El gobierno presenta a la sinceridad como su mayor virtud aunque se la pase augurando tormentas, eclipses y desdichas. En definitiva, se niega a proponerle un relato a la sociedad para que quede inmóvil y anclada a una dura e interminable realidad y esperando un futuro que no se sabe qué es.

En una entrevista durante el programa de Leuco júnior, Dujovne declaró que los salarios van a perder con la inflación. Siguiendo las lecciones aprendidas con su padre, el conductor nada repreguntó (que es de mala educación hacerle eso a un funcionario del gobierno). Fue la misma semana en la que Macri auguró que habrá más pobres, mientras Sica y otros funcionarios anunciaban que se venía una recesión de la hostia frente a la cual no queda otra que especular sobre la fecha en que empezaría a recular, si es que eso sucede y si el parate no llegó para quedarse.

Como para que no dejar ningún lugar a dudas, Macri fue de visita a los pizzeros oficiales y les dijo, sin muchas vueltas, que el momento que habían elegido era pésimo con la recesión que hay. Ellos respondieron con el manual Rozitchner, puro entusiasmo y abandono del pensamiento crítico. Se ve que hay más de un libretista en este tipo de escenarios: uno realista, el otro optimista. Ya volveremos a esto.

El latiguillo que acompañó esas declaraciones fue el sinceramiento y la afirmación repetida hasta el cansancio por el presidente de que, a diferencia de todos los demás, este gobierno dice la “verdad”. Es más, al principio de su mandato escribió en La Nueva Provincia que gobernar era decir la verdad. Una verdad que consiste en afirmar y aceptar que las cosas son de una determinada manera y de ninguna otra.

Según lo aprendido en manuales de autoayuda, en retiros espirituales y en reuniones de coacheo, la verdad siempre está afuera y no nos pertenece hasta que viene alguien a imponérnosla. En este modelo, el acceso a la verdad no es una alegría, una epifanía, un descubrimiento personal, sino algo necesario y generalmente doloroso. Pero hay que pasar por eso para poder ser nosotros mismos, verdaderamente nosotros mismos, quiera decir esto lo que quiera decir.

Una verdad que para ser aceptada como tal precisa de la resignación y del terror económico. En poco más de dos años, Cambiemos logró -tarifazos, inflación e inseguridad laboral mediante- que la clase media cambie la ilusión del ascenso social por la verdad de la supervivencia, rindiéndose a la acuciante necesidad de no caerse del mapa.

Es interesante comparar lo que dijo De la Rúa al comunicar el acuerdo con el FMI y lo expresado por Macri. El radical decía que el préstamo serviría para “generar los empleos que necesitamos”. El líder de Cambiemos habla de un “futuro mejor”. De la Rúa, obviamente, no vio confirmados sus pronósticos, y todo hace suponer –sobre todo a partir de las palabras oficiales- que lo del futuro por ahora te lo debo. Luego, Dujovne aplicaría esa mezcla tan cambiemita de esperanza y largo plazo al declarar que, para asentarse, el plan económico precisa al menos cuatro años.

De todos modos, aunque se parezcan, De la Rúa y Macri no estaban diciendo lo mismo. De la Rúa detectaba o se hacía eco de un problema y ofrecía la solución mágica, faltaba laburo hasta ese momento. Con el blindaje, van a sobrar los empleos. Podría decirse que es una promesa tangible, aunque nadie, ni el mismo De la Rúa, se la creyera.

Lo de Macri es una abstracción. ¿Qué diablos es un futuro mejor? Perogrullo contestaría que se trata de que estemos bien, de que la economía sea previsible, de que nos alcance la guita. Nada parece ir en esa dirección cuando ni un mísero dólar de los préstamos del Fondo se invierte en el país.

Entonces la verdad macrista que pasa por admitir y declarar que todo está horrible consiste en resumen en prometer sin realizar. Reemplazar cualquier proyecto político por una especie de religión laica en la que hay que creerle a este gobierno porque dice la verdad y que dice la verdad porque es este gobierno. Todo en definitiva se plantea como una gran abstracción como lo fueron sus promesas de campaña: ¿cómo se hace eso de pobreza cero? ¿de qué se trata el propósito de unir a los argentinos?  ¿y la guerra al narcotráfico?

Cuando nada es posible, se termina diciendo la verdad, que acaba por no ser ya una decisión de la voluntad sino un destino. Allí donde todo es posible e indefinido no hay lugar para la mentira. En el mundo de la utopía macrista se puede soñar con una Argentina donde no haya pobres ni drogas y donde todos nos amemos tanto. Y para llegar a eso, no hay que criticar y morir en el entusiasmo. Es ahí donde las dos líneas que confluyen en el episodio de la pareja de pizzeros son parte del mismo truco, no se miente la recesión, tampoco la voluntad de ir a por todo pese a todo. Una dupla que funciona casi siempre, advertencia y fe.

Oscar Wilde, en un ensayo memorable titulado “La decadencia de la mentira”, sostiene que los políticos no mienten sino que engañan, ocultan. Y que la mentira implica crear un universo, una ficción, lo que hace tiempo se da en llamar “relato”. El macrismo es un relato, pero se resiste a serlo y articularse como tal, ha renunciado a ese costado de toda ficción que es plantear alternativas distintas a la realidad cruel y mucha. Lo que lleva a que finalmente el oficialismo termine por abusar del recurso a la sinceridad. Un abuso que se da cuando Macri declara que hay que reconocerle al mejor equipo de los últimos cincuenta años su “buena voluntad”.

Esta idea de la verdad como ausencia de relato es a la vez la debilidad y la fortaleza de Cambiemos. La sociedad precisa de relatos, aunque no crea que lo sean, y este es un gobierno poco afecto a crear tramas. Pero al mismo tiempo coloca a la oposición ante la necesidad de crear un relato, algo que no puede o no quiere hacer, al menos por ahora. Siguen sin proponer una ficción del futuro y de alguna manera forman parte del mismo sistema de pensamiento que el macrismo. Cuando se vaya este gobierno vamos a estar mejor, prometen. ¿Pero cómo? ¿Para qué? Ahí hace falta un relato y por ahora nadie parece haberse sentado a escribirlo.