La utilización de las Fuerzas Armadas para la seguridad interior ha vuelto a la agenda de los países de América Latina con la declaración de “nuevas amenazas” que ha impulsado el gobierno de Estados Unidos desde finales de los 90 y, particularmente, durante el siglo XXI, tras haber dejado atrás –aparentemente– la Doctrina de Seguridad Nacional, desplegada durante las dictaduras de los 70 y 80.

Según estipula el Comando Sur de Estados Unidos, se debe fortalecer el control de fronteras, en el marco de la actual crisis migratoria; combatir en su lugar de origen las organizaciones delictivas transnacionales, como el narcotráfico, el terrorismo y la trata de personas; y reforzar la seguridad cibernética, entre otros puntos.

El Plan Colombia para la paz (1999) y la Iniciativa Mérida firmada en México (2008) son ejemplos exponenciales de la intensificación de la militarización de ambos países, a partir de acuerdos bilaterales de seguridad con el gobierno de Estados Unidos suscritos en el marco de la nueva doctrina.

Plan Colombia, un modelo.

Menos formales, el uso interno de las Fuerzas Armadas se ha desplegado en Honduras luego del golpe de Estado a Manuel Zelaya (2009), que tuvo como peor ejemplo el entrenamiento por parte de Fuerzas Armadas estadounidenses de los sicarios que asesinaron a la líder indígena y referente social Berta Cáceres. Honduras vivió desde entonces una espiral de violencia que lo llevó en 2013 a tener la tasa de homicidios más alta del mundo.

En Paraguay, los estados de excepción decretados por el gobierno de Fernando Lugo en distintos departamentos derivó en una militarización creciente del país tras su destitución, que concluyó con la modificación de la Ley de Defensa Nacional y Seguridad Interna por parte del gobierno de Horacio Cartes. En 2013, apenas asumido, el presidente Cartes habilitó a las Fuerzas Armadas para su uso interno tras la excusa de un cuádruple asesinato en una estancia del interior paraguayo, a la vez que estableció la creación de una Fuerza de Tareas Conjuntas, integrada por las Fuerzas Armadas, la Policía Nacional y la Secretaría Nacional Antidrogas.

Más reciente es el caso brasileño, en el que el presidente Michel Temer decretó en febrero del corriente la intervención militar de Río de Janeiro. Con el objetivo de combatir al crimen organizado –en el marco de una crisis securitaria en la que la tasa de homicidios equiparó a Brasil con un país en guerra–, el decreto luego refrendado por el Congreso designó al general del Ejército, Walter Braga Netto, a cargo de la seguridad de todo el Estado. Si bien la participación del Ejército en diversos operativos se lleva a cabo desde hace casi una década, la escalada militarista dispuesta por Temer es la primera intervención de este tipo desde la dictadura finalizada en 1988. Apenas un mes más tarde del decreto, el asesinato de la concejala de Río de Janeiro, Marielle Franco –quien venía denunciando los abusos a los derechos humanos en las favelas de Río por parte de la Policía–, promovió fuertes críticas al militarismo, en tanto que se sospecha que su asesinato fue perpetrado por milicias paramilitares y han sido detenidos un expolicía y un bombero.

La semana pasada, el presidente de Argentina, Mauricio Macri, anunció la intención de utilizar a las Fuerzas Armadas en la seguridad interior mediante la emisión de un decreto, para la persecución de delitos como el narcotráfico o el terrorismo. El gobierno argentino pretende sumarse así a la doctrina de las “nuevas amenazas”, siendo uno de los países que más taxativamente delimitó en su legislación la participación de las Fuerzas Armadas en la seguridad interior, tras la última dictadura (1976-1983).

Con el objetivo de profundizar el debate abierto sobre la participación de las Fuerzas Armadas en la seguridad interior, este medio entrevistó a Sofía De Robina, del Área de Internacionales del Centro Prodh Miguel Agustín Pro Juárez de México. Desde la declaración de “Guerra al Narco” decretada por el presidente Felipe Calderón en 2006, México llevó a cabo una profunda militarización de su territorio, volviendo a la experiencia mexicana un caso paradigmático del uso interno de las Fuerzas Armadas. Por su parte, el Centro Prodh es uno de los organismos de derechos humanos más importantes del país, habiendo tenido una participación destacada en la investigación del caso Ayotzinapa, en el que agentes estatales en complicidad con el narcotráfico desaparecieron a 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa en septiembre de 2014.

 –¿Cómo se vive hoy en día la actuación de las Fuerzas Armadas en materia de seguridad interior en el país?

