El presidente inauguró las sesiones ordinarias del Congreso y, al mismo tiempo, dio el puntapié inicial a la campaña para su reelección. Para eso intentó crear un mundo con palabras, al estilo del Creador en La Biblia, pero falló en el intento.
Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas. Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche. Y fue la tarde y la mañana un día”, dice el Génesis casi al principio de todo.
Si se le da credibilidad al mito religioso, cosa que hacen los creyentes, en ese momento y con pocas palabras, Dios no sólo creó el mundo sino que lo hizo realidad para los hombres.
Algo de esto debe haber pensado Jaime Durán Barba cuando trazó las líneas maestras para que los escribas del presidente dieran cuerpo al discurso con que Mauricio Macri abrió hoy las sesiones ordinarias del Congreso de la Nación.
Porque lo que intentó Macri, al ser hablado por ese discurso pensado por otros, fue crear una realidad inexistente con el único recurso del poder mágico de la palabra. En otras palabras: la inscripción de una cadena de significantes perversos sobre el cuerpo de la sociedad argentina.
Una realidad que no se ve por ningún lado.
Macri, como el año pasado pero con algunas diferencias, volvió a hablar de Macrilandia, ese país inexistente que va por el buen camino, que debe sufrir para crecer, que “hacemos todos juntos”, que es “reconocido por todos los países del mundo” y donde “la gente” -la vecina de las cloacas, la maestra jujeña, la señora con la que estuvo hablando – tiene esperanzas.
Habló de una Argentina que está mejor que en las últimas décadas, donde los poderes son independientes, donde hay libertad de expresión, donde se crean jardines infantiles para que las madres puedan ir a trabajar, donde aumenta el empleo y se reduce la pobreza, donde se salió de la mentira que engañó a la sociedad durante décadas y que ahora conoce la verdad.
Porque el país – dijo – está “saliendo del pantano”. Y si todavía no salió, no fue por culpa de su gobierno sino de otros. Vean si no: “El año pasado nos puso a prueba en muchos sentidos. Cuando estábamos asomando la cabeza, cambiaron las condiciones. Todavía estábamos frágiles. Y parte de las transformaciones que estamos haciendo tienen que ver con eso, con no estar tan vulnerables. Juntos estamos construyendo los cimientos más profundos”, justificó. Y fue por más: “Algunos me van a recordar que el año pasado dije ‘que lo peor ya pasó’ y tienen razón. Pero también les quiero decir que lo que estamos logrando los argentinos es enorme. Estamos haciendo crujir estructuras viejas y oxidadas que seguían beneficiando a los de siempre”, remató.
Por eso dijo que “enfrentamos” un presente en el que “todos debemos” hacer sacrificios para construir el futuro que no se sabe cuándo llegará. Le faltó decir que Macrilandia -el país prometido – no tiene plazos sino objetivos.
Porque en un año electoral conviene hablar del futuro -sobre todo cuando quien habla es responsable del presente y del pasado reciente -, aunque ese futuro más que una promesa sea una fuga hacia adelante.
Hoy Macri dio el puntapié inicial a su campaña para la reelección.
Por eso, aunque no pudo vencer el obstáculo -insalvable para él- de furcios, fallidos y balbuceos, sobreactuó un tono enérgico que no había tenido en sus presentaciones anteriores ante la Asamblea Legislativa. Una mal coacheada “energía discursiva” que contrastó con su imagen consumida y su actitud corporal.
Esta mañana en el Congreso, Mauricio Macri intentó meterse en el papel del Dios bíblico para crear un mundo – una realidad, un país – con palabras.
Falló en el intento, porque lo que intentó crear no se ve por ningún lado.
Fue el discurso de un dios fallado y violento.
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