El oficialismo hace pagar con la represión e incluso con la muerte cualquier reclamo que ponga en entredicho el sacrosanto principio de la propiedad privada. Ha pasado con los trabajadores, con las empresas recuperadas y con los reclamos de los mapuches. Y se quedan hasta con el beneficio de la duda.
Pese a tantas acusaciones de falta de empatía que se le han hecho al gobierno, si hay algo que hiere su sensibilidad es la puesta en cuestión de la propiedad privada. Toca sus sentimientos más profundos y entrañables
Los operativos de represión en Pepsico y en la comunidad mapuche se calificaron de “desalojo” (en este requiebre semántico colaboraron muchos los medios que tomaron la palabra como si acabara de ser santificada por el obispo Aguer). Macri vetó la ley que permitía a los trabajadores del BAUEN recuperar el hotel que los dueños habían hecho caer. Cuando se produjo el brutal ataque de la patota de Martínez Rojas a los periodistas de Tiempo Argentino, el presidente habló de “usurpación”, de los trabajadores, claro. Lo que, por otra parte, era inexacto.
Esta idea de la propiedad como espacio que no puede ser mancillado no sólo se vive como un valor supremo y que, como tal, lo justifica todo, incluso la muerte (sobre eso se vuelve más adelante), sino que tiene la ventaja de entrar en sintonía con otras percepciones que circulan en la sociedad.
Para los ciudadanos de a pie, la propiedad es su casa, su dinero, su auto, alguna cosa más. Y no, al menos de manera inmediata, la plaza, el hospital, la escuela, que son algo público. Lo que define la propiedad, en este caso, es el uso eventual. Aunque hay esfuerzos para que se los viva como propios. En una cobertura de los incidentes posteriores a la marcha en repudio al asesinato de Nahuel, Antonio Laje entre triste e indignado (un blend indispensable para cualquiera que aspire a una carrera prolongada en los noticieros de la tele) se quejó de las pintadas en las paredes del Cabildo. Y decía “algo que es de todos”. Una expresión que es tomada por muchos que no hacen demasiado para justificarla, salvo enojarse un ratito.
Habría que ver hasta qué punto el martilleo informativo sobre el tema de la inseguridad (hoy bastante aplacado aunque no haya cambios en las cifras de delitos) no generó en cierta manera la idea de propiedad pública como algo privado, el Estado al servicio de la seguridad de cada uno. Un estado de cosas en el que la propiedad es amenazada por los delincuentes. El famoso latiguillo “con mis impuestos”. El Estado es propiedad de todos, según esta fórmula. Lo cual crea una fantasía un tanto renga. Si se vive la idea de que el Estado es propiedad de todos desde una perspectiva individual, todo lo que se haga desde el Estado siempre será deficiente, poco o mucho, o estará marcado por el despilfarro, la mala administración y, en el peor de los casos, por la corrupción. Lo público ya no es vivido como algo que pertenece a todos sino a cada uno por separado.
Se podría decir que tener un departamento de dos ambientes en Flores no es lo mismo que ser el dueño de una empresa con varias sucursales. Pero desde la idea de propiedad –que es piedra angular de la ideología de Cambiemos- todo se iguala. Cuando se debatía la Ley de Medios, desde el grupo Clarín alertaban: “te vas a quedar sin TN” como si cada espectador fuera el dueño del canal. La empresa se defiende como privada (en los tribunales o a través de varias modalidades de presión) pero se vende como pública. Y da la sensación de que quienes consumen sus productos compran esta idea. La relación empresa privada –individuo aislado es una donde se comparte todo menos las ganancias. Es una fantasía que viene vendiendo el PRO desde hace rato: en todo estás vos. Aunque no decidas nada, sos parte de la gestión que sabe lo que necesitás. En el mundo feliz que promete el oficialismo le hemos entregado el timón a alguien que sabe cómo llevarnos hasta las puertas mismas del Paraíso. Eso sí, es un paraíso con jerarquías y meritocracias.
Claro que el cielo de vez en cuando se encapota y aparecen sectores que no comparten esta idea de propiedad y que ponen palos en la rueda del vehículo que nos lleva a la felicidad. Pueden ser trabajadores que apelan a la toma de fábricas para no quedarse sin trabajo –aquí la necesidad vale menos que la ley- o mapuches que defienden sus tierras que les han sido arrebatadas para entregárselas a magnates en general de origen extranjero. Aquí la legitimidad y la ley entran en conflicto. Porque si de propiedad hablamos, los mapuche eran dueños de esos territorios desde mucho antes de la llamada Conquista del Desierto. Es decir que la propiedad por un lado tiene fecha de vencimiento (derrota militar de por medio) y por otro lado es eterna (cuando se ha ganado la guerra).
Por eso la hipótesis de un conflicto armado que sostienen alegremente Bullrich y Morales Solá, convertido estos días en vociferador de la idea del “peligro RAM”, sirve para justificar la no validez del reclamo de propiedad de los mapuches y sí la de los latifundistas que se compraron medio sur. A la hora del problema de la propiedad, el poder es también dueño de los tiempos y las adjudicaciones. Distribuye derechos de acuerdo a su credo y sus intereses. Y desde este apego la idea de propiedad alcanza a las vidas. En tanto no propietarios reconocidos, los mapuche no son dueños de su vida y se les puede arrebatar porque, como sostuvo la ministra de Seguridad, las fuerzas represivas no tienen por qué dar cuenta de sus acciones y como declaró la vicepresidenta, el beneficio de la duda es para las fuerzas de seguridad. Al margen, en este gobierno, las que declaran fuerte son las mujeres. Macri se limita a decir que está preocupado y no explica cuál es el verdadero motivo de esa preocupación.
Es decir que al calificar al reclamo como ilegal y al no considerar siquiera la posibilidad de que sea legítimo, la visión oficial coloca en un plano menor la vida de quienes exigen ser legitimados y de quienes apoyan su causa (No es casual que los muertos hayan sido gente que apoyaba desde afuera). Y actúa en consecuencia. Pero tiene la habilidad de declararse defensor del sagrado principio de la propiedad y en esto encuentra mucha compañía y consenso. Han pasado del epater le bourgeois a asustarlo. Y el miedo no se preocupa por los detalles.
Con la instalación de la idea del enemigo interno –muy fantasmal y lejano en el caso de la RAM, si es que existe tal organización- le permite al gobierno galvanizar voluntades en algo que se vive de manera primitiva: que no me saquen lo que tengo. Si para defender eso alguien pierde la vida, el problema no es mío. Es más, cuando muere alguien, como dice Eduardo Feinmann y se encuentra tan seguido en los foros de lectores fogoneados desde Clarín y La Nación, también acérrimos defensores de la idea de la propiedad privada intangible y eterna, pasa a revistar en la categoría “uno menos”. Alguien que estaba de más y al que se ha eliminado felizmente. Muertes que sirven para garantizar el estado de derecho, tal cual lo define y defiende el gobierno que postula su versión no sólo como la única sino también como una perspectiva indispensable para defender a la sociedad que lo ha elegido.
Si se puede pensar una victoria de Cambiemos es esta lúgubre justificación de la muerte a los que se considera como personas que exigen lo que no les corresponde y que violan el intangible valor de la propiedad que entre otras cosas hoy se está llevando vidas.