El 25 de mayo de 1973 fue el día en que el peronismo dejó de estar proscripto y que el nombre de Perón resonó después de 18 años en el Congreso. Tiempos en los que parecía inaugurarse una nueva etapa. Pero la pesadilla no tardaría en llegar. Cámpora renunciaría tras la masacre de Ezeiza y comenzaría una etapa de otro signo.
Yo, Héctor José Cámpora, juro por Dios, nuestro Señor, y estos Santos Evangelios, desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de Presidente de la Nación, y observar y hacer observar, fielmente, la Constitución de la Nación Argentina. Si así no lo hiciere, Dios y la Patria me lo demanden.
Una ovación prolongada siguió al juramento de rigor en el hemiciclo de la Cámara de Diputados, el solemne marco que albergaba a diputados y senadores reunidos como Asamblea Legislativa, y a las delegaciones extranjeras que habían llegado en las horas previas. Héctor Cámpora se convertía en el primer presidente constitucional electo sin proscripciones desde la caída del peronismo en 1955. Tras los abrazos y los vítores, Alejandro Díaz Bialet, presidente provisional del Senado, invitó a prestar juramento a Vicente Solano Lima. El compañero de fórmula de Cámpora así lo hizo y, luego de una nueva ovación, todos se dispusieron a escuchar el discurso inaugural del nuevo mandatario. Enfrente tenía a los legisladores, con una amplia mayoría del FREJULI: 145 en diputados sobre un total de 243 bancas, con las 51 de la UCR como segunda minoría. En la Cámara Alta, el peronismo tenía 43 escaños sobre 69, seguido por los 12 del radicalismo. A un costado, estaban los visitantes del exterior, con Salvador Allende y Oswaldo Dorticós como principales presencias. El nuevo presidente comenzó su discurso a las 8 y 20 de la mañana, poco más de cinco minutos después de haber jurado, flanqueado por Solano Lima, Díaz Bialet y el titular de la Cámara de Diputados, Raúl Lastiri.
– Señores diputados, señores senadores, compañeros: el juramento solemne que acabo de pronunciar ante Dios y ante el pueblo de toda la República, embarga mi espíritu de reconocimiento y de orgullo ciudadano. Pero constituye, así mismo, un dramático desafío que valoro en su plenitud. Durante toda mi vida política no he sido otra cosa más que un modesto soldado de la causa nacional y peronista.
Los primeros aplausos sonaron en el recinto. Cámpora siguió:
– Pretendo seguir siéndolo en el futuro durante el ejercicio del gobierno y después que concluya el mandato para el que he sido convocado y que serviré hasta el límite de mis capacidades. Abrigo la esperanza de dar término a mis funciones acompañado por el afecto de mis compañeros y amigos y el respeto de mis adversarios. Sé que he de lograrlo, como ha sido hasta ahora, porque trataré con honestidad de hacer lo que el pueblo quiere.
Nuevos aplausos volvieron a interrumpirlo. Retomó la línea, lo siguieron escuchando en el Congreso y en todo el país a través de la cadena nacional.
– Por eso deseo, en este primer contacto con la augusta majestad republicana que ustedes representan, hacerlos partícipes de mis emociones y de mis esperanzas, consciente de que el cambio revolucionario que la República espera sólo podrá llevarse a cabo con vuestro concurso esclarecido. De mi parte afirmo la decisión inquebrantable de cumplir con mis deberes constitucionales hasta las últimas consecuencias.
Otra vez, las manos que palmeaban cortaron su alocución, manos que empezaron a sonar más fuerte cuando el presidente volvió a hablar:
– Mi reconocimiento en primer término al general Perón…- fue el acabose. Todos se pusieron se pie, incluso las bancadas opositoras. También en las galerías. El nombre del ausente más presente se empezó a corear, ese nombre cuya sola mención llegó a prohibir un decreto.
