Un dibujo que representa sin eufemismos lo que es la concepción que se tiene desde el gobierno sobre el lugar de los pobres en el entramado social. Gente cuya situación pone sus derechos en entredicho y a los que se pinta como abusadores de la generosidad de los ricos. Mientras tanto, cada vez son más.

El domingo pasado la nota principal de tapa de La Nación fue la suspensión de 12.000 subsidios porque los beneficiarios no habían cumplido con la exigencia de cursar estudios. Supongamos, aunque la nota está firmada por Mariano Obarrio cuya solvencia deja mucho que desear, que el dato es rigurosamente cierto. ¿Y? Se trata del plan Hacemos Futuro que tiene 400.000 beneficiarios, de los cuales los suspendidos son un escaso 3% que se vuelve más insignificante cuando se lo pone en correlación con todos los planes sociales. En cualquier caso, en términos de personas y de presupuesto, la cifra es ínfima, irrelevante, menos para los responsables del diario.  Sin dudas (porque no hay otra explicación) lo que se quiso transmitir fue la idea de que los pobres (no solo los 12.000 sino todos) sacan provecho de la generosidad estatal. O sea que los desempleados y marginales viven a costillas de todos nosotros. Y que hay que terminar con esta situación, sin prisa pero sin pausas, porque no se puede hacer más rápido.

En esa misma edición, La Nación resucita a Juan Carlos de Pablo (alguna vez invitado perenne de Bernardo Neustadt) para que escriba en contra de las jubilaciones otorgadas sin los aportes suficientes y contra los docentes que supuestamente abusan de las licencias. La semana anterior había estado de invitado en lo de Bonelli, probablemente para decir lo mismo, pero en versión oral y sin nadie que edite se entendió poco de lo que dijo.

El diputado marplatense Guillermo Castello, de la Coalición Cívica, presentó un proyecto de ley para que se suspenda “toda prestación económica que reciba por parte del Estado el autor de delitos o contravenciones cometidas en ocasión de manifestaciones públicas”.  Un chantaje, o te quedás tranquilo o te quitamos la plata. A cambio de un plan hay que resignar el derecho constitucional a manifestarse. Porque dentro del ámbito de la contravención entra cualquier cosa, como por ejemplo un corte de calle o la ya remanida resistencia a la autoridad.

Por otra parte, ya el objeto de represión no se limita a los manifestantes. Los participantes del verdurazo y las personas que se acercaron no cortaban calles ni entorpecían el sagrado derecho a la circulación, sino que estaban en un costado de la Plaza de Mayo, lo que no fue obstáculo para que la policía golpeara a mansalva y requisara toda la mercadería, al igual que es costumbre hacer con los vendedores callejeros. Nunca se informa esa mercadería se reintegra a sus dueños o si su decomiso es parte del castigo por ocupar ese lugar público que es de todos, menos de ellos.

Se reprime cualquier forma de no resignación de aquellos a los que se titula “pobres”. Que en lenguaje cambiemita tiene sus acepciones particulares. O es una abstracción que se esconde detrás de la “pobreza” (pobreza cero, disminución a aumento de la pobreza o la indigencia –su pariente cercano-, gente en situación de calle) o es alguien concreto pero que está en inferioridad de derechos porque no tiene los ingresos suficientes. También puede servir de decorado en los timbrazos. Si es alguien morocho, mejor. Porque en el imaginario de Cambiemos, los pobres son todos morochos, sobre todo si reciben planes, por eso hay que hacer conteos como los que reproduce con placer Obarrio.

Esta equivalencia entre situación y valor social y color de la piel es una forma de racismo que se acentúa con la crisis económica, sobre todo en la clase media baja que siente sus posiciones amenazadas. Esos sentimientos no son nuevos. Pero sí lo es su expresión abierta y en espacios públicos. Y hasta hay una gastronomía diferencial: flan vs. choripán. Hay incomunicadores sociales que hablan de “negros de mierda” a micrófono abierto.

El gobierno sanciona explícitamente este estado de cosas con el dibujo del plan del Ministerio de Producción, en el que unos siete rubios vestidos de manera elegante sostienen sobre sus hombros el peso de una enorme cantidad de morochas y morochos enfundados en ropas compradas en La Salada.

Infobae, otro de los órganos que expresan lo que el gobierno quiere que se diga –al punto que entre sus columnistas recurrentes figuran Fernando Iglesias y Silvia Mercado- califica al dibujo como una anécdota.

Pero frente a esa nuestra tan gráfica de cómo se piensa la sociedad, resulta complicado hablar de anécdota. No es fácil pensar que ese dibujo fue una ocurrencia personal y que no fue supervisado por unas cuantas personas, probablemente el propio Dante Sica. Es decir que es una representación oficial, un documento de la concepción social que tiene Cambiemos y que no es objeto de debate dentro de la coalición pese a las rebeldías electoralistas de los radicales.

Para decirlo de otro modo, en la versión oficial, los pobres son un mal no siempre necesario. Sirven para esas tareas de las que no quieren ocuparse, pero no son objeto de ninguna estrategia de inclusión. Los planes se entregan para que no estalle todo y se establecen exigencias para poder suspenderlos y echarles la culpa a los beneficiarios. De pronto, estas personas que han visto pobres solo por la tele, gobiernan un país en el que cada vez hay más pobres. Y a los cuales únicamente les reservan represión, spots publicitarios, planes que exigen ser más buenos que Lassie atada y silencio cuando se les cercenan sus derechos. La idea de justicia macrista es excluyente y punitiva, es quitar (como en el caso de las pensiones a discapacitados) para que nadie se vea beneficiado de “lo que no le corresponde”. Ahí están puestos todos sus esfuerzos, esos que aplaude la tapa de La Nación.

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