A 51 años de la intervención de la Universidad de Buenos Aires y el despiadado ataque de la policía a autoridades, docentes y alumnos que obligó al exilio a los más brillantes científicos argentinos, el macrismo intenta abrir una nueva era de oscurantismo.

Como si fueran los primeros compases de una larga sinfonía del terror, las tropas de la guardia de infantería de la Policía Federal al mando del general Mario Fonseca se desgranan por los alrededores de la histórica Manzana de las Luces, por entonces sede de la Facultad de Ciencias Exactas. Hace rato que cayó la noche del viernes 29 de julio de 1966, pero la facultad hierve por dentro, donde el decano convocó una reunión urgente de graduados, docentes y alumnos para tomar posición sobre la intervención de la Universidad decretada ese mismo día por la dictadura.

Hace exactamente un mes y un día que el general cursillista Juan Carlos Onganía se calzó la banda presidencial que los votos habían otorgado al radical Arturo Illia. Piensa quedarse veinte años en el poder. Para su concepción facho-católica del país y del mundo, las universidades son cuevas de ratas marxistas, judías y anticlericales que buscan subvertir el orden sagrado de las cosas. Él las quiere volver a ordenar como dios manda.

Por eso, la tarde del 29 de julio promulga el decreto ley 16.912 que determina la intervención de las universidades, prohíbe la actividad política en las facultades y anula el gobierno tripartito, integrado por graduados, docentes y alumnos. Para seguir en sus cargos, los rectores deben transformarse en interventores a las órdenes del Ministerio de Educación. Acostumbrado a los emplazamientos militares, Onganía les da 48 horas para decidirlo.

La UBA, que el mismo día del golpe había dado a conocer un comunicado de repudio firmado por el rector Hilario Fernández Long, resiste. Y ese viernes 29, autoridades, docentes y estudiantes confluyen en las sedes de las facultades de Ciencias Exactas, Filosofía y Letras, Medicina, Arquitectura e Ingeniería para decidir medidas de resistencia al decreto que viola la autonomía.

Las tropas del general Fonseca van hacia esos mismos lugares, pero la “Operación Escarmiento”, como la bautizó, tiene su epicentro en la Manzana de las Luces.

La foto pasa a la historia: los ocupantes de la facultad son obligados a salir a través de dos hileras de policías que, armados con bastones, los golpean con saña. Hay más de cuatrocientos detenidos. “La historia de los palazos que nos hicieron pasar entre una doble fila de policías ya la conocen todos, pero es curioso, porque a uno le quedan ciertos detalles sin importancia. Por ejemplo, recuerdo que yo usaba sombrero y lo tenía puesto, así que cuando pegaron los palos, el sombrero atenuó los golpes, que no me parecieron gran cosa, pero después, en la comisaría, pasé frente a un espejo donde me vi la cara ensangrentada. Y me lavé, porque me daba vergüenza estar en esa situación. La verdad es que fue verdaderamente notable con tantos palos que dieron que no hubieran matado gente, porque pegaban bien, pegaban con habilidad”, recordará muchos años después el matemático Manuel Sadosky, vicedecano de la Facultad.

Final de juego

El resultado fue el esperado por Onganía. Todos los decanos y vicedecanos renunciaron, y a ellos se sumaron unos 1.400 docentes. En los meses siguientes, más de trescientos científicos dejaron el país.

A fuerza de garrotazos, la dictadura de Onganía puso fin a un proyecto de universidad de excelencia –por cierto que con características marcadamente cientificistas– que era vanguardia de formación e investigación en el continente.

Los bastonazos de aquella noche marcaron en otro sentido la historia de las universidades argentinas. Muy pronto, la dictadura de Onganía encontraría en ellas un foco de resistencia que, con el tiempo, confluiría con otros sectores de la sociedad que enfrentaban a la denominada Revolución Argentina. Esa confluencia se terminó de materializar en las jornadas del Cordobazo, cuando las columnas de obreros y estudiantes se amalgamaron en la toma de la ciudad. Por primera vez en la historia de las luchas sociales de la Argentina se escuchó una consigna hasta entonces impensada: “Obreros y estudiantes, juntos y adelante”.

Al calor de esas experiencias de lucha antidictatorial se empezó a gestar un nuevo proyecto de universidad, ligada a los intereses nacionales y populares, que encontraría un efímero intento de puesta en marcha durante la primavera camporista y los primeros meses del tercer gobierno de Perón.

Pero entonces, los bastones de la represión del onganiato fueron reemplazados por las balas y las bombas de terrorismo estatal. En septiembre de 1974, un atentado con explosivos contra la casa del rector de la UBA, Raúl Laguzzi, terminó con la muerte de su hijo de menos de un año. Ese mismo mes, el filósofo Silvio Frondizi fue secuestrado y asesinado por la AAA.

En La Plata, las patotas de la banda paraestatal de la Concentración Nacional Universitaria comenzaron una cadena de secuestros y asesinatos de docentes, estudiantes y trabajadores universitarios, entre ellos los del secretario de supervisión Administrativa de la Universidad, Rodolfo Achem, y del director de Planificación, Carlos Miguel, perpetrados en noviembre. Paralelamente, el ministro de Educación de Isabel Perón, el fascista Oscar Ivanissevich, volvió a intervenir las universidades. En los meses siguientes, los muertos se contarían por decenas.

La dictadura cívico militar iniciada el 24 de marzo de 1976 no tuvo más que continuar y multiplicar el trabajo iniciado por el terrorismo de Estado peronista. En los años siguientes, los estudiantes, docentes y no docentes universitarios desaparecidos y asesinados sumarían miles. Las universidades argentinas perderían a sus mejores hombres y mujeres.

El neoliberalismo de los ’90 terminaría –sin necesidad de armas– la obra de destrucción obligando a centenares de científicos de todas las ramas a irse del país para seguir investigando.

La noche de los bastones largos, de la que hoy se cumplen 51 años, fue el preludio de una obra destructiva que se desarrolló casi sin interrupciones durante más de tres décadas. Entre 2003 y 2015, los sucesivos gobiernos kirchneristas intentaron –y en alguna medida lograron – revertir las consecuencias de aquel proceso de destrucción iniciado el 29 de julio de 1966.

Hoy, la restauración conservadora que encarna el gobierno de Cambiemos –donde, no hay que olvidarlo, participan dirigentes de la UCR, el partido de la Reforma Universitaria – enarbola otros bastones largos (materializados en el desfinanciamiento y las políticas educativas y científicas más retrógradas) para volver a hundir a las universidades en la noche de su pasado más oscuro.