Cámpora continuó haciendo su reivindicación de Perón durante unos cinco minutos antes de detallar su programa de gobierno, proclamando: “¡Es la hora de Perón!”. En total, no habían pasado diez minutos desde que había empezado su discurso, cuando puso el dedo en un asunto espinoso, una llaga personal de Perón que el movimiento había reivindicado, y que varios sectores usarían como punta de lanza para esmerilar al flamante gobierno:
– Tanto le debe nuestra Patria y nuestro destino como Nación que todo cuánto pudiéramos ofrecerle para compensarlo por los agravios que le fueron injustamente inferidos sería poco. Sin embargo, hay un acto ignominioso que nuestro Pueblo jamás consintió y por eso, en la hora de su triunfo, debe ser formalmente anulado. ¡Por decreto del 31 de octubre de 1955 quienes utilizaban sus armas contra el pueblo privaban de su grado al Teniente General don Juan Perón! ¡Les irritaba que en las filas del Ejército argentino militara un camarada que había defendido con apasionamiento y denuedo la soberanía nacional! Como Presidente de los argentinos e interpretando su sentimiento prácticamente unánime, he de hacer todo lo que sea necesario para el reintegro formal del grado al General don Juan Perón.
Más aplausos retumbaron, incluyendo los del diputado Rodolfo Arce, impulsor, dos semanas atrás, de un proyecto de ley para restituir el grado militar a Perón. El tema se volvería un verdadero dolor de cabeza durante el gobierno camporista.
Afuera del majestuoso Palacio, en la Plaza de los Dos Congresos, a todo lo largo de la Avenida de Mayo, y en la Plaza de Mayo, una marea humana desbordaba las calles. Muchos habían pasado allí la noche, aguardando la llegada del Tío al Congreso, para luego verlo arribar a la Rosada en el Cadillac y hablar desde el balcón de la Casa de Gobierno. Las banderas de la Juventud Peronista, de Montoneros y de otras organizaciones armadas inundaban la Plaza de Mayo. Por radio, muchos seguían el discurso de Cámpora, que se extendió hasta las doce menos cuarto del mediodía. El momento culminante llegó cuando Cámpora miro a Díaz Bialet y dijo:
– Señor Presidente: “En este acto y ante la Asamblea Legislativa aquí reunida, hago entrega del proyecto de Ley de Amnistía que propone el Poder Ejecutivo”. La ovación, dentro y fuera del Congreso, no se hizo esperar. Cámpora se había referido a los beneficiarios de la medida en estos términos: “Jóvenes, obreros y estudiantes que no han encontrado razones para creer en un sistema democrático, ni oportunidad para ejercitar el sufragio como medio de expresión de la voluntad popular están poblando las cárceles. Ha sido vano y aún contraproducente el remedio del régimen. Se impone cambiar el tratamiento del régimen. Partimos de una verdad evidente: la violencia es el síntoma de una sociedad injusta. Entonces, removamos la injusticia, pero no pongamos en la cárcel a nuestros jóvenes. Que no sean ellos los que paguen con el bien precioso de su libertad el precio por los privilegios que quieren ser mantenidos”.
El presidente desglosó su acción de gobierno durante una alocución de casi tres horas y media. Cerró reafirmando su vocación de integrar a todos los sectores, apostando por la convivencia y la realización del programa del FREJULI:
– Y conste que cuando decimos el Pueblo no nos estamos refiriendo sólo a la mayoría sino a todo el Pueblo de la Patria, incluido el que no votó por nosotros, pero ante el cual también tenemos el compromiso de no alterar nuestro programa, porque al concurrir a las urnas y aceptar el cotejo de las proposiciones políticas, también nos ató al compromiso de cumplir lo prometido, como se ató a la obligación de aceptarlo si triunfábamos. Ésta es la regla de oro de la convivencia que todos hemos aceptado para iniciar, sin sobresaltos y sobre un programa conocido, la reconstrucción del país. Éste es el compromiso que todos debemos cumplir. Ésta es la lealtad esencial que el pueblo espera de quienes fuimos elegidos por sus votos: No alterar. No adulterar. No traicionar. Ser esencialmente fieles a la voluntad popular. Así será.
