresos y riqueza en cada vez menos manos, los superricos no solo van a controlar los resortes de poder de las democracias occidentales –como ya lo hacen– sino que van a terminar por enterrarlas como forma de gobierno, ante la creciente resistencia que generarán sus privilegios y el descrédito en que se sumirá la ficción de ser “iguales ante la ley”. Con el virus y la cuarentena, el debate se instaló con fuerza en España de la mano de disidentes de Podemos, que terminaron por empujar al vicepresidente Pablo Iglesias a proponer, ya en mayo, una “tasa de reconstrucción”. También aparecieron proyectos en Italia, Suiza, India, Perú, Brasil y otros países, aunque ninguno avanzó en los primeros dos meses de aislamiento. La propuesta de Máximo Kirchner terminó empantanada entre la renegociación de la deuda y las urgencias de la cuarentena, mientras se desplegaba un sordo e intenso lobby para cajonear la idea. El presidente Alberto Fernández aclaró tres veces en distintas entrevistas que pensaba en un impuesto módico, que abonarían menos de 15 000 personas –porque se cobraría solo a patrimonios superiores a los U$S  3 millones–, y que ni siquiera lo llamaría impuesto sino “aporte extraordinario”. También trascendió que se gravaría a esos patrimonios con una tasa insignificante (del 2 al 3,5%) en comparación con el daño que la propia corona-crisis y cuarentena les impuso per se a emprendedores y cuentapropistas de todos los tamaños. El establishment y quienes lo representan políticamente de modo más desembozado igual procuraron anticiparse y bloquear cualquier debate al respecto.

¿Son treinta mil?

De los pobres hablamos todo el tiempo. Los medios, el Indec, la UCA, Macri, Cristina, Susana Giménez, la CGT y el presidente. Sobre los ricos, en cambio, se conversa menos. Un manto de pudor y complicidades cubre a tal punto a quienes mandan en nuestra sociedad que, si alguien contabilizara las veces que la palabra “privilegio” aparece en el discurso público, se encontraría con muchísimas más alusiones a empleados con convenio colectivo o a presos con salidas transitorias que a magnates y multimillonarios. Pero la pandemia y el aislamiento abrieron una rendija para discutir sobre quiénes ocupan una posición verdaderamente privilegiada en la sociedad. Y su reacción defensiva, en medio de una crisis que va camino a superar al crac de 2001-2002, expuso como nunca sus limitaciones de siempre a la hora de comportarse como una clase dirigente. El contexto es una desigualdad pasmosa. Un país que hasta la dictadura se jactaba de mantener indicadores sociales europeos, aun con una macroeconomía bamboleante, pasó en los últimos cuarenta años a albergar gigantescos bolsones de pobreza que lo latinoamericanizaron a la fuerza. La hiperinflación de Alfonsín y el estallido de la convertibilidad completaron lo que había empezado con la desindustrialización deliberada de los militares y cada escalón se solidificó sobre los anteriores. Así, lo que en 1974 era un fenómeno marginal, de menos del 10% de la población, pasó a instalarse como un dato indeleble de su cuadro distributivo. Ni siquiera en el momento de mayor prosperidad del kirchnerismo la tasa de pobreza perforó el piso del 25%, recalculada por distintos arqueólogos de los datos malversados como Daniel Schteingart (UMET), Leopoldo Tornarolli (Cedlas-La Plata) o Martín González Rozada (UTDT). Las estadísticas sobre riqueza son mucho más opacas, en gran medida por las tácticas de ocultamiento que despliegan sus poseedores acá y en todo el planeta. Pero algunos datos permiten caracterizar al menos cuantitativamente a esa cúspide de la pirámide cuya taxonomía definió acaso por primera vez José Luis de Ímaz en Los que mandan (1964), esa obra pionera de la sociología de las élites criolla. A ese famoso 1% que expuso con éxito en los Estados Unidos el movimiento Occupy Wall Street durante la crisis global de 2008, pero que después siguió concentrando riqueza favorecido por las medidas que desplegó el mundo desarrollado para salir de esa debacle.

