La infiltración de marchas, la invención de enemigos internos, la provocación de disturbios por parte de los servicios de inteligencia y de las fuerzas de seguridad son eslabones de una cadena que busca justificar ante la opinión pública una espiral de violencia estatal. (Foto de portada: Sol Guerrero).

En El americano impasible (The quiet american, 1955) Graham Greene narra la historia de un dislocado triángulo amoroso entre un corresponsal de prensa británico, Thomas Fowler, una joven vietnamita llamada Fuong, y Alden Pyle, un joven y en apariencia ingenuo funcionario de la embajada norteamericana en Saigón. La trama se desarrolla a mediados la década de los ’50, en el marco de la guerra de resistencia contra la ocupación francesa en Indochina, y le sirve de disparador a Greene para relatar en segundo plano el accionar de los primeros “asesores” norteamericanos en la región  como parte de la estrategia de los Estados Unidos para ocupar la posición hegemónica que pronto dejaría vacante la antigua potencia colonial tras la derrota de Dien Bien Phu.

Una mañana, Fowler entra en el café “Pavillón”, frente a la Plaza Garnier. Sabe que Fuong, que lo ha dejado por Pyle por la simple razón de que éste le ha prometido matrimonio, está del otro lado de la plaza, en un bar lácteo donde todas las mañanas va a tomar una chocolatada. Fowler también sabe que son poco más de las 11.25 porque acaba de escuchárselo decir a una norteamericana que conversa con otra en una mesa cercana. Greene relata la conversación:

Michael Caine, Brendan Fraser y Do Thi Hai Yen en “El americano impasible”.

-Será mejor que nos vayamos –dijo (una de ellas) -, para mayor seguridad.

-Warren dijo que no debemos quedarnos ni un minuto después de las once y veinticinco.

-Ya son las once y veinticinco pasadas.

-Sería muy interesante quedarnos. No sé realmente de qué se trata. ¿Y tú?

-No muy exactamente, pero Warren dijo que era mejor que no nos quedáramos.

Las norteamericanas se fueron y Fowler se quedó en el bar casi vacío, donde sólo permanecía “una francesa de aspecto pobre, que en esos momentos se repasaba cuidadosa e inútilmente el maquillaje de la cara”. Entonces, afuera, se produjo la explosión. Apenas se recupera del aturdimiento, Fowler piensa en Fuong, a quien supone del otro lado de la plaza, y sale desesperado a buscarla. Vale la pena, a riesgo de citar extensamente, seguir el relato que Greene pone en la primera persona del corresponsal británico (la mala traducción pertenece a J. R. Wilcock y, lamentablemente, es la única que el cronista tiene a mano):

Me disponía a cruzar la plaza cuando un policía me detuvo. Había formado un cordón alrededor de la acera, para impedir que la multitud aumentara, y ya empezaban a aparecer camillas. Imploré al policía:

-Déjeme cruzar. Tengo una amiga…

Atrás –dijo -. Todo el mundo tiene amigos aquí.

Se apartó para dejar paso a un cura, y yo traté de seguirlo, pero el policía me empujó atrás, no dejándome dar un paso. Le dije:

-Soy periodista.

Busqué en vano la billetera donde guardaba mi carnet, pero no pude encontrarla. ¿Habría salido de casa sin ella? Dije:

-Por lo menos dígame qué pasó en el bar lácteo.

El humo empezaba a disiparse, y yo trataba de ver, pero la multitud intermedia era demasiado grande. El hombre dijo algo que no pude oír.

-¿Qué dijo?

Repitió:

-No sé. Atrás. Deje pasar las camillas.

¿Habría perdido la billetera en el “Pavillón”? Me volví para buscarla y allí estaba Pyle. Exclamó:

-¡Thomas!

-Pyle –le dije -, ¡por amor de Dios!, ¿trajiste tu pase diplomático? Tenemos que pasar al otro lado. Fuong está en el bar lácteo.

-No, no – dijo él.

-Está Pyle. Siempre va, a esta hora. A las once y media. Tenemos que encontrarla.

-No está, Thomas.

-¿Cómo lo sabes? ¿Tienes el pase?

