La gente en la calle hace visible las miserias por las que pasa todos los días una buena cantidad de argentinos. Lo que falta es quien se haga cargo de esas historias en las que conviven el hambre, el temor y la tristeza. Una deuda de la política.

Bertolt Brecht decía que la vida de alguien tenía que ver con el lugar en el que se despertaba. Que si una persona se dormía en un cuarto miserable, su vida sería también miserable. Puede que a simple vista resulte un razonamiento un tanto mecánico, pero tiene el raro mérito de prescindir de abstracciones. Una cama miserable es la cara visible de eso que más teóricamente se llama explotación. Para decirlo de otro modo, es la explotación que sucede todos los días y que es visible para mucha gente, en especial para la que la sufre directamente.

John Berger en un libro memorable –Un séptimo hombre– postula una inesperada analogía. Compara a la vida de los migrantes con la forma en que transcurre un sueño: “En un sueño, el sujeto que sueña tiene deseos, actúa reacciona, habla y, sin embargo, se somete al discurrir de unos sucesos en los que él prácticamente no influye.”

La multitudinaria marcha de ayer significó poner en evidencia la miseria del mundo en el que una parte muy importante de la sociedad vive en estado de sueño -al punto que hasta TN, aun desde la malevolencia de rigor, se vio obligado a registrarla. No se trata de una pesadilla –aunque por momentos asuma sus rasgos- que suele ser un suceso único y del cual uno termina por despertarse. El desempleo, el hambre, el tener que mandar a los pibes a un comedero, temer quedarse sin laburo es parte del sueño permanente en el que están atrapados muchos argentinos, en circunstancias sobre las que no tienen la menor influencia. Al menos por ahora.

En la marcha se habló del ajuste más claramente en los gestos y en las caras que en los discursos, que con mayor o menor eficacia dijeron lo evidente y lo que se viene escuchando hace mucho tiempo. En algún caso, como en el discurso de Micheli, transmitían un hartazgo mayor al habitual. Pero por momentos esas palabras encontraban carnadura y hacían evidente la vida miserable. Más que nada por aquellos que las escuchaban.

Este es un gobierno que tiene toda su escucha sintonizada con la realidad de eso que se esconde detrás de la abstracción a la que se ha dado en llamar mercados. Los banqueros, los especuladores, los agroexportadores, las compañías energéticas, etc. Y, hay que decirlo, por ahora salir a la calle, protestar, es enfrentarse a una pared, la indiferencia oficial para la cual la vida miserable es, en todo caso, el daño colateral de algo que hay que hacer sí o sí si es que queremos que el mundo nos apruebe. (Al margen, también las aspiraciones se han devaluado. Antes se prometían lluvias de inversiones, ahora se mendiga un gestito de aprobación.)

Foto: Claudia Conteris

Esa decisión de no escuchar forma parte de lo esperable. Lo que sería más valioso es que ese sueño impotente llegara a ser conocido por más gente: Conocimiento no en el sentido de la información, los datos e incluso las historias de quienes viven en la miseria circulan por los medios. Las organizaciones sociales han logrado que la desesperación cotidiana no se transforme en violencia, pese a las provocaciones de los gendarmes y policías de Patricia Bullrich y la de los mercenarios a sueldo que tiran molotovs sin pie ni cabeza.

Hay un trabajo en ese sentido, un trabajo de contención que no saca del sueño pero lo hace más tolerable. Hay una búsqueda por visibilizar a gente que de tan habitual pasa desapercibida. Como los vendedores callejeros senegaleses que de pronto, Grabois mediante, entran a formar parte de la conversación.

Pero, para decirlo de alguna manera, socialmente esa vida miserable no ha alcanzado a ser percibida como intolerable. Hay una parte de la sociedad que se resigna a que las cosas sean así, y otra, no poco numerosa, que le parece bien esta situación por la que pasan sus compatriotas, un acto de justicia. Y, de repente, la gente en la calle mete una cuña entre estas dos actitudes. Pide otra cosa, sin saber del todo qué es. La marcha de ayer fue a cielo abierto y el paro de hoy es para pasarlo en casa. Tal vez hubiera sido mejor que se invirtieran los términos. Que del encierro se pasara a algo más visible. Los paros generales tienen algo de triste y de inevitablemente solitario. La calle es más vital, menos pacífica. Allí se puede aprender a influir sobre los sueños y apuntar a vidas menos miserables.

Estas notas fueron escritas teniendo en mente un cuadro de Antonio Berni, “Manifestación”. Se ve allí el rostro de los antepasados de quienes marcharon ayer. La diferencia entre esa pintura y la actitud esporádica de los medios de hacer que la gente cuente su desgracia para obtener unos “qué barbaridad” más de ráting, es que Berni contaba lo que veía, pasaba la realidad a través de él que también es una manera de compartirla. Esa gente aparecía en su mirada. No se precisa hoy que ellos se miren a sí mismos –viven de manera permanente en el sueño maldito de la pobreza- sino de quienes los cuenten. En eso la política está en deuda.