En el Congreso se empezaban a discutir la reforma laboral y la previsional. Afuera, en la Plaza, lejos de los discursos, transcurrían historias que compartían la sensación de que algo anda muy mal y que hay que frenarlo.
Aquel 12 de julio de 1930, el poeta Raúl González Tuñón era cronista de un diario que vendía 400.000 ejemplares por día. Crítica mandó al periodista a cubrir la caída de un tranvía al Riachuelo. Tuñón se acercó a los cuerpos sin vida de las 56 víctimas y escribió: “Uno de los cadáveres extraídos era el de un chiquilín como de 14 años de edad. Obrerito joven, la muerte lo sorprendió tiritando de frío en un rincón del tranvía…. Cuando levantaron ese cuerpecito liviano, llamó la atención lo abultado de uno de los bolsillos de su saco. Ese bulto resultó ser un sándwich. Un pan francés abierto en dos, llevando adentro una milanesa, seguramente sobra de la comida del día anterior… Ese sándwich, último sándwich de quién sabe cuántas jornadas de hambre, tuvo el prestigio de arrancar más de una lágrima”.
Tina vino a vender sándwiches de milanesa al Congreso. Estamos a unas dos cuadras del palco, no se oyen los discursos. La mujer tiene 64 años, llegó de La Matanza, donde tiene una pequeña verdulería. “Falta laburo”, dice, “el changarín no tiene trabajo, el empleado cuida el pesito, el que antes venía a comprar medio kilo de cebollas ahora lleva sólo una”. Explica que llegó a ofrecer vegetales de a pedacitos; gente que iba al local y se llevaba, sí, una tira de morrón. Asegura estar informada de la reforma laboral y los cambios en las jubilaciones. Y cuenta que “en las elecciones de 2015 yo les decía a las clientas lo que podía pasar si ganaba Macri, a una por una les decía… No entendieron”.
Aldo y Elena hacen malabares para cruzar Paraná. La multitud avanza por Avenida de Mayo y los autos llevan detenidos largo rato. Ella tiene los labios pintados de un rojo intenso y lleva bastón, él la abraza como uno quisiera que ser abrazado en ese momento de la vida en que comienzan las despedidas. Son jubilados, vienen de Córdoba, están de turistas. “¿Qué que opino de la marcha? Mire hijo, este gobierno no se debe abusar de la gente”, responde Aldo. “No la estamos pasando mal, pero en este país no estamos sólo nosotros, ¿no?”, agrega Elena. Hay dos que esta noche no conversarán del caos de tránsito; hay futuro.
Al lado de la calesita, frente a la sede de Madres de Plaza de Mayo, una señora graba a otra con el celular. La que hace el registro ubica a la entrevistada de frente al sol y de espaldas al palacio legislativo: es un encuadre profesional. “Vine a juntar testimonios”, explica Angélica, “después lo subo al Facebook que tenemos con unos compañeros, y así vamos contando la cosa”. Pienso que es la primera y única periodista con la que me crucé desde que llegué. Digo “periodista” como expresión de lo que indica la Real Academia Española: el que realiza un “tratamiento, escrito, oral, visual o gráfico, de la información en cualquiera de sus formas y variedades”. La prensa tradicional trajo a sus equipos y los ubicó, uniformes, frente al escenario. Grabarán sólo los discursos y recortarán luego lo que les sirva para sus intereses. Hay mucha gente abajo, pero la gente de abajo, se sabe, suele ser noticia únicamente cuando mata y –raramente- cuando muere.
La noticia, que es muchas cosas y a veces ninguna, está aquí en un precario fotomontaje como pancarta colgante. Mitad del rostro de Santiago Maldonado, mitad del rostro de Rafael Nahuel, unidos ambos sobre una leyenda que indica “Este Estado es responsable”. En la vereda hay remeras con la cara del artesano y frases como “Nunca más, ya dijimos” y “Justicia por él”. La manifestación lleva como banderas una decena de imágenes. Están –entre otras- las de Perón, Evita, Néstor y Cristina Kirchner, Germán Abdala, Carlos Fuentealba, Darío Santillán, Hugo y Pablo Moyano, Hugo Chávez, el Che Guevara y Carlos Mugica
Se escuchan bombos de esquina a esquina, jamás coinciden en el compás. Si la tarde tuviera un solo corazón, sus latidos serían de arritmia. No noto un fervor desmesurado, tampoco se respiran aires de victoria. Pero somos muchos. Muchos, sí, que estamos queriendo hacer algo pero sin saber bien qué o con quién. Un señor con camisa azul de manga larga y tórridos pantalones de corderoy luce un cartel escrito en el reverso de una caja de cartón. No se enterará nunca, pero yo anoto en mi libreta Norte esa consigna como mandamiento y para compartir: “Sin trabajo no hay paz”.