-Le avisé que no fuera.

Me volví hacia el policía, con la intención de apartarlo a la fuerza y lanzarme de una carrera al otro lado de la plaza; tal vez me disparara un tiro, pero no me importaba… De pronto, la palabra “avisar” penetró hasta mi conciencia. Aferré a Pyle por el brazo.

-¿Le avisaste? –pregunté -. ¿Qué quieres decir con eso de avisarle?

-Le dije que no viniera por aquí esta mañana.

Poco a poco el rompecabezas se ordenaba en mi mente.

-¿Y Warren? –inquirí -. ¿Quién es Warren? También él avisó a las muchachas.

-No comprendo.

-Seguramente no habrá ningún herido norteamericano, ¿no es cierto?

De manera magistral, Greene muestra como de pronto al opiómano Fowler le caen todas las fichas juntas y descubre que su rival amoroso no es ningún segundón agregado de la Embajada sino un agente de la CIA y que el atentado con explosivos, que pronto la prensa local adjudicará al Viet Minh, ha sido planificado por los norteamericanos con un doble objetivo: sembrar el terror entre la población y criminalizar a la resistencia vietnamita, culpándola de un hecho que no ha cometido.

Atentado en Saigón (Foto: Horst Faas).

Con otros colores

Lo que Greene relata se llama “atentado de falsa bandera” y no ocurre exclusivamente en las novelas. Todo lo contrario: el autor de The quiet american montó su trama ficcional sobre las ruinas de un hecho real. Si se repasa la historia se los encuentra una y otra vez, antes y después de Vietnam. Ocurrían en la Edad Media y también ahora. Con el correr de los años, han alcanzado altos niveles de sofisticación, que incluyen hasta la creación de fuerzas irregulares que cuando parecen estar disparando para un lado en realidad están tirando para (los intereses del) otro. Y las víctimas, claro, se cuentan como inevitables daños colaterales.

Infiltrados cerca de Plaza de Mayo.

En la Argentina de hoy las operaciones de falsa bandera todavía vuelan bajo, a nivel de cabotaje, pero no por eso dejan de tener eficacia, sostenidas por las operaciones de prensa montadas desde los medios hegemónicos.

Los incidentes “provocados” por un grupo de falsos manifestantes encapuchados que “atacó” con piedras en los alrededores de la Plaza de Mayo después de la pacífica marcha por la aparición con vida de Santiago Maldonado del 1° de septiembre. Algunos videos tomados por transeúntes sorprendidos en medio del alboroto – pero que escaparon “inexplicablemente” al ojo de las cámaras de los grandes medios – mostraron a los revoltosos causando desmanes, diseminados alrededor de una insólita bandera negra, al insólito grito de “¡Uno! ¡Uno!”. Por si fuera necesario, vale la pena traducir: el grito de “¡Uno! ¡Uno!” fungió de santo y seña para la policía, el aviso de “somos nosotros, compañeros. Déjennos terminar nuestra parte y rajar, así ustedes pueden empezar a detener giles”. Las pruebas sobre la mesa: ninguno de los detenidos por la policía metropolitana – que tuvo infiltrados de civil dentro de la marcha, lo cual es ilegal, por si hace falta aclararlo – formaba parte del grupo de “peligrosos encapuchados”. Era gente que andaba por ahí, o ni siquiera por ahí, como el pobre diablo detenido cuando salía de una pizzería, más de una hora después de los hechos, a más de diez cuadras de la plaza.

Opereta en El Bolsón (Foto: Sol Guerrero).

De la misma estofa fue la opereta en El Bolsón, con infiltrados en las marchas por el reclamo de la aparición con vida de Santiago Maldonado. Una secuencia de fotos tomadas por Sol Guerrero el 1° de septiembre muestra a un “manifestante” pintando con aerosol una pared del Escuadrón 35 de Gendarmería mientras un grupo de gendarmes fuertemente armados lo contempla a una distancia de pocos metros, protegido por una nube de escudos.

