Las palabras forman y performan. La subsidiariedad del Estado así como la clara denominación de “escuela pública de gestión privada” o “escuela pública de gestión estatal” son parte de una victoria cultural de la enseñanza particular que se extiende a otros ámbitos.
La historia no reconoce mucho a Héctor Félix Bravo, ex diputado demoprogresista –a veces identificado con el latorrismo- que supo –porque sabía- hablar, escribir y enseñar sobre política educacional. Tal vez se deba a que su figura era opacada por otro Bravo, Alfredo, maestro fundador de la CTERA y la APDH y militante socialista cuyo sufrimiento por el secuestro, la desaparición y la tortura bajo la picana de Emilio Etchecolatz fueron denunciados internacionalmente.
Los dos Bravo solían tener una relación cordial, casi afectuosa, a pesar de las diferencias, que no eran tantas. Héctor era un flaco, algo así como un dandy. Podría haber pasado por la sede del Jockey Club y saludado gentilmente y nadie le hubiera pedido identificación. Era profesor de Política Educacional en la facultad de Filosofía y Letras de la UBA y un escritor prolífico sobre cuestiones relativas a la Constitución, el espacio público de la educación y la educación popular. Alfredo era un maestro de barrio, luchador gremial y un político de verba directa. Algo los unía, la educación popular y ambos eran antiperonistas, aunque en sus últimos años Alfredo había matizado sus posiciones al respecto.
Héctor Félix, cuyo bajo perfil queda patentado en la casi inexistencia de fotos públicas, vivía en Santa Fe entre Callao y Riobamba, lugar de prosapia. En su casa convivían la biblioteca enorme con sus fotos de rugbier –fue fundador del San Isidro Club- placas, copas de bronce, alguna foto en su rol de espadachín. Sin embargo, su casa era alquilada y no tenía un peso. Alfredo, también humilde, vivía en Saavedra, entre decenas de casas bajas y gente de clase media para abajo. Su pasión, además de la docencia, la política y el buen comer, era su amado River Plate.
De lo público a lo privado
Junto a Héctor Félix Bravo trabajaba como profesora adjunta Norma Paviglianiti, radical, alfonsinista, gramsciana, defensora de la educación pública y de una inteligencia y capacidad de trabajo sorprendentes. Había entre ellos diferencias generacionales y de estilo, pero eran más las coincidencias y el mutuo respeto. También era una mujer humilde.
De andar tranquilo y palabras medidas, con una forma elegante de hablar, Héctor Félix vivió 90 años, hasta 2002. Paviglianiti, fumadora, inquieta, militante y al mismo tiempo poco afecta a disimular sus diferencias y sus críticas a quien correspondiera, falleció en 1996, muy joven, apenas a los 52 años. En la misma cátedra había una Jefa de Trabajos Prácticos de perfil bajo: María Catalina Nosiglia.
Entre las muchas cuestiones que unían a Bravo y Paviglianiti, uno de los hilos conductores era el rechazo al principio de subsidiariedad del Estado, una noción que proviene de la doctrina social de la Iglesia, que allá por los años 20 del siglo pasado la esgrimió para frenar los ímpetus de las escuadras fascistas guiadas por Benito Mussolini. Luego tendrían una relación de odio y amor, en medio de una cuasi invasión de Hitler.
La base del concepto de subsidiariedad del Estado es que el sector confesional y/o privado administra el servicio público y el Estado cubre aquellas demandas no satisfechas. En el fondo, lo que queda es un sector confesional y privado a cargo de la educación y un Estado que socorre a los que quedan afuera.
En la Argentina regía desde 1884 la ley 1420, necesaria para la expansión del modelo agroexportador en un contexto de masiva inmigración. Había que homogeneizar y la escuela laica, gratuita, común a todos, era una herramienta imprescindible, un derecho individual. A pesar de sus coincidencias, la Iglesia y los liberales –la generación del 80- tenían una diferencia sustancial en materia educativa. Unos reivindicaban el rol principal de la Iglesia y los otros del Estado. Para el proyecto del modelo agroexportador había que formar ciudadanos, había que constituir la Nación.
Con el comienzo del llamado Estado de Bienestar, posterior a la crisis internacional de 1929, se reforzó la enseñanza pública y la educación pasó a ser un derecho social, aunque hubo avances y retrocesos. La disputa entre lo público y lo privado ya tenía su historia, pero en 1959, pleno gobierno de Arturo Frondizi, se creó la Superintendencia Nacional de Enseñanza Privada (SNEP) y el avance sobre lo público se consolidó. Fue la etapa de la disputa entre la enseñanza laica y la enseñanza libre.
