Hace tiempo que los metrodelegados vienen peleando la representación de los trabajadores del subte, pero al gobierno le conviene más negociar con la UTA que aceptó el 15% de aumento sin chistar. Y en vez de discutir con los huelguistas, sacaron los palos y los uniformes y cerraron el tema. Por ahora. Mientras tanto, sigue habiendo sindicalistas presos.
Angel ve venir el carro hidrante por la esquina de California y Montes de Oca. Su papá sigue detenido en la comisaría 30 y Segovia Jr., remera negra con el “Metrodelegados” y una estrella roja estampados en el pecho, arriesga: “Si hubiesen podido meter el hidrante en el túnel, nos hubieran tirado con eso también”. Son las tres de la tarde. Néstor Segovia sigue dentro de un vehículo de traslado de la Policía de la Ciudad; “lo tienen juntado orín desde que llegó, al mediodía”, precisa un trabajador de Metrovías. Todos tosemos un poco. Compartimos la vigilia por los siete delegados presos y el ardor en los ojos y los pulmones por el sifón –basta de llamarle gas- pimienta que la Infantería acaba de descargar entre militantes, gremialistas, abogados y periodistas. Es increíble la soltura con que Ios muchachos de azul reparten golpes de escudo y de tonfas como quien da la comunión.
Ariel, al igual que yo y que todos, se recupera. Un poco gordo, alto, barba como de algodón, sería un buen Papá Noel si se lo propusiera. Pero se propuso otra cosa: ser delegado de sus compañeros, y por eso estuvo esta mañana en la estación Las Heras de la línea H. “A Manolito le pegaron de todos lados, será porque es el más chiquito”, cuenta. Y lo del tamaño es solo físico, porque enseguida agrega que “es boletero, fue secretario general nuestro en la clandestinidad y es ayudante de cátedra en la UBA”. La clandestinidad era esos tiempos en que –como ahora, tal vez como siempre- los metrodelegados le peleaban a la Unión Tranviarios Automotor (UTA) una representación que la Justicia les acaba de cuestionar, aunque los números digan otra cosa. “Tenemos 3.500 afiliados, ellos apenas 400”, repite Ariel.
“Esto es una pelea entre Macri y Larreta”, me confía otro delegado, de buzo gris con dos cintas refractarias en el pecho. “Vino Hebe”, señala, y cuando ve a la Madre de Plaza de Mayo llegar se demora un poco la explicación. Cuando pasa esa mujer, no pasa en vano, pienso. El trabajador prosigue: “El pelado nos puede tirar un 5, un 10 por ciento más que el gato, guita tiene”. El problema, describe, es que “si tenemos mejores paritarias que la UTA se le pudre a Macri, que ya cerró con ellos el 15”. En tono didáctico, concluye: “Y si Macri pierde a la UTA, el próximo paro general le estalla en las manos”.
Se acercan más compañeros. Vienen de visitar a los otros detenidos, cerca de allí. Se atropellan para hablar, indignados por lo que se dice del conflicto. “Nos corren con que no representamos a nadie, y mirá si representaremos gente, que paramos las seis líneas en media hora”, me tira uno. Otro: “lo del personal jerárquico manejando una formación es mentira y está prohibido, el carnet se lo da cualquiera, sí, pero hace años que no se suben a un tren ni se actualizan con las nuevas máquinas y con el cambio en la señalización”. El tercero: “Nos puteaban porque hacíamos paro; levantamos los molinetes para no joder a la gente y la empresa nos suspende por eso”.
Hasta el momento de la represión, las medidas de fuerza permitían a los pasajeros viajar gratis de 7 a 12. Pero después la idea fue extender la protesta a todo el día. “Se apuraron a fajarnos, el paro total lo provocaron ellos”, me dice Ariel. Por los medios (los de siempre, para qué aclarar) ya empezó la ronda de los que mi viejo alguna vez llamó “ganapanes”. Tiran con la cantinela de los ciudadanos de rehén, con el fallo de la Corte que le quitó la personería a los metrodelegados, con la necesidad de volver al diálogo.
Cerca de la estación Alberti vivía mi viejo. Y en Loria, mi abuelo. Sobre Bartolomé Mitre había un mini cine de la vieja Subterráneos de Buenos Aires, donde Don Miguel me llevaba a ver Cupido Motorizado y la última de Adriano Celentano. Siempre en el primer vagón, yo parado arriba de los bancos de madera, íbamos tanto a la cancha de Ferro como al corso de la Avenida de Mayo. Ríanse ustedes si quieren, pero ese tiempo era mi paraíso. Algo así como la patria del 14 bis que alguna vez conocieron los laburantes, esos que, de tan contrarios al FMI, al ajuste y a otras modernidades de la República, todavía hoy insisten con nostalgias tales como la organización gremial, el derecho a la huelga, el derecho al trabajo.