Responsable de la muerte de 40 personas, mentor del corralito, Fernando De la Rúa no solo encabezó un gobierno penoso sino que su salida marcó el fin del radicalismo como proyecto político.

Cuando se subió al helicóptero, Fernando De La Rúa puso fin no solo a su gobierno sino al radicalismo como expresión política. Un final que de algún modo venía anunciándose hacía mucho tiempo, mucho antes del triunfo de la Alianza y que se encarna en la figura de quien fue su gran mentor político, Ricardo Balbín. Durante mucho tiempo, el radicalismo se mantuvo en pie gracias a la doble estrategia del Chino, un antiperonismo más o menos intenso de acuerdo a los tiempos y la connivencia, que llegó a ser desembozada, con los gobiernos militares a los que les prestó funcionarios y apoyos a veces explícitos.

De ese lado viene De la Rúa. Se podría decir que de la esencia misma del radicalismo. De aquella parte que juega a enfrentarse con el poder mientras negocia con él y acata sus designios, como acaba de demostrar la última convención realizada en Gualeguaychú. En este devenir, la figura de Alfonsín tiene algo de irrupción setentista pero de cuño radical, que eso fue, en su momento, Franja Morada. Enfrentamiento discursivo al poder, por momentos virulento, y un afán de modernidad sostenido en la idea de refundación de la democracia (lo del Tercer Movimiento Histórico).

La caída de Alfonsín marca el final de esa breve primavera más o menos progresista. Y volvió Balbín encarnado en la figura de De La Rúa, un radical como los de antes y cuya campaña electoral a la presidencia se basó en dos significantes vacíos, el aburrimiento y la transparencia, y una promesa que terminó siendo su acta de defunción: la persistencia de la convertibilidad.

Para ganar las elecciones, el radicalismo se unió a lo que por entonces se llamaba FREPASO, que aportó a la fórmula un cierto tinte progresista que la trayectoria de De La Rúa no permitía augurar. La Alianza se llevó puestos a todos, incluidos el hoy ausente Chacho Álvarez, el patético presente de Graciela Fernández Meijide que, de integrar la CONADEP, pasó a ser aliada de un gobierno negacionista, además de la irremontable posición de Cavallo convertido en sinónimo de fracaso económico.

De la Rúa salió del panorama político argentino ni bien se subió al helicóptero. Nadie lo consultaba por nada, no tenía injerencia en ninguna decisión de su partido y si logró sobrevivir fue a través de la imitación de Freddy Villarruel, quien eligió para personificarlo sus aspectos menos crueles y más risibles (básicamente un permanente despiste). La realidad fue bastante menos graciosa y más letal.

Y con él salió del mapa el radicalismo que, por un lado, se transformó en un partido provincial al estilo del Movimiento Popular Neuquino y, por el otro, en furgón muy de cola de proyectos manejados por otros como sucede en la coalición de gobierno que integran.

Es que hace rato que el radicalismo no tiene nada que defender más que su propia persistencia. La misión que se ha autoadjudicado es hacer acto de presencia, sobrevivir, no se sabe muy bien ya para qué. De La Rúa lo hizo todo para ganar las elecciones y cuando llegó el momento de tener que quedarse decretó un estado de sitio que costó 40 muertes, además de adoptar un plan económico que dejó a miles en la ruina. Porque de lo que se trataba era de seguir, a cualquier precio.

Las muertes no suelen llevarse con ellas los estilos ni las ideas. El delarruismo como actitud política sigue en pie como si nada. Eso, como si nada.

 

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