¿Cuántos son los argentinos ricos? Según los registros fiscales, sorprendentemente pocos. Apenas 32 484 personas, si se contabiliza a quienes declararon patrimonios por más de U$S 1 millón en 2017, último año contable con información consolidada. Incluso suponiendo que cada millonario registrado encabeza una familia de cuatro miembros, los habitantes de hogares con patrimonios superiores a U$S 1 millón serían apenas el 0,3% de la población total. Con la salvedad de que los inmuebles, vehículos, embarcaciones y demás bienes registrables aparecen valuados a su tasación fiscal, siempre inferior a la de mercado y a veces hasta un tercio o una cuarta parte de la real. ¿Cuánto acumulan esos ricos? Siempre según el Anuario Estadístico 2017 de la AFIP, los 32 484 contribuyentes que declaran más de U$S 1  millón en bienes personales poseen en conjunto un total de U$S 104 000 millones, casi una quinta parte de todo lo que se produce al año en la Argentina. Es una riqueza  declarada promedio de U$S 3,2 millones por persona. El 70% de ese patrimonio está registrado en el exterior. Los datos de la AFIP, lógicamente, excluyen la parte “negra” que esos millonarios no declaran y las fortunas que muchos otros ocultan al fisco. En medio de la discusión sobre el nuevo impuesto, de hecho, la AFIP descubrió 950 cuentas en el exterior sin declarar, propiedad de argentinas y argentinos, por más de U$S 1 millón cada una. En total contenían U$S 2600 millones. De esas cuentas, 700 estaban a nombre de gente que no había presentado declaración jurada de bienes personales. Es decir, que no admitía atesorar siquiera U$S 30  000 aparte de su vivienda. Algunos tenían más de 20 millones que omitieron declarar y que además eligieron no blanquear en 2016 (aunque era gratis y ni siquiera debían repatriarlos).

Boquete de capitales

Los dueños de altos patrimonios, en realidad, son muchos más de los que registra el fisco. El economista, exdiputado y actual director del Banco Nación, Claudio Lozano, estima que superan el triple. Lo calcula sobre la base de informes de consultoras privadas como Wealth-X y Capgemini, apenas dos de las varias que florecieron en las últimas décadas para estudiar el comportamiento de la nueva élite global de supermillonarios y suministrar a empresas datos lo más certeros posible sobre sus consumos, sus inversiones y sus caprichos. Del cruce de los datos oficiales con esas fuentes privadas surge que las fortunas argentinas superiores a U$S 1 millón no son menos de 114 000. Si se supone (conservadoramente) que el promedio de cada una de esas fortunas es el mismo que declaran los que sí declaran (U$- S 3,2 millones), se concluye que las familias millonarias atesoran U$S 262 320 millones en total. Es casi la mitad de lo que produce al año la Argentina, acumulado por el 1% de su población. Pero las consultoras estiman que el verdadero patrimonio de cada familia es unas seis veces eso. O sea, más de un billón de dólares. Dos PBI. Según esas mismas fuentes, 1040 de esos individuos tienen “riqueza neta superalta” (ultra high net worth, como los categorizan en esos informes). Es decir, sus patrimonios superan los U$S 30 millones. Como ese universo incluye a muchos que apenas superan esa marca pero también a Paolo Rocca, Alejandro Bulgheroni y Eduardo Costantini, el promedio por familia es de U$S 135 millones. Son el 0,01% más rico, el estrato al que apuntan Piketty y Milanović como el más beneficiado de la era de la hiperdesigualdad. Pero se puede hilar todavía más fino y llegar al 0,001%: ahí están las cien familias cuyo patrimonio supera los U$S 100 millones y que en total atesoran U$S 28 400 millones, con una riqueza promedio de U$S 284 millones cada una. ¿Cuánto paga de impuestos ese sector privilegiado de la sociedad? Mucho menos de lo que debería. Por empezar, los impuestos sobre el patrimonio que recaudan los tres niveles de gobierno (nacional, provincial y municipal) apenas representan un 3,2% del PBI, una porción muy menor al 27,4% del PBI que se recauda en total. Pese a ser uno de los únicos tres países latinoamericanos que conserva con bienes personales algo parecido a un impuesto “a la riqueza”, junto con Colombia y Uruguay, la Argentina se mantiene por debajo del 3,8% de Canadá o del 4,4% de Francia. Más que bajas alícuotas, a los ricos les juega a favor el viejo truco de las valuaciones fiscales. Es gracias a esos precios de fantasía de campos y mansiones que se achica mucho la base imponible. A la vez que no pagan impuestos especialmente altos por su patrimonio, los argentinos VIP tampoco sufren una carga alta por sus ingresos. El impuesto a las ganancias representa poco más del 4% del PBI, menos de la mitad que en los países ricos de la OCDE, donde equivale al 8,7%, o que, en los escandinavos, donde llega al 14%. Los impuestos al consumo como el IVA e ingresos brutos, en cambio, arañan el 12% del PBI. Son los más injustos, aunque parezca contradictorio, porque se cobran a toda la población por igual. La razón central por la cual los ricos contribuyen con poco a los gastos del Estado, de todas formas, no obedece a que las alícuotas de los impuestos sobre el patrimonio sean bajas, a que las valuaciones sean irrisorias ni a que los ingresos más altos se graven mal. El problema es un mecanismo de evasión que se convirtió en rasgo indeleble de la dinámica de acumulación local: la fuga de capitales y su sistemático ocultamiento. El sector privado argentino, según estima el Indec, acumula en el exterior un total de U$S 355 377 millones. Es casi un 70% del PBI y cinco veces lo que declaran ante la AFIP los 32 484 contribuyentes con patrimonios mayores a U$S 1 millón. El Centro de Economía y Finanzas para el Desarrollo Argentino (Cefid-AR) calculaba una década atrás que era un 109% del PBI y con ese dato coincidió hace poco el presidente de la Unión Industrial Argentina (UIA). Aunque otras estimaciones más recientes son más conservadoras, todas coinciden en algo: la Argentina está entre los cinco países con más riqueza offshore del planeta.