De pie, todos saludaron las palabras finales de Cámpora. Comenzaba, en pleno otoño, una primavera que buscaría concretar los objetivos planteados en el programa de campaña y en el discurso inaugural.
– ¡Es un gran discurso! –aseguró Allende a la salida del Congreso. Con gesto circunspecto, no parecían opinar lo mismo el presidente uruguayo Juan María Bordaberry y el enviado de la Casa Blanca, el secretario de Estado William Rogers.
Ricardo Balbín, líder de la UCR, y Oscar Alende, ex candidato de la Alianza Popular Revolucionaria, también fueron abordados por la prensa. Ambos coincidieron en su aprobación de las líneas generales del mensaje de Cámpora, si bien calificaron de “partidarios” los primeros párrafos. Con todo, el Bisonte Alende fue contemplativo:
– Claro, hubo tantos años de proscripción, que se justifica.
Según se supo más tarde, Perón estuvo todo el día en la quinta de Puerta de Hierro, acompañado de Isabel. En el mediodía de Madrid, escuchó el discurso de Cámpora por onda corta. De acuerdo a quienes lo vieron, estaba “hondamente emocionado y pleno de entusiasmo juvenil”.
Tras la jura y el discurso en el Congreso, Cámpora debía ir por Avenida de Mayo en auto, escoltado por los granaderos. Pero la muchedumbre sobrepasaba todas las expectativas. Por eso, se decidió trasladar al binomio triunfador del 11 de marzo en helicóptero hasta la Casa Rosada. Allí aguardaba Lanusse, junto a los otros integrantes de la saliente Junta Militar, el almirante Carlos Coda y el brigadier Carlos Rey. También, los nuevos ministros, cuyos nombres se confirmaron ese mismo 25 de mayo.
Eran las 13.20 cuando el helicóptero se posó en el helipuerto de Balcarce 50. Cámpora y Solano Lima fueron recibidos por Lanusse en su despacho. Allí intercambiaron saludos con Rey y Coda. Y con Dorticós y Allende, que habían podido sortear a la multitud y llegado a la Rosada. Rogers, por cuestiones de seguridad, decidió desandar el camino a Plaza de Mayo, y Bordaberry llegó tarde a la ceremonia. Antes del traspaso de mando, Cámpora hizo las presentaciones entre Dorticós y Lanusse. Con Allende fue más fácil, el Cano lo conocía desde el acto que compartieron en Salta en 1971, aunque las relaciones bilaterales habían quedado reducidas casi al mínimo en agosto del 72, cuando el presidente chileno asiló a los dirigentes guerrilleros prófugos del penal de Rawson y, desoyendo el reclamo de los militares argentinos, los dejó ir a Cuba. Los que no pudieron escapar a Chile fueron llevados a Trelew, y allí se produjo el baño de sangre que conmocionó a todos.
El Salón Blanco estaba colmado. Antonio Cafiero, Alfredo Gómez Morales, Andrés Framini, peronistas históricos estaban allí con dirigentes que tenían mucho poder, como José Rucci y Lorenzo Miguel. También algunas de las celebridades del histórico vuelo charter del 17 de noviembre, como la actriz Chunchuna Villafañe y el futbolista José Sanfilippo, más Pino Solanas, codirector, junto a Octavio Getino, del emblemático film La hora de los hornos, y de las entrevistas a Perón grabadas en Madrid en 1971. La curia dijo presente en las figuras del cardenal Antonio Caggiano y el obispo coadjutor de Buenos Aires, Juan Carlos Aramburu.