El relato de la fotógrafa, reproducido por Página/12, es revelador: “La foto aparece en medio de una secuencia. En una se ve al pibe haciendo lo que se le canta porque apenas saltó la tranquera de Gendarmería podrían haberlo agarrado: había un montón de gendarmes. El pibe llegó con otros tres, se acoplaron a la marcha más tarde. No estaban en la marcha. Él es el primero que invade la zona del destacamento y luego aparecen otros compañeros, algunos nuestros, envalentonados con la situación. Pero en ese momento, empieza a gritarles a los nuestros que vuelvan. Y al mismo tiempo les gritan a los otros que empezaron a tirar bombas molotov. Les gritaban ¡infiltrados! También a ese pibe que pasa la tranquera y se pone a pintar.”

En uno y otro caso – que parecen casi calcados – la intencionalidad es clara: provocar incidentes que, por un lado permitan criminalizar las protestas y, por el otro, desvíen la atención de la opinión pública de lo que el gobierno no quiere hacerse cargo: su responsabilidad en la desaparición forzada de Santiago Maldonado, secuestrado por la Gendarmería durante la irrupción ilegal del 1° de agosto en la Pu Lof en Resistencia de Cushamen. Finalmente, se trata también ce construir un clima que permita justificar una escalada represiva que cada día es más violenta.

El “enemigo interno”

En un artículo publicado en Socompa el 31 de agosto pasado, quien esto escribe señaló la estrategia del gobierno de Cambiemos para instalar en la sociedad la existencia de un “enemigo interno” que pone en riesgo la paz y la tranquilidad de los argentinos. Allí enumeraba algunos de sus componentes: supuestos guerrilleros mapuches y células anarquistas, hechos de violencia de “falsa bandera”, criminalización de la protesta, instalación del fantasma del terrorismo internacional y del narcotráfico en el discurso de todos sus voceros. Y advertía que el objetivo era justificar ante la opinión pública una planificada escalada de violencia gubernamental que recordaba algunas prácticas del terrorismo de Estado previo al golpe de 1976.

Cushamen, tras la represión. (foto: Gustavo Zaninelli).

Solidarios con esa estrategia son los intentos de transformar a Santiago Maldonado, víctima de la violencia estatal, en un peligroso enemigo de la sociedad, fogoneados por no pocos funcionarios del gobierno nacional e ilustres comunicadores de los medios hegemónicos. Día tras día, el “hippie-artesano-tatuador” –léase, un marginal – fue deviniendo en agente de las FARC metido entre los mapuches, integrante de un grupo guerrillero mapuche que atacó a un puestero de Benetton (entre paréntesis: si, como dijo, el puestero de Benetton acuchilló a alguien durante el supuesto ataque, ¿no debería estar sometido a un proceso judicial? ¿O se trata de otra operación de “falsa bandera?”), delirante secesionista con pretensiones de crear una república mapuche independiente a ambos lados de la cordillera, siguen las firmas.

Algo de eso advierte hoy un comunicado firmado por cuatro longkos mapuches, luego del allanamiento por parte de tropas de la Gendarmería a las comunidades  Raquithue, Lafkenche y Paynefilu, en Neuquén: “Tememos que estas situaciones que se han dado en las últimas horas, sea la organización de un montaje para justificar la posible muerte de Santiago Maldonado a manos de integrantes de nuestro Pueblo Mapuche. Lo más grave es que estas acciones de intimidaciones las realizan las mismas fuerzas sospechadas de la desaparición forzada del wenvy/compañero Santiago Maldonado”, dicen.

No se trata de una simple cadena de maniobras de distracción: si Santiago Maldonado es “todo eso” es un enemigo y, entonces, si le pasó algo, por algo será. Si hay un enemigo interno que pone en peligro la paz y la tranquilidad de los argentinos (en otras épocas lo que estaba en peligro era “el ser nacional”) se justifica la represión.

Las operaciones de “falsa bandera” que viene implementando el gobierno buscan instalar un clima social propicio para una escalada represiva que cada día le es más necesaria para sostener un plan económico que excluye a millones de argentinos.  Y que también le será muy útil en noviembre, cuando venza el plazo de la ley 26.160 que prohíbe los desalojos de los pueblos originarios de sus tierras ancestrales, para poder expulsarlos a sangre y fuego.