País alojamiento

Para ese 1% más rico, la Argentina funciona como un paísdormitorio. Un lugar amable para vivir y criar hijos, pero no para guardar ahorros ni radicar empresas. El concepto, que acuñó Guido Di Tella a fines de los ochenta, explica a la perfección el comportamiento de la élite económica, especialmente desde la dictadura. En la era de la hiperdesigualdad llegó a su paroxismo con los argentinos que empezaron a nacionalizarse paraguayos y uruguayos, aunque solo Marcos Galperín haya llegado al extremo de mudarse físicamente y lo haya hecho ya en dos ocasiones. Pero no se trata de un rasgo excepcional sino de una costumbre cada vez más difundida entre los favorecidos del sistema. Un hábito que, por otra parte, ya generó debates muy encarnizados en otras latitudes. Lo específico del fenómeno argentino es la escala que adquirió. Según la United Nations University World Institute for Development Economics Research (UNU-Wider), la pérdida de ingresos fiscales como consecuencia de las técnicas de “planificación fiscal nociva” de grandes contribuyentes asciende al 4,4% del PBI. Es decir, más de lo que recauda el impuesto a las ganancias. Aun así, y en medio de una catástrofe humanitaria como la que atraviesa el planeta por el covid-19, los ricos se oponen a pagar una contribución extraordinaria –¡del 2 o el 3%!– por única vez. Sus argumentos, como advirtió el joven doctor en Economía Gustavo García Zanotti, pueden reducirse a dos. Por un lado, afirman que la base de su fortuna es un esfuerzo continuo a lo largo de muchos años. Si se gravara, concluyen, se afectaría la base meritocrática del sistema y se desincentivarían sacrificios futuros de las nuevas generaciones.