A las 14.20, Cámpora y Solano Lima ingresaron al Salón Blanco. Coda y Rey le colocaron la banda al nuevo presidente. Adusto, Lanusse le dio el bastón de mando. Cámpora le ofreció, sonriente, la mano. Los dedos en V se elevaron en todo el Salón, la marcha peronista atronó en las gargantas de los presentes. El escribano Jorge Garrido los invitó a firmar el acta. Como una cortesía, Allende y Dorticós también firmaron. En el caso del cubano, era de resaltar, porque aún no había relaciones formales entre la Cuba de Fidel Castro y la Argentina que volvía a ser gobernada por el peronismo, sin proscripciones. Mientras se turnaban para firmar, el almirante Coda fue empujado hacia un costado. Un hombre pequeño, de voz aflautada, lo corrió hacia un costado, con una sonrisa, que el militar retribuyó. Así, José López Rega, ubicado en un segundo plano, pudo acomodarse hacia el medio, justo detrás del escritorio y de los mandatarios.
Los cánticos se fueron alternando luego de entonar la marcha. “Cámpora y Perón, un solo corazón” y “Se siente, se siente, Evita está presente”, preludiaron la jura de los ministros. Uno por uno fueron pasando frente al presidente.
El primero, el del Interior, fue la gran sorpresa. Esteban Righi, con sus 34 años, era el benjamín del elenco ministerial. Era amigo de Héctor Cámpora hijo desde el secundario, y juntos habían trabajado en su propio estudio jurídico. Especialista en Derecho Penal, había representando al Sindicato de Empleados de Comercio. Integraba la mesa chica del presidente y su nombre había sonado para Justicia, no para el estratégico ministerio del Interior, con todas las fuerzas de seguridad a su mando.
Luego llegó el turno de Juan Carlos Puig, un rosarino de 45 años, profesor en la Universidad del Salvador y experto en la Cuenca del Plata. El suyo era uno de los nombres casi confirmados en la víspera, pero no dejaba de ser otra sorpresa. Como Righi (y los hechos lo demostrarían), representaba al ala progresista del peronismo.
El tercero en jurar era una apuesta directa de Perón: José Ber Gelbard en Economía. El hombre fuerte de la CGE, el que la había fundado en Catamarca en 1950 y desde entonces encabezó al empresariado nacional. Tenía intereses en intereses en Fate y Aluar, y fuertes vinculaciones con la Unión Soviética. Su proyecto, el Pacto Social, era el proyecto del propio general, y estaba destinado a ser el ministro más importante de la etapa que se abría.
Llegó el turno del ministro de Trabajo, surgido del consenso entre Lorenzo Miguel y José Rucci. Ricardo Otero había llegado a ser en 1967, en pleno vandorismo, el titular de la UOM en la Capital. Al momento de asumir en el ministerio, seguía al frente de la filial metropolitana.
Un histórico del peronismo juró en Educación. Jorge Taiana, el prestigioso cirujano que fue médico de Evita y, en la segunda presidencia de Perón, rector de la UBA. Justamente, desde el ministerio, Taiana debía comenzar la ardua tarea de normalizar las universidades, que habían sufrido el acoso del ultramontanismo de Onganía en 1966.
Siguió en Defensa Ángel Federico Robledo. Otra sorpresa (se mencionaba mucho al general José Embrioni en la víspera), y en un ministerio caliente, donde habría que lidiar con los militares. El abogado santafecino había hecho su carrera política como concejal en Cañada de Gómez y luego como legislador provincial, presidiendo la bancada peronista. Cuando la Libertadora, defendió a Cámpora, preso de Aramburu y Rojas.
José López Rega entró en escena formalmente en la historia argentina al jurar en Bienestar Social. Era el suegro del presidente de la Cámara de Diputados y responsable de Las Bases, la revista oficial del peronismo. Varios medios reprodujeron al día siguiente, en la semblanza que circuló del ministro, que “participó de las gestiones que culminaron con la devolución del cuerpo de Evita”, y que, “es uno de los fundadores del Movimiento Nacional Justicialista”.