–Nosotros y varias organizaciones hemos hecho un seguimiento a la reciente aprobación de una Ley de Seguridad Interior, en la que básicamente se perpetúa un modelo de seguridad militarizado. Ahora vemos con mucha preocupación lo que está sucediendo en la Argentina con Mauricio Macri. Por un lado, porque parece contrario a la historia de la propia Argentina y de la dictadura militar, donde ustedes han sufrido las consecuencias de darles mayores facultades a los militares, facultades que no les corresponden. También lo vemos con preocupación por la experiencia que hemos vivido en México, donde ya no es una ocurrencia sino que ha quedado completamente evidenciado que el uso de las Fuerzas Armadas en materia de seguridad pública, que les corresponden a las autoridades civiles, no sólo no es efectiva y no ha ayudado a enfrentar la problemática del crimen organizado sino que, por el contrario, ha aumentado la violencia y ha generado mayores violaciones a los derechos humanos.

En el caso particular de México, aunque la presencia de militares ha tenido varios momentos históricamente en diferentes Estados, en 2006 fue cuando comenzó una estrategia dicha como frontal de utilizar al Ejército, a las Fuerzas Armadas, de sacarlas de sus cuarteles, para sacarlas a las calles y llevarlas a los Estados, en lo que se llamó “la guerra contra el narcotráfico”. Esa estrategia de militarización continúa con Enrique Peña Nieto. En estos 12 años, hemos observado que la violencia no sólo no disminuyó, sino que se triplicó. En el 2006 teníamos, aproximadamente, ocho homicidios por cada 100 mil habitantes y actualmente tenemos más de 24 homicidios por cada 100 mil habitantes. El año 2017 ha sido el año más violento en los últimos 20 años de la historia de México, y vivimos múltiples violaciones a los derechos humanos. Es decir, no solamente tiene que ver con una narrativa que quisieron imponer que se estaba peleando solamente contra el crimen organizado. Mientras llevaban esa tarea, con un uso desproporcionado de la fuerza, aun en casos en los que se suponían que eran elementos del crimen organizado, no se usaba la fuerza para detener a esas personas y enjuiciarlos. Por el contrario, lo que se hacía era ejecutarlas de forma inmediata. Esto a la par de unas graves violaciones a los derechos humanos: tortura, desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales. Actualmente, tenemos más de 33 mil desaparecidos y la cifra ha aumentado con la presencia de las Fuerzas Armadas.

Lo que vimos, además, es que este modelo de seguridad ha ido de la mano con todo un proceso en donde se ha dejado de lado a la Policía. No se han preocupado por fortalecer a los elementos de la Policía Civil, que son quienes deberían estar al mando y actuando. Tampoco se han preocupado por fortalecer las instituciones encargadas de la justicia para que se puedan hacer investigaciones que realmente atiendan la problemática del crimen organizado a partir, por ejemplo, de las redes económicas que hay detrás. Tampoco se ha visto un ataque a las raíces. Lo que vemos es un enfoque que deja de lado los derechos humanos y que prioriza el uso de la fuerza y de los militares en varias regiones del país, incluyendo la frontera, pero también en varios Estados.

Vemos con preocupación que estas sigan siendo las estrategias que usan los Estados porque, además, son contrarias a todos los estándares internacionales de derechos humanos, a todas las recomendaciones que han hecho los organismos que han sido muy claras, justamente, en establecer la división que debería existir entre tareas de seguridad pública, que únicamente le corresponden a la autoridad civil, y las tareas de seguridad nacional, que son las que les corresponden a las Fuerzas Armadas. Ya hay múltiples elementos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y relatores de la ONU que han señalado con preocupación que se utilicen a los militares para estas tareas. Sin embargo, vemos que sigue siendo una política que en el caso de México se concretó con la Ley de Seguridad Interior y que ahora en Argentina parece seguir el mismo camino.

–¿Cuáles eran las contenciones legales que tenía México antes de que se establezca el uso de las Fuerzas Armadas para acciones de seguridad interior?