Por otro lado, aducen que su riqueza privada es de utilidad social porque son los ricos quienes se arriesgan a invertir y, al hacerlo, gatillan el consabido “efecto derrame” sobre el resto de la población en forma de empleos y salarios. Lo segundo es fácil de rebatir al constatar que el 70% de los activos declarados por los grandes contribuyentes está fuera del país. Si tienen tan elevada propensión a la fuga de capitales, el cobro de un impuesto sobre sus fortunas no afectaría las decisiones de inversión sino el volumen de la fuga. La discusión sobre la meritocracia es más filosófica. Pero también puede abordarse desde lo contable, porque en el patrimonio declarado por esos 32 484 acaudalados (U$S 104 000 millones) apenas hay U$S 4000 millones de participaciones en empresas. El grueso son títulos públicos (U$S 46 000 millones), depósitos (U$S 22 000 millones) e inmuebles (U$S 18 000 millones). En otros términos, lo que engorda esas fortunas son los intereses y las rentas obtenidas por activos financieros y no las ganancias derivadas de innovaciones técnicas o comerciales exitosas. La relación entre la élite económica argentina y el resto de la sociedad está mediada por la fuga de capitales. El fenómeno bloquea la discusión sobre el excedente económico y le otorga a esa élite un poder de veto sobre cualquier política redistributiva que se proponga cambiar profundamente el reparto injusto de las últimas décadas. Sus bienes están sencillamente fuera del alcance de la democracia. Y eso no cambió con el virus. Pero hay algo peor. Como cuando la economía crece y las fortunas engordan sus dueños fugan divisas al exterior, los dólares escasean. Y como no pagan los impuestos que deberían por esas riquezas fugadas, la recaudación tampoco alcanza a cubrir el gasto público necesario para mantener la paz social en el paísdormitorio. Ahí suelen hacer tronar los tambores del ajuste, pero la relación de fuerzas con el resto de la sociedad impide aplicar ese recorte del gasto con el rigor que haría viables a la vez la fuga y la evasión que generaron el problema en un principio. Las cuentas públicas entran entonces en déficit y el balance de pagos también. Y el Estado suple las dos necesidades endeudándose en dólares. Con sus dólares depositados en el exterior, a buen resguardo de eventuales raptos redistributivos de sus compatriotas, ese 1% de la sociedad más favorecido compra –entre otros activos– bonos de la deuda argentina. Bonos que pagan intereses muy por encima del promedio mundial, entre otras razones porque el país recae cíclicamente en cesaciones de pagos. Esos intereses terminan por engordar todavía más las fortunas de quienes debieron financiar al Estado pagando impuestos y no prestándole ese mismo dinero a altas tasas de interés. El antiguo maridaje entre fuga y endeudamiento sobre el que echaron luz Eduardo Basualdo y Daniel Aspiazu hace ya décadas. Cuando llegan las crisis, los dueños de las mayores empresas argentinas ven divididos sus intereses. Como capitalistas les conviene que el Estado renegocie sus deudas y vuelva a empujar el crecimiento. Como acreedores, en cambio, les conviene que ajuste y pague. Si el fisco impone una quita en la deuda pública afecta a las fortunas de los millonarios (un stock), aun cuando podría favorecerlos en sus ganancias (un flujo) una vez relanzada la actividad. La catástrofe del covid-19 expuso nítidamente cómo razonan los ricos argentinos y qué parte de sus patrimonios determina su conducta. Que piensen más en el stock (las fortunas fugadas, declaradas o no) que en el flujo (sus empresas) explica por qué son tan recurrentes los empresarios ricos con empresas pobres. También sirve para entender por qué tan frecuentemente apoyan gobiernos y políticas económicas que perjudican a sus compañías, como les pasó a muchos industriales con Macri. Las 10 000 familias ricas o las 1000 superricas, así, sienten el impuesto a las grandes fortunas como una “doble imposición”. Aun cuando todas tributen bienes personales solo por el valor fiscal ficticio de sus campos y mansiones; aun cuando muchas registren las ganancias de sus empresas en guaridas fiscales para pagar menos impuestos acá; y aun cuando la mayoría mantenga gigantescos depósitos en negro en el exterior. Es sencillo: buena parte de su riqueza offshore está invertida en los bonos que se multiplicaron vertiginosamente en los últimos años. Y si va a haber una quita sobre esa deuda –termine como termine la renegociación–, es lógico que respondan como el vecino de un suburbio residencial cuando le toca el timbre el segundo o tercer pordiosero del domingo: “Ya colaboré”. Tal vez hacía falta que un germen microscópico nos empuje a la peor crisis de nuestra historia para cambiar todo esto de una vez.

 

Este texto forma parte del libro La vida en suspenso, editado en colaboración por Siglo XXI y la revista Crisis.

 

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