Detrás del paso de próceres a animalitos en los billetes hay toda una concepción de lo que es el pasado para Cambiemos. Algo a lo que no se alude porque se supone que estamos en tiempos fundacionales en los que las viejas historias deben quedar sepultadas y olvidadas para siempre.
A diferencia de lo que sostenía Cristina, el macrismo no cree que la historia guíe su camino. No es un punto de partida ni un destino. No quiere colocarse en una línea –de hecho, la única alusión al gobierno de Arturo Frondizi como modelo suena más que nada a un homenaje al ministro del Interior, descendiente del ideólogo del frondizismo, Rogelio Frigerio. No se lo cita, sus acciones de gobierno no son mentadas como antecedentes, no funciona como fuente de inspiración. En cierto sentido el pasado nada tiene de aura sagrada. No hay allí señales a seguir ni sentidos a continuar. El pasado no informa al presente. Entonces toda discusión al respecto se considera bastante ociosa y poco interesante. Y estancarse ahí es perder el tiempo. Para Cambiemos es presente concreto y futuro presunto.
El pasado –el que no es inmediato, como lo es el período kirchnerista al que no deja de aludirse, pero ante todo por sus efectos sobre lo que sucede hoy- no es un sitio del que se pueda decir gran cosa. Ya fue. De allí la decisión de romper con la tradición de poner próceres en los billetes, decidiendo reemplazarlos por animales nativos en peligro de extinción. Explica así el Banco Central el cambio: “Con la elección de la fauna y de las regiones argentinas, el BCRA procura también un punto de encuentro en el que todos los argentinos puedan sentirse representados en la moneda nacional”. Se supone que la fauna es la que va a terminar con cualquier grieta. ¿Quién se atreverá a discutir una taruca cuando sí lo haría con Rosas, Evita e incluso el inmaculado San Martín, a quien se ha acusado recientemente de pedófilo porque Remedios de Escalada tenía apenas catorce años cuando se casó con él? Todo un mecanismo que Cambiemos aplica a discreción: las controversias no se ahondan, se hacen desaparecer o se pasa de largo de ellas. O se las exacerba, para luego ignorar sus efectos: eliminar a Evita de los billetes de cien pesos es generar una grieta, a la que se desatiende. De alguna manera, se piensa una sociedad integrada por un solo lado de la grieta. Porque lo que importa es salirse de la historia, salvo para invocarla como la etapa que se está superando para siempre. Dejar atrás setenta años de decadencia es un mantra entre los funcionarios oficiales.
En ese sentido, al poco tiempo de asumir Macri, una publicidad de Smartphone proponía cambiar el nombre de las calles por figuras del espectáculo nacional, vivas o muertas. Cambiemos la historia de Grosso o de Pigna por Intrusos.
La desaparición del pasado, o de las molestias que evoca, puede revestir la forma de una eliminación, como sucedió con el prólogo de la nueva edición del Nunca Más, que había sido agregado en 2006 y que de algún modo discutía con el primero, escrito en 1983, según se dice por Ernesto Sábato.
En esta línea puede leerse también el cierre del Instituto Manuel Dorrego, una de las primeras medidas del gobierno de Cambiemos. El decreto de disolución pone como causa: “No es función del Estado promover una visión única de la historia ni reivindicar corriente historiográfica alguna sino, por el contrario, generar las condiciones para el ejercicio libre e independiente de la investigación sobre el pasado”. El Instituto fue creado por Cristina en 2011 y tenía como objetivo “el estudio, la ponderación y la enseñanza de la vida y obra de las personalidades de nuestra historia y de la Historia iberoamericana que obligan a revisar el lugar y el sentido que les fuera adjudicado por la Historia oficial, escrita por los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX”.
Se habla y no se habla de historia en ambos decretos. Lo que está en juego, sobre todo, es la función de Estado. Para el macrismo, no le corresponde al Estado tomar partido en algún aspecto del pasado. De allí el ensañamiento con la figura de Zamba, el niño revisionista de Paka-Paka, que finalmente fue exiliado de la pantalla por Hernán Lombardi, uno de los mayores adalidades de la neutralidad estatal en términos de lo que a la historia se refiere. Para el kirchnerismo, el Estado debe elegir una línea de la historia que lo guíe y lo justifique. Siempre hay un antecedente sobre el que apoyar una gestión de gobierno y episodios para denostar. Dicho de otro modo, el pasado es parte del presente, no ha muerto. La pelea contra la Historia Oficial (no queda claro el sentido de la elección de las mayúsculas) se libra en el día a día y le cabe al Estado encabezarla. No es neutral, no puede ni debe serlo, parecería decirse en ese breve considerando cristinista.