–El uso de las Fuerzas Armadas no estaba sujeto a una reglamentación, al contario, estaban como de manera activa y de manera incluso violatoria a la propia Constitución. El caso de México establece que las materias de seguridad pública le corresponden a la autoridad civil. Entonces, el uso de los militares en las calles está siendo violatorio de la Constitución. Esta Ley de Seguridad Interior lo que hace es normalizar la presencia de las Fuerzas Armadas, brindarles un marco jurídico para que puedan seguir realizando esas tareas y perpetuar ese modelo de seguridad, en vez de priorizar otro modelo a través de un programa programático de las Fuerzas Armadas y el fortalecimiento de las fuerzas civiles. Lo preocupante es la ausencia de controles ante este accionar de las Fuerzas Armadas. En el caso anterior, al no haber legislación, no había controles adecuados y las Fuerzas Armadas se han caracterizado por la opacidad y la falta de rendición de cuentas. En el caso de México, las Fuerzas Armadas hace algunos años dejaron de registrar el número de personas fallecidas en los enfrentamientos en los que participaban porque decían que eso no era su responsabilidad. Mientras tanto, aumentaba el número de fatalidad, es decir, en un enfrentamiento, se supone que el número de heridos debe ser mayor al número de ejecutados porque no se está yendo a una guerra. Nosotros hemos visto que en los casos de la participación de las Fuerzas Armadas ocurre lo contrario: es mucho mayor la cantidad de muertes en enfrentamientos en donde participan las Fuerzas Armadas que de heridos. Sin embargo, las Fuerzas Armadas ya no registran esta información; suelen buscar cómo evadir la Justicia. Se ha avanzado mucho, por ejemplo, en las reformas del Código Militar para que los abusos cometidos por militares sean juzgados en juicios civiles, pero ha sido una tarea muy larga de enfrentar la opacidad y la impunidad en la que suelen operar las Fuerzas Armadas. Con la nueva legislación, lejos de establecer controles que nos permitan supervisar adecuadamente a través de entidades civiles el accionar de las Fuerzas Armadas, documentar, tener registros y, en casos de que se cometan violaciones, que puedan rendir cuentas, sucede exactamente lo contrario. Mucha de la información relacionada con operativos donde participan las Fuerzas Armadas se considera como clasificada; se permite ocultar información, incluso, a las comisiones estatales de derechos humanos; se le permite al Ejército tener el área de inteligencia, y también lo excluye de procesos de responsabilidad administrativa. Es decir, las Fuerzas Armadas se han caracterizado por este actuar de manera impune. En el caso de México, la nueva Ley de Seguridad Interior, al no tener estos controles, permite que las Fuerzas Armadas sigan operando como lo han hecho hasta ahora y que no rindan cuentas por sus actuaciones. Estamos ante una estrategia totalmente fallida que no atiende la problemática de raíz y que lo único que está generando es que sigan creciendo las violaciones y que no tengamos, por parte de la sociedad, instrumentos sólidos para hacer frente a estos eventos.

–¿Cuáles fueron las consecuencias del Plan Mérida que estaba destinado a combatir a los grupos narcotraficantes?

Los 43, un caso emblemático.

En relación al Plan Mérida, Estados Unidos siempre ha dado dinero para la lucha contra el crimen organizado, en particular para las Fuerzas Armadas. Desde las organizaciones civiles hemos insistido en que, cuando se dan estos apoyos, tienen que estar siempre sujetos a controles mucho más estrictos y siempre deben garantizar que en su seguimiento y aplicación no se estén violando derechos humanos, como efectivamente ocurre. Creemos que Estados Unidos tiene una responsabilidad no solamente por el flujo de armas de su frontera, que es muy importante, sino también por la entrega de dinero para financiar al Ejército sin tener la supervisión adecuada. Gracias al trabajo que han hecho organizaciones de la sociedad civil, donde constantemente se intentan documentar las consecuencias que tiene la presencia militar, ya van dos años en los que se limita la cantidad de dinero que se otorga por el Plan Mérida, justamente por las reservas que hay porque no se cumplieron las medidas de protección a los derechos humanos. Específicamente, lo que se señala en estas dos ocasiones son los casos de Ayotzinapa donde desaparecieron 43 estudiantes y de Tlatlaya, una ejecución arbitraria en manos de las Fuerzas Armadas en donde supuestamente se enfrentaron a unos elementos del crimen organizado pero que después se supo que llegaron, incluso, a dispararles a las personas con tiros de gracia. Son dos casos representativos de cómo las Fuerzas Armadas han operado y de cómo no han rendido cuentas. Ya van a hacer cuatro años de ese caso y las Fuerzas Armadas siguen sin ser procesadas; actualmente, están libres los agentes que dispararon los tiros de gracia. Creemos que estos casos son muy importantes de documentar de parte de la sociedad civil porque son los que pueden hacer que esa narrativa, donde se usa al Ejército como el héroe que está atacando al villano que es el crimen organizado. En realidad no es verdad, y lo que está de fondo es una estrategia de seguridad que ha ampliado sin discreción la actividad de estos elementos.

