Agitando los fantasmas del terrorismo y del narcotráfico, el gobierno lanza a las fuerzas armadas a la calle. Todo esto sin revisar ni actualizar el papel de la policía ni tomar en cuenta experiencias anteriores y de otros países.
Tres de las insostenibles justificaciones para volver a asignarle a las fuerzas de defensa un rol en la seguridad interior son unas vagas referencias a la “insuficiencia” del sistema policial y una aún más vaga – pero siempre efectiva – manipulación de los vocablos “terrorismo” y narcotráfico.
Con escasas y trágicas excepciones, la remilitarización de las políticas de seguridad – y su conversión en políticas de represión pre y extra judicial – es un fenómeno inverso a la tendencia mundial dominante, que privilegia la construcción de una política criminal basada en la proximidad, la prevención, la integración con la ciudadanía y una permanente evaluación de las vulnerabilidades que generan conflicto, tanto entre las personas como entre éstas y la ley penal.
Las fuerzas policiales –politia, de “polis”, la ciudad – tienen un rol primario de mediación y pacificación-, mientras que las militares – militia, de “miles”, soldado – tienen un rol primario de intimidación y uso “unaccountable” (sin obligación de rendir cuentas) de la fuerza letal.
Las trágicas excepciones se miden en decenas de miles de muertos civiles no beligerantes como resultado de convertir la prevención del delito o la conmoción interior en “guerra”. Y, si ese odioso resultado de lesa humanidad fuera insuficiente, esas “guerras” además consolidan al “enemigo” – cárteles, bandas, mafias e incluso organizaciones de terrorismo interno – como auténticos estados paralelos.
Lo que funciona mal en la policía – seis agencias federales y veinticuatro provinciales – no se resuelve con apoyo militar.
En un mismo día de diciembre de 2016 un ladrón que ya había dejado su arma en el suelo fue asesinado por un suboficial de la Policía Federal, mientras que otro suboficial de la misma fuerza, custodio de la vicepresidente, fue asesinado por ladrones cuando se resistió a que le robaran el auto.
La coincidencia no es temporal sino sistémica.
Una cosa es el análisis inmediato y etiológico de cada caso y otra el estudio del contexto, grave, en el que la falta de protocolos de actuación y la cultura del mal uso o abuso de las armas constituyen los núcleos dominantes.
Tanto los abusos policiales como la muerte de policías en situaciones evitables forman parte de un problema crónico del sistema de seguridad, y que se rotula como violencia institucional; un capítulo sobre el que diversos organismos confiables vienen trabajando, con rigor científico, desde hace más de dos décadas.
Las conclusiones – jamás objetadas – son dramáticas: indefensión, intervenciones ilógicas en relaciones de fuerza claramente desventajosas, agentes muertos estando armados y uniformados, aunque francos de servicio, escasa o nula instrucción y práctica en el uso de armas, rutinas de patrullaje obsoletas y de altísima exposición, muerte de rehenes o transeúntes en tiroteos evitables, muerte de personas aprehendidas, etc.
La crónica de intervenciones desatinadas que costaron la vida de suboficiales y, en algunos casos, de altos oficiales, además de transeúntes o rehenes, a lo largo de treinta años, nunca ha servido para revisar y actualizar los protocolos, reformar las arcaicas y verticales organizaciones policiales, promover la agremiación de los policías, modernizar la formación, descentralizar los presupuestos operativos, gerenciar programas de mejora de la calidad.
Se han arreglado con medallas, ascensos post mortem y algunos aullidos contra los derechos humanos, más la reivindicación de “más poder de fuego, más facultades”, etc. Se reclaman “facultades” cuando lo que se necesitan son “habilidades”, que no es lo mismo, sino casi lo contrario.
El poder político sigue desertando de hacerse cargo de las estrategias integrales de seguridad, sigue otorgándoles autonomía a las corporaciones policiales, y mientras tanto simula ocuparse corriendo detrás de las demandas inútiles y escandalosas de cierta “opinión pública”, descuajeringando el Código Penal y desfinanciando los programas de prevención situacional y social.
