Con una carrera sinuosa como pocas, que fue de integrar Montoneros a repudiar a los organismos de derechos humanos y defender a los policías y gendarmes que matan por la espalda, hoy aspira a ser la vice de Macri. Para cimentar sus ambiciones,  pretende cobrar los operativos de  represión mientras sale a defender por la tele a los que hacen justicia por mano propia.

Había una vez una chica de una familia bien de Buenos Aires, con ancestros que se remontaban a Juan Martín de Pueyrredón, héroe en la resistencia a las invasiones ingleses y máxima autoridad política de un proyecto que aun no había tomado forma cuando se declaró la independencia en 1816. La joven traicionó a su clase acomodada para abrazar la causa por la patria socialista en los 70. El romance de su hermana con un alto dirigente de Montoneros la arrastró de la militancia al exilio. Su derrotero continuó tras la caída de los militares. Y hoy la encuentra totalmente reintegrada, cual hija pródiga, al seno de la clase a la que siempre perteneció y a la que ofrenda dosis de discurso autoritario que suenan como música a los oídos de aquellos que añoran los tiempos en que se arrasó a la generación que aquella chica, hoy ministra de Seguridad, integró.

Patricia Bullrich parece cimentar su anhelo de ser candidata a vicepresidenta de un proyecto en pleno proceso de descomposición con una verborragia bastante básica que ofrece loas y justificaciones al gatillo fácil que expresó el policía Luis Chocobar, su autocelebrada lucha contra el narcotráfico, la apología de la justicia por mano propia en el caso del médico Villar Cataldo, querer cobrarle a Alberto Samid los costos del operativo para traerlo de vuelta de Belice y hacer lo propio con los organizadores del paro de del 30 de abril presupuestando el costo del operativo policial. La ministra de Seguridad pretende endosarle la friolera de 41 millones de pesos a los sindicalistas. Eso y querer declarar ilegal una huelga no parecen ser cosas muy distintas. Lo que se dice buscar puntos para subir en la escala de consideración con vistas a un futuro político en la derecha dura, la que germina al calor de fenómenos como Trump o Bolsonaro. Por no hablar del caso Maldonado.

Has recorrido un largo camino, muchacha

Por esas cosas del destino, Patricia Bullrich compartió espacio político con Raúl Alfonsín. Fue en los años de la Alianza. Ya entonces había procedido a varios cambios de camiseta. Cuando terminó la dictadura, Bullrich pasó a ser la cara visible del galimbertismo en la reciclada JP de los ochenta. Su cuñado era una de las bestias negras del alfonsinismo, y en condiciones de  sufrir las consecuencias del decreto 157, que mandaba juzgar a las cúpulas guerrilleras. Pocos meses antes de la primera derrota limpia del peronismo en una elección, un accidente de auto en Francia se llevó la vida de Julieta, la hermana de Patricia y pareja del Loco Galimba.

Patricia se fogueó en la lucha contra el gobierno radical. En marzo de 1985, la combatividad llevó a unos afiches con la cara de Alfonsín junto a los rostros de Videla y Martínez de Hoz, bajo la consigna “Nueve años de dictadura” cuando el aniversario del golpe. La confusión entre un gobierno constitucional y una dictadura duraba quince meses después de recuperado el estado de derecho. Para abril, Patricia dio la nota con un megáfono con el que propaló consignas opositoras la noche del discurso de la “economía de guerra”. El propio Alfonsín lo sufrió. Desde donde estaba Bullrich, el sonido del megáfono rebotaba contra el balcón de la Casa Rosada y el líder radical enfervorizó sus palabras, alterado por lo que le llegaba amplificado.

Cayó Alfonsín y llegó Menem. Y con él, Patricia diputada nacional. Fue en 1993, en una elección histórica. Porque la lista encabezada por Antonio Erman González ganó en la Capital Federal, algo inesperado en el bastión antiperonista por excelencia, si bien Menem se encargaba de hacer antiperonismo. Bullrich ingresó a la Cámara Baja por esa lista. Cuatro años más tarde, al culminar su mandato, se alejó del PJ porteño y formalizó la creación de Unión por Todos, su propio partido, que en los hechos era un sello. Por esa escudería arribó a la Alianza, y al cargo que más se le aproxima a su actual función como responsable de los órganos represivos del Estado: la secretaría de Política Criminal y Asuntos Penitenciarios. De allí, crisis de los sobornos en el Senado mediante, saltó al ministerio de Trabajo. Era octubre de 2000.

Desde allí implementó una de las medidas más recordadas del bienio delarruista: el recorte del 13 por ciento en los haberes de empleados públicos y jubilados. Un cruce televisivo con Hugo Moyano la posicionó como una ministra nada complaciente con los sindicatos. Se consumaba el regreso de la hija pródiga a su clase de origen, contraria a todo lo que pareciera peronismo. Dejó el cargo antes del descalabro de diciembre y, pese a su rol en el ajuste, no quedó asociada del todo al desastre final.

Fue quizás por ello que pudo reciclarse en 2003 de la mano de un ex compañero de gabinete: Ricardo López Murphy. El economista que había querido sostener la convertibilidad agonizante a base de dosis de mercado y ajuste en el gasto público, y que antes como ministro de Defensa coqueteó con la reivindicación lisa y llana de los militares del Proceso, apadrinó a una ex montonera para Jefa de Gobierno. Patricia sacó el 10 por ciento. Quedó cuarta, fuera del ballotage y no ahorró críticas a los dos principales candidatos: Aníbal Ibarra y Mauricio Macri.