–¿Cuál es la actualidad de los grupos narcotraficantes hoy en día? ¿Han visto disminuir su poder tras el comienzo de la Guerra contra las Drogas?

Cuando decimos que la estrategia de seguridad que se ha centralizado en la militarización ha sido fallida, es porque no vemos que esté teniendo resultados positivos en términos de atacar al crimen organizado y disminuir su fuerza. Seguimos viendo una presencia muy grande del crimen organizado. Esto es una realidad en muchos Estados; se ha generado una ola de violencia: donde hay presencia de militares, el número de homicidios dolosos ha aumentado en un 10%. Se ha creado una ola de violencia donde la propia sociedad civil ha sido afectada y el crimen organizado, lejos de debilitarse, lo más que sucede es que se fractura en otras distintas células pero sigue teniendo una fuerza y un control territorial importante. Hay muchos Estados en donde siguen teniendo que trasladarse familias enteras por la presencia del crimen organizado, por la desprotección de las autoridades.

Lo que también vemos en los últimos años es que la narrativa entre los buenos, que son las autoridades, y los malos, que es el crimen organizado, no es tan así. Lo que vemos es que hay un fenómeno que nosotros llamamos “macrocriminalidad”, en donde las autoridades están involucradas en muchos casos y están siendo cooptadas por el crimen organizado, y donde no es tan fácil hacer esa separación. Hay muchos casos: Ayotzinapa es un caso muy paradigmático, en cómo las autoridades estaban perfectamente involucradas con el crimen organizado. En el Estado de Guerrero, el Ejército tiene una historia de relación con el narcotráfico muy fuerte, de control territorial y de control del flujo de la droga, en este caso particular de heroína. No es tan cierto que esté siendo atacado el crimen organizado cuando estamos viendo que las autoridades le están permitiendo actuar, y en muchos casos las autoridades están completamente inmiscuidas en estas actividades. Sin controles adecuados y sin tener rendición de cuentas claras, mucho me temo que seguiremos viendo cómo crecen las cifras, sin que haya una rendición de cuentas claras y sin que, por el otro lado, el crimen organizado esté siendo debilitado.

Creemos que lo que está de fondo es un modelo de seguridad en donde lo que creemos que debería suceder, lo que debería ponerse sobre la mesa es, por un lado, el retiro de las Fuerzas Armadas para tareas de seguridad. Un retiro programático, entendiendo que hay muchos Estados en donde no pueden retirarse inmediatamente por las condiciones de seguridad que hay en ciertas zonas. Por eso creemos que debería ser programático, pero de la mano de una serie de otros elementos estructurales como el fortalecimiento de las Policías, como el control de la corrupción dentro de la Policía para controlar que no sean parte del crimen organizado. También, con una estrategia distinta en relación a las drogas. Ahora se comienza a hablar de la posible despenalización como un tema de salud mucho más fuerte y que también atienda los problemas económicos de las familias que hacen que se unan al crimen organizado. Una serie de factores estructurales, que son las raíces de los problemas, que en realidad no están siendo atendidas.

–El electo presidente, Andrés Manuel López Obrador, prometió hacer una serie de reformas estructurales para llevar adelante. En el tema securitario, se habló de fusionar las Fuerzas Armadas en una única Guardia Nacional. ¿Cómo analizan esta medida?

–La esperanza que tenemos es que haya un cambio de paradigma por completo a lo que ha venido ocurriendo en estos últimos años. En muchos de los temas, la sociedad votó por un cambio donde se debería dar un cambio de timón en diversos temas y uno de los principales es el de seguridad. La estrategia anunciada no es la que la sociedad civil y diferentes organizaciones queremos. También es cierto que el nuevo gobierno ha estado dispuesto a tener mucho más diálogo. En estos últimos meses, se han dado una serie de foros sobre seguridad y paz en donde se consultará a diferentes actores en los Estados y donde se buscará obtener más información para tener un diagnóstico mucho más profundo de la situación y, a partir de ahí, tomar decisiones. Mientras esté abierta la posibilidad del diálogo, será posible poner sobre la mesa nuevas estrategias que, esperemos, sean encabezadas por el nuevo gobierno. Crear una gran Guardia Nacional no resolvería el problema pero sí hay claridad en que cada vez más se tiene que separar el papel que tienen las Fuerzas Armadas en la seguridad pública, y parece ser que en cierta manera así lo observan. Pero habrá que ver cómo se terminan de concretar estos planes y estas estrategias, y nosotros seguiremos trabajando para que efectivamente lleguen a buen puerto.