El último de los ministros en tomar posesión de su cargo fue Antonio Benítez, en Justicia. Muchos lo daban como titular de Interior, pero la realidad invirtió el rumor que ubicaba Righi en Justicia, y fue esa cartera la que le tocó al rosarino que hizo toda su carrera en la Capital. Integró la lista peronista para Diputados en 1946 y accedió a la presidencia del cuerpo en 1953, reemplazando a Cámpora. Previamente, había sido interventor de la UBA. En la elección del 11 de marzo fue el apoderado del FREJULI.
Con estos hombres iba a gobernar Cámpora.
Por primera vez en casi dieciocho años, desde el discurso del “cinco por uno” que pronunciara Juan Perón el 31 de agosto de 1955, el balcón de la Casa Rosada era usado por un presidente justicialista. Cámpora se asomó a las cuatro menos cuarto, rodeado de sus ministros, y saludó a la multitud. Significaba el momento culminante de la jornada. Lanusse ya se había retirado en automóvil (Coda y Rey optaron por el helicóptero) y la consigna más recordada de ese 25 de mayo resonó en toda la Plaza de Mayo: “Se van, se van, y nunca volverán”.
Las Fuerzas Armadas se iban humilladas, no se cerraba el ciclo iniciado con la salida de Illia en taxi en junio del 66, sino que terminaba la era del peronismo proscripto, el proyecto liberal entronizado en 1955 y que quemaba sus últimas fichas en el GAN del cuadro militar más brillante del gorilismo, que era Lanusse. La derrota no podía ser peor. El Cano soportó con estoicismo la peor de sus pesadillas hecha realidad: tener que entregar el mando al peronismo con un Salón Blanco coreando la marcha. A título personal podía soportarlo, pero la institución que representaba comenzó a incubar ese 25 de mayo los sentimientos de revanchismo plasmados a partir de marzo del 76. Los insultos, los escupitajos, la bronca contenida durante casi dieciocho años se volcaron hacia los conscriptos y los oficiales formados en las inmediaciones de Plaza de Mayo. Luego de la jornada, más de un oficial, de pura bronca, llegó a presentar el pedido de retiro. Los hechos más serios se dieron detrás de la Casa de Gobierno, sobre la Plaza Colón y enfrente del Comando del Ejército, con cinco autos incendiados. Hubo doce heridos de bala, y en las corridas delante de la sede del Ejército, un civil fue herido con una bayoneta. Desde la casa de Gobierno, y antes de recibir las insignias de mando, tomar juramento a sus ministros y hablar desde el balcón, Cámpora hizo uso de la cadena nacional para llamar al orden. Pidió “a todos los compañeros la necesidad de que todos contribuyamos a mantener el orden para que todos puedan disfrutar del júbilo común”.
Era el tránsito del Régimen hacia el Pueblo, tan ansiado, tan prometido, el que ahora se concretaba en Plaza de Mayo.
El Tío tomó un micrófono en el balcón e improvisó un discurso. Estaba flanqueado, a su izquierda, por Righi, y a su derecha, por López Rega.
-Compañeras y compañeros: debo decirles que hoy, 25 de mayo, el país inicia una nueva era y que la misma tendrá la característica de que el pueblo argentino será quien va a gobernar- arrancó el presidente desde el balcón. La ovación no se hizo esperar. El pueblo argentino, inspirándose en el líder de la nacionalidad, el general Juan Perón, me dio este mandato. Este mandato yo se lo transfiero al pueblo, tal cual lo hubiera hecho el general Perón.
Abajo, se mezclaban los cánticos, que coincidían en su primer verso, “Perón, Evita”; unos completaban con “la patria socialista”, otros con “la patria peronista”. La consigna de la campaña se hizo también presente en el “Qué lindo, qué lindo que va a ser, el Tío en el gobierno, Perón en el poder”.