El debate de fondo es constitucional. El artículo 14 consagra la libertad de enseñar y aprender, según lo que dispongan las leyes específicas. Héctor Félix Bravo en sus “Bases constitucionales para la Educación Argentina”, publicado por Paidós en 1972, señala que la libertad de enseñar y aprender mencionada por el artículo 14 fue interpretada erróneamente como un aval a la “libertad de enseñanza”. Bravo explica que en sus orígenes, todos los derechos se denominaban libertades, “porque consistían precisamente en la liberación de una traba” y recuerda entre esos derechos el de trabajar, “cuyas limitaciones en el curso de la historia son bien conocidas”.
El ex diputado siempre fue muy claro: el Estado tiene un rol principal, no subsidiario. En su texto sostiene con sutileza exquisita, como si aludiera a una confusión involuntaria, que frecuentemente se engloba el derecho a aprender y enseñar como parte de una misma noción, pero que son de diferente naturaleza. Recurre al socialista Carlos Sánchez Viamonte, quien señalaba que el derecho a enseñar es accesorio a otro esencial, que es el derecho a aprender. Bravo dice que este derecho constituye una de las libertades fundamentales y “corresponde a todas las personas, con relación a todos los niveles de la enseñanza, sin discriminación alguna”.
Pero la puja política pasaría por otro lado. Entre 1984 y 1988 se desarrollaron los debates –bastante limitados- del segundo Congreso Pedagógico Nacional. El radicalismo gobernante esperaba ganar la pulseada en la materia, aunque ya había hecho concesiones en su plataforma electoral, cuando dejó claro que la educación era un servicio, estatal, pero servicio, no un derecho humano.
El final de la Asamblea realizada en 1988 en Embalse Río III, en Córdoba, fue una derrota de los defensores de la escuela pública, porque la Iglesia y los sectores de la enseñanza privada manejaron los tiempos y las discusiones. Entre los resultados, hubo algunos que fueron clave. Tal vez el más importante, o al menos el más llamativo por su perdurabilidad, haya sido aceitar el camino para que se admitiera la penetración del sector privado y del confesional en el sector público.
El triunfo se formalizó en 1993, el mismo año en el que se lanzó la oleada privatizadora y los periodistas precarizados fueron convertidos en proveedores autónomos de servicios, entre otros lindos hechos para recordar. Las nociones de enseñanza pública de gestión estatal y enseñanza pública de gestión privada quedaron consagradas en la Ley Federal de Educación (24195) y persisten hasta ahora, en pleno siglo XXI. Toda una derrota cultural de la escuela pública ante el principio de subsidiariedad del Estado.
Como rememoró en 2006 otra docente de la cátedra de Bravo, Miriam Feldfeber, en su artículo “¿Es pública la educación privada?” *, en la década del 90 los grupos fuertes, que generan opinión en la esfera pública -y tienen mayor influencia en toma de decisiones- “impugnaron el rol tradicional del Estado en materia educativa”, mientras que los grupos débiles –los mayoritarios, pero menos influyentes y poderosos, agregamos nosotros- “articularon su resistencia en torno al modelo tradicional de la escuela pública a cargo del Estado”. Como muchas veces en la historia argentina, ganaron los fuertes.
En el fondo, todos amigos
La concepción de un Estado subsidiario no fue sólo una pretensión de la Iglesia sino un objetivo del conservadurismo vernáculo y luego del neoliberalismo. Si la concepción de la Iglesia es que la educación debe partir de su seno, la del neoliberalismo es que no sólo la enseñanza sino la salud y todos los servicios públicos deben ser privados, con un Estado que cumpla una función de retaguardia.
Las palabras forman, pero también performan, hablar de que lo público es estatal o privado quita al Estado, como mínimo, su responsabilidad de brindar el servicio educativo a la población y el derecho del pueblo a aprender, como dice Bravo, un derecho principal. El estado queda relegado a suplir a la escuela privada.
También en otras áreas de la actividad pública se aplica el principio de subsidiariedad del Estado. Allí están quienes proponen que todas las aerolíneas extranjeras o argentinas privadas ocupen las rutas rentables y que Aerolíneas Argentinas cubra aquellas rutas que no son apetecibles para hacer negocios. El rol principal es del sector privado, el subsidiario es del estatal. Igual problemática se presenta en la salud pública, donde el rol del Estado fue rebajado de fundamental a subsidiario, camino que también siguieron las obras sociales y mutuales.
Desde Martínez de Hoz hasta las actuales autoridades de la Nación así como los columnistas políticos de los diarios y medios más importantes de la Argentina han sostenido para el Estado un rol subsidiario, mientras que atribuyen un rol principal para el sector privado
El sector privado se apropia de la renta pública y luego, desde sus lugares de poder, cuestiona el rol del Estado e impulsa su vaciamiento. Pero ya es otra parte de la historia.
- En el libro “Mapas y recorridos de la educación de gestión privada en la Argentina”, coordinada por Roxana Perazza para la Editorial Aique.