El decreto de cierre del Dorrego presupone que hay instancias privadas donde existen historiadores investigando permanentemente el pasado y que la única función del Estado es garantizar que lo sigan haciendo en las mejores condiciones posibles. El problema es que, así dicho, se da por hecho que hay una verdad histórica, única e indiscutible, a la que se llegará, tarde o temprano, por la vía del esfuerzo y la dedicación. Algo que va más allá de lo que haga o deje de hacer el Estado con relación al estudio del pasado. En ese sentido, el macrismo atrasa en cuanto a cuáles son los debates y los enfoques actuales de la historiografía, que hace mucho tiempo que abandonó su pretensión de ser una ciencia exacta.
La visión de Cambiemos sigue postulando una versión positivista de la historia, un siglo después de que se la dejara de lado entre los estudiosos. Hay hechos que son solo eso. Lista de hechos, a eso se aspira a llegar, que el pasado quepa y quede retratado en una planilla Excel. El historiador estadounidense Hayden White escribió un libro destinado a la polémica. En Metahistoria sostuvo que no se podía distinguir a la narrativa histórica de la ficción. Que aun en una lista simple de hechos, el orden y la redacción de esos hechos implicaban un mecanismo ficcional, del que era imposible escaparse. La objetividad era un mito y no valía la pena seguir insistiendo en ella. Luego atemperaría esta afirmación, que colocaba a la historia al borde de su disolución como disciplina.
Estos son algunos de los debates en que están envueltos varios historiadores. Debates que eluden, por otra parte, los revisionistas que abastecen las listas de best-sellers y que han convertido la historia en una batalla moral y que pasa por encima de las épocas, como sucede con Felipe Pigna cuando caracteriza a Mariano Moreno como el primer desaparecido de la historia argentina, negando en este planteo la dimensión epocal del Terrorismo de Estado y sus estrategias. La analogía entre el cadáver de Moreno arrojado al mar y los vuelos de la muerte es absolutamente abusiva, y una estrategia muy cuestionable para sostener la idea de las invariantes en la historia nacional. Por su parte, el historiador Luciano de Privitello, encargado de una muestra sobre presidentes argentinos realizada en la Casa Rosada, sostiene: “Lo que trato de rescatar es la especificidad de los historiadores profesionales, con cánones científicos, una subjetividad constituida alrededor de una disciplina. Cuando los gobiernos no tienen esta pasión por el pasado (se refiere al apoyo del cristinismo al Instituto Manuel Dorrego), los historiadores estamos más tranquilos, tenemos que salir a discutir menos, podemos estar allí y hacer cosas sin que nos molesten mucho”. Daría para largo esta concepción de la pasión como obstáculo para hacer las cosas como corresponde.
Salvo aquel al que adjudicarle directa influencia sobre lo actual –el pasado kirchnerista-, todo pasado, desde la perspectiva del PRO, es irrelevante. Al punto que el proyecto Nueva Escuela Secundaria, elaborado por el Ministerio de Educación porteño, proponía la reducción de horas de enseñanza de la materia Historia en cuarto año y su directa eliminación en quinto. No se dieron muchos motivos para esta medida que finalmente no se llevó a la práctica. Hay uno que es claro, aunque no puede decirse: al macrismo no le interesa la historia porque descree de los motivos que se suelen aducir para enseñarla y frecuentarla. Si allí puede hallarse la gesta de la construcción de la identidad nacional, el tema no es central ni mucho menos. Si su estudio es la mejor manera de no repetir los errores del pasado, Cambiemos prefiere aprender sobre la marcha. En resumen, la historia no tiene lecciones para ofrecer, cualquier sea la vertiente a la que se adhiera.
El macrismo no tiene posición tomada sobre ningún aspecto o personaje de la historia. Acepta la idea del prócer incuestionable, de allí su defensa de Sarmiento contra los ataques de Zamba, de la irreversibilidad de los procesos históricos, por eso es inútil cuestionarlos, y cree que todo empieza a nacer el 10 de diciembre de 2015. Y, aunque suene un tanto sorprendente, hay pocas, muy pocas, alusiones en el discurso oficial a los ocho años de Macri al frente de la ciudad, ni lo nacional se plantea como una continuidad de lo municipal. No es porque se consideren todas las diferencias entre administrar una ciudad y gobernar un país, sino porque en definitiva esa continuidad es percibida como irrelevante.
La obsesión por perpetuarse en el presente, que es una utopía del poder, tiene una de sus expresiones en los nuevos billetes. La taruca es aquí y ahora, vive fuera del tiempo, allí en esa dimensión entre lo natural y lo perpetuo a que aspira ocupar Cambiemos.