En la Plaza la represión desbandaba a la gente y puertas adentro hacía falta represión para garantizar el desbande. Pese a todo, circulaban por allí historias marcadas por la tristeza, pero de esa que no deja bajar los brazos.
Yo quería escribir sobre Ariel pero no puedo.
Porque estoy sin aire, y no es metáfora.
Algo deben estar festejando, pienso, y veo desde la Avenida de Mayo como por detrás del Congreso vuelan fuegos artificiales que no son. Si corro un poco la vista, la estela blanca de la bomba de humo cruza justo por la mitad de la bandera que flamea en la Parlamento. Es una ilusión óptica, claro, pero bastante esfuerzo hago con los ojos que me arden.
Yo quería hablar de Noel, el chiquito con nombre de Navidad y de turrón. Pero no puedo.
Me atropella un desbande a contramano, huyendo de la nube. Escucho disparos, es la represión que late. Ya vi un camión del Ejército, ya vi a tropas de la PSA (Policía de Seguridad Aeroportuaria) muy lejos de Aeroparque y Ezeiza. Ya vi a gendarmes reír con ganas, los vi arrancarse la identificación del chaleco a la primera estampida de la multitud. Ya los vi con su gas pimienta “Cóndor”, a cuatrocientos cincuenta pesos en Mercado Libre. Quién va a detener tanta violencia, pregunto, si avanza con onda verde. Al final decían la verdad, solo que con un ligero intercambio de letras. Eran jardines de Infantería los que sembrarían por toda la patria. Cumplieron.
Disgresión: Santiago Maldonado. Porque estos tipos filman todo. Tienen a un camarógrafo arriba del carro hidrante y a otros dos de los suyos operando un drone. ¿Dónde está la cinta de la Pu Lof?
Yo quería escribir sobre Alan, el pibe de la musculosa de Racing. Pero no puedo.
Con la camisa subida por arriba de mi nariz parezco el actor de reparto de un spaghetti western. Ridículo como pocos, parece que genero algo de peligro. Es que las balas de goma y el gas se aman y me aman, por eso insisten en acercarse. A mí y a todos, es justo decir. A ritmo enfático, muchos corren con una sonrisa amarillo limón. Tienen experiencia ante el pelotón de uniformados, se nota.
¿Hay quorum? Hay quorum.
Avanzan las columnas. El pueblo tose, escupe, retrocede y le entrega la posta a los que todavía conservan los pulmones invictos. Hace calor, es diciembre, el sol estalla. Las comparaciones son odiosas, pero ahí adentro nos odian. Estamos a mano. Después de todo, venimos a gritarles en la cara que no, que eso que quieren, no.
Como Ariel, que no se sabe la letra, pero acompaña con el cuerpo el tema cuya letra habla del gobierno de los ricos que les roba a los jubilados. A él, sin ir más lejos. Tiene 73 años, fue 30 años encargado de edificios, en el 2014 la moratoria le permitió, dice, “tener unos manguitos”. No canta Noel, pero su padre, Mario, reparte plegarias. Otros dos hijos completan la escena. Duermen todos en un colchón bajo la vidriera de una librería. Al paso de la marcha, el hombre se queja de que cada vez hay menos basura en los tachos que revuelve. El ajuste, también allí. No tiene trabajo formal. Tampoco Alan. A través de las vallas le habla a un gendarme. “Ey, negro (el “negro” es de todo menos despectivo, es un léxico común entre lo que son uno y otro, pares) tu hijo no va a disfrutar del abuelo, porque vos vas a tener que trabajar hasta que te mueras; y por una miseria”.
Los dueños de las armas siguen tirando. Pero no siguen ganando. Se levanta la sesión en la Cámara baja y la calle se entera de boca en boca. Persiste la niebla química, la pólvora, el fuego. Pero otro aire se respira, y no es poco cuando la realidad asfixia.