En su improvisado discurso, Cámpora recordó a Evita y dijo que en nombre del pueblo argentino había transmitido su saludo a los presidentes de Cuba, Chile y Uruguay, haciéndoles llegar “la solidaridad del pueblo argentino, nunca desmentida, con los hermanos de Latinoamérica”. También instó a una pronta reunión para recibir a Perón en su regreso definitivo. Y llamó a desconcentrar, al terminar su alocución:
– No olviden aquello que nuestro líder indiscutido repetía todos los días en que se encontraba con su pueblo después de ver los festejos populares para pasar un día de fiesta, en este doble 25 de mayo: doble, como dije, porque hoy empieza la patria libre del general Perón. Quiero decirles que, después de presenciar las fiestas populares, recuerden esta frase del líder: “De casa al trabajo, y del trabajo a casa”.
Muchos le hicieron caso. Otros muchos, en cambio, enfilaron hacia la cárcel de Villa Devoto.
– ¡A la lata, al latero, libertad a los compañeros!
La consigna atronó frente al portón de la cárcel de Devoto. Adentro, centenares de presos políticos estaban expectantes tras el discurso de Cámpora y el anuncio de la amnistía. La marcha sobre el penal graficaba la teoría de la botella de champagne que esgrimiría Righi: una vez acumulada tanta presión, es imposible sacar el corcho sin que se derrame la espuma. El amanecer del 25 de mayo era la botella que se abría tras los años de proscripción y resistencia; la espuma se derramaba hacia la cárcel, en cumplimiento de la consigna: si hasta ese día había gobernado el régimen, ahora le tocaba al pueblo.
– ¡Primera ley vigente, libertad a los combatientes!
Más y más gente se agolpaba ante el penal, reinaba la anarquía, con los pabellones tomados por los presos. Los tiempos se estaban adelantando, inexorablemente, en cuanto a la amnistía.
– ¡Abran, carajo, o la tiramo´ abajo!
La toma de la Bastilla parecía que iba a tener su versión porteña, con los manifestantes que tenían rodeada la cárcel. Adentro, los prisioneros quemaban sábanas y colchones. El clima estaba caldeado, había que salir del paso. Cámpora quería liberar a los presos, pero a través del parlamento. Sin embargo, los hechos superaban a todos. Así lo entendió Juan Manuel Abal Medina, quien tuvo que negociar en persona, en medio del clamor, cuando llegó.
– ¡Abal, Medina, la sangre de tu hermano es fusil en la Argentina!
El secretario general del justicialismo entró y habló con Freddy Ernst, de Montoneros, y con Pedro Cazes Camarero, del ERP. La salida era incontenible, inevitable, había que salir del paso. Nadie toleraría pasar una noche más tras las rejas, con la democracia instituida. La forma de evitar lo que técnicamente era una fuga en masa, a la espera de la amnistía que en el plano de lo ideal debiera haber sido la que abría las puertas, fue el indulto presidencial. Abal habló con Righi y el Bebe le transmitió la noticia de lo que pasaba a Cámpora. El Tío estaba en plena recepción de las delegaciones extranjeras. Righi y Benítez se encargaron de armar el texto del indulto, y luego Cámpora puso su firma. En el despacho de Righi, los ministros del Interior y de Justicia hacían conocer a los periodistas de Casa Rosada que, “cumpliendo expresas órdenes del presidente de la República, se ha ordenado dictar un decreto disponiendo el indulto de los presos políticos detenidos en las cárceles de la República, sin perjuicio de la remisión al Honorable Congreso de la correspondiente ley de amnistía”.
Por teléfono, Righi le avisó a Abal. Megáfono en mano, el secretario general anunció desde los altos de la cárcel la noticia. La algarabía era total. Cerca de las once de la noche de un día extenso, que se había iniciado con la jura de Cámpora en el Congreso, llegaron dos colectivos que fueron llevando a decenas de militantes detenidos desde los pabellones hasta la administración.
El decreto 11 que firmó Cámpora dispuso en total la libertad de 371 reclusos de cárceles de todo el país, distribuidos en su mayoría en Devoto, y en La Plata, Tucumán, y Santa Fe. La medida alcanzó además a aquellos a disposición de la Cámara Federal en lo Penal, el Camarón, un tribunal creado por Lanusse para juzgar a los miembros de la guerrilla.