A la vez – patética paradoja hoy – la matriz de estas deficiencias reside, precisamente, en el modelo de organización militar y vertical, basado en la obediencia ciega y la amenaza del castigo disciplinario.
Una policía polivalente requiere:
- Aplanamiento de la pirámide. 2. Gestión gerencial, con ordenamiento jerárquico, obediencia razonada y habilitación de discusión, objeción e iniciativa. 3. Formación continua y polivalente. 4. Descentralización de las divisiones en la confección de sus objetivos y presupuestos, y 5. Control Externo. Y esto, sólo para comenzar.
La introducción del “poder de fuego” militar en la seguridad interna sólo agravará la crisis, al precio de desnaturalizar la función propia de defensa y de consolidar un modelo anacrónico.
Terrorismo y otras macro amenazas
El terrorismo no es, de ninguna manera, una cuestión militar sino policial.
No importa la magnitud de la agresión; los recursos y materiales empleados en la respuesta a acciones terroristas pueden ser, eventualmente, de tipo militar, pero en cambio la conducción, la inteligencia, la prevención, la discriminación entre civiles y beligerantes, la estrategia, son policiales, simplemente porque la militarización, además de alimentar el negocio bélico, aumenta la violencia en una escalada interminable.
Es necesario, a la vez, reforzar y prestigiar la noción “policía”, para diferenciarla de los sistemas de control punitivo y represivo con los que suele – desafortunadamente – asociarse este concepto.
La policía es parte esencial e inseparable del gobierno, del mismo modo que el conflicto es un elemento sustancial de la vida social. Una sociedad sin conflicto no solamente es improbable, sino que por sobre todo no es deseable: el conflicto motoriza los cambios. Si se incrementan la justicia, la inclusión y la calidad ciudadana y social, los conflictos subsistirán pero serán menos violentos, y en ese horizonte una policía puede ir desarmándose hasta el mínimo indispensable.
En lo posible debemos ser rigurosos cuando hablamos de terrorismo – un término manoseado – y restringirlo a la noción del uso de la violencia con fines de propaganda, es decir, no la violencia insurgente que ataca objetivos militares del opresor para avanzar, si no la que ataca blancos civiles no beligerantes con el objeto de generar miedo y desestabilización.
Narcotráfico
Más allá de que ninguna agencia internacional ha calificado a la Argentina como país productor de drogas prohibidas, podemos – provisoriamente – aceptar que el menudeo y la cocina marginal de estupefacientes en barriadas vulnerables, sumados al uso de la geografía nacional como ruta de tránsito hacia Europa encuadrarían en la temible designación “narcotráfico”
Medida en volumen y en daño económico de magnitud, la derivación del narcotráfico más relevante en la Argentina es la del lavado de activos ilícitos, provenientes menos de la “venta” de drogas ilegales y mucho más de los “permisos” de tránsito de las sustancias exportables. Lavado que ayuda a encubrir y, a veces, a licuar otros activos, provenientes de la evasión fiscal y de operaciones financieras subterráneas. Hasta hace diez años, el dinero lavado en la Argentina provenía principalmente de la opacidad de estas operaciones de fraude al Estado y muy minoritariamente del narcotráfico. Al cierre de esta nota, el autor no cuenta con nuevas informaciones confiables.
La pregunta es “¿qué tienen que hacer las fuerzas armadas en este rubro criminal? La respuesta es: nada en absoluto. Con sacar a la Gendarmería, a la Prefectura Naval y la Policía de Seguridad Aeroportuaria de la prevención territorial del delito, la represión de la protesta social y la sobrecriminalización de – especialmente – los varones adolescentes y jóvenes que se matan entre sí sin que nadie lo investigue, y volver a esas fuerzas a sus funciones originarias, basta y sobra para dejar al Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea en sus funciones de defensa exterior…sujetas a revisión y actualización, también.
Eddie Abramovich, periodista, educador y consultor en políticas públicas, es vicepresidente de la Fundación Internacional de Derechos Humanos.