Su siguiente paso fue, como no podía ser de otro modo, con un nuevo cambio de camiseta. Elisa Carrió desarticuló el ARI y fundó la Coalición Cívica. Patricia reapareció como candidata a diputada, 14 años después del histórico batacazo de Erman. Volvió al Congreso convertida en una adalid del más férreo antikirchnerismo.

Patricia tuvo su momento de protagonismo cuando la oposición pasó a controlar la Cámara de Diputados. Tomó la palabra en la primera sesión con la nueva composición y se refirió al reparto de comisiones. Graficó su exposición con la figura del “Grupo A” para referirse a la circunstancial alianza opositora. Por los siguientes meses, la manera de referirse al bloque parlamentario en la Cámara Baja fue “Grupo A”.

Esa estrategia no redundó en buenos dividendos electorales. Carrió no llegó al 2 por ciento en las elecciones de 2011 cuando probó suerte para presidente. El discurso opositor a ultranza surgido de la 125 hizo agua. Bullrich encabezó la lista de la CC en la Capital. Fue la única diputada que ingresó por la CC, y por apenas un puñado de votos. Ya avizoraba un nuevo horizonte: el macrismo.

Hola, Mauricio

Fue en esa campaña donde Bullrich dio la prueba de lealtad a su futuro empleador. Bajo el sello de Unión por Todos, Patricia impulsó una lista municipal en Vicente López. El sempiterno Enrique García buscaba una nueva reelección y enfrente estaba Jorge, el primo de Macri. Fue la primera elección con el sistema de las PASO. Tras las primarias, quedó claro que Jorge Macri y el Japonés dirimirían la intendencia. Entonces Patricia ordenó bajar a su candidato y manifestó su apoyo a Macri. La jugada obligó a hacer lo mismo a Martín Sabatella, que proclamó su adhesión al Japonés en una calamitosa carta a la militancia, en la que aseguró que sabía quién era García, pero que era el mal menor frente al sobrino de Franco Macri. El reinado de 24 años de García terminó en las elecciones generales y los votos de Unión por Todos en las PASO resultaron fundamentales.

El derrotero de Bullrich llegó a su estación más permanente, el árbol del macrismo a cuya sombra se cobija. La derecha gobernante se especializó desde diciembre de 2015 en correr unos cuantos límites. Patricia estuvo a la vanguardia en materia de seguridad para aportar lo suyo. Trepada al fervor de cierto núcleo duro y como los vientos soplan para ese lado en cierto electorado, no dudó en posicionarse como alternativa al “garantismo” en cuanto a políticas punitivas. Curioso: se supone que en un estado de derecho el garantismo rige en tanto y en cuanto hay garantías constitucionales. Pero los partidarios de la mano dura colocan esa noción constitucional  básica del lado de la delincuencia. Lo cual los emparenta, desde lo discursivo, al modus operandi de las fuerzas de seguridad cuando no regía la Constitución.

La Piba que peleó por la patria socialista, que se fue al exilio, que perdió amigos en la represión ilegal, que combatió las políticas de entrega del alfonsinismo, terminó en expresiones no exactamente de contenido distribucionista y justicia social como el menemismo, la Alianza y Cambiemos. Si bien fue con Macri que rompió todos los amperímetros. No parece funcionar como una representante del Estado ante uniformados que deben velar por el recto proceder en la represión del delito; sino más bien como la vocera ante la Rosada de monos con navaja. Algo más o menos similar a lo que solía pasar con los ministros de Defensa altri tempi.

Por eso nos acostumbramos a la defensa enconada de sus subordinados. No solo en el caso Maldonado: también en el crimen de Rafael Nahuel a manos de prefectos en Bariloche. El tiro mortal lo recibió por la espalda mientras trepaba la ladera de una montaña, pero la versión oficial habló de “enfrentamiento”.  Chocobar, a raíz de su procesamiento, entró lo más campante de la mano de Bullrich a la Rosada para estrechar la mano de Macri. Mayor aval al gatillo fácil no se había visto nunca.

Una de las herencias principales del gobierno de Cambiemos, dentro de un legado que dista de ser honorable, es el envilecimiento de la sociedad argentina. En la cuestión de los derechos humanos, inherente a políticas de seguridad, el aporte de Bullrich no ha sido menor. Y se inscribe dentro del fenomenal negocio de “la grieta”, una argucia nefasta para sostener posiciones extremas, como si quien estuviera en contra de estas políticas lo hiciera en nombre de la disgregación nacional y con el objetivo de promover el caos. La violencia retórica de un Fernando Iglesias (antiguo compañero de bancada de Patricia en la CC) encuentra eco en los protocolos de Bullrich.

No deja de ser curioso que la derecha argentina, que suele use el mote de “montonero” en forma despectiva, haya encomendado esta nueva etapa de las fuerzas de seguridad a una ex integrante de la organización y que no recuerde ese antecedente. Quizás sea esa forma tan peculiar de entender la noción de “reconciliación” que tienen las clases dominantes desde 1983.

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