Entre los nombres de los 371 indultados, y concretamente en el listado de presos de Devoto, no figura François Chiappe. De allí se escapó el francés oriundo de la isla de Córcega. Tampoco figuraba en la nómina de procesados por el Camarón (los casi 400 nombres fueron hechos públicos por el gobierno), aunque días más tarde el Servicio Penitenciario diría que “sólo egresaron los procesados y condenados a disposición de la Cámara Federal en lo Penal, fuero antisubversivo”. Las primeras críticas al camporismo vendrían por este incidente, en lo que implicaba atacar la salvaguarda legal que significaba el indulto ante lo inevitable de una salida violenta con el gobierno recién estrenado.
El corso Chiappe tenía una vida literalmente de película. Había integrado la OAS, el grupo de militares ultraderechistas franceses que hizo de las suyas en Argelia, durante la lucha del FLN, que inspiraría La batalla de Argelia. Habría formado parte de la célula de la OAS que atentó contra Charles De Gaulle, un episodio que provocó un libro cuya versión fílmica arribaba en 1973: El día del chacal. De la ultraderecha francesa saltó al mundo del tráfico de drogas y sus vínculos llegaban, se llegó a decir, a Papá Ricord, el capomafia de Marsella cuyas actividades plasmó el film Contacto en Francia. Y para completar el recorrido biográfico-cinematográfico, Clarín tituló Un condenado a muerte se escapa: Chiappe había sido sentenciado a la pena capital en 1968, en ausencia, por un doble homicidio durante una lucha entre bandas en París, en los tiempos en que cayó preso por robar un banco en Boedo. Todo indica que algún buen amigo del Servicio Penitenciario incluyó subrepticiamente el nombre de Chiappe en el listado oficial. En el acta que firmaron siete diputados ante las autoridades del penal tras el decreto de indulto, los responsables penitenciales “hacen entrega a los diputados nombrados con las listas de los detenidos, las que son inicialadas por ellos como prueba fehaciente de su autenticidad”. Entre casi 400 nombres, alguien deslizó el nombre del coterráneo de Napoleón, quien bajo ningún punto de vista era un preso político, y a quien no alcanzaría, lógicamente, el inminente debate de la amnistía.
Chiappe no fue el único preso común que salió cuando los guardias abrieron el portón. Una docena de delincuentes aprovechó el hueco, entre ellos los hermanos Emilio y Rolando Polino, vinculados al corso a través de Rogai, un asaltante que protagonizara años atrás una fuga con un socio de Chiappe. Otro de los que tenía su nombre en la lista de presos liberados, y que luego, como Chiappe y compañía, no figuraba en el registro de indultados, era José Amado D´ Adamo, miembro de la gavilla que protagonizara el robo al banco de San Fernando en 1965, un episodio cuyas derivaciones relataría treinta años después, desde la ficción, Ricardo Piglia en su novela Plata quemada.
Sí figuraban los nombres de María Antonia Berger, Alberto Miguel Camps y Ricardo René Hadar, los tres sobrevivientes de la Masacre de Trelew, que habían sido llevados a Devoto tras restañar sus heridas. Y Francisco Urondo, el poeta que había tomado las armas y en la víspera del Devotazo se encerró en una celda con los tres fusilados que vivían, para reconstruir a través de sus voces la fuga del penal de Rawson y la brutal represalia de los marinos en Trelew. Urondo salió de Devoto portando las cintas de una charla de siete horas, la pulsión narrativa que se convertiría en La patria fusilada.
Una hora después de la firma del acta se produjo la salida de los presos. En la madrugada, cuando ya se había dispersado la mayoría de los manifestantes (los grupos de FAR y Montoneros se fueron a festejar a la sede partidaria de Avenida La Plata), se produjeron incidentes con la Policía Federal. La refriega, ocasionada por un presunto intento de ingresar al penal, terminó con la vida dos adolescentes, Oscar Lisak, de la Juventud Peronista, y Carlos Sfeir, de Vanguardia Comunista.