Hay lugares donde el Che aparece permanentemente sin que lo convoquen la política ni los aniversarios. Espacios donde la pasión va más allá de los límites de lo que suele aceptarse: el rock, el fútbol. Eso habla de la persistencia de una irritación que no es ajena a las esperanzas.
[L]a persistencia de la figura del Che, que el paso del tiempo no aminora, habla de cierto tipo de fenómenos que transcurren aparentemente a larga distancia de la política. Por una parte, la figura del Che no es nueva en ciertas zonas un tanto alejadas de los debates políticos: el rock y las canchas de fútbol, sobre todo la de los clubes chicos. A diferencia de lo que ocurría en los 70, la imagen de Guevara no forma parte de ciertos rituales que entrelazan lo público con lo privado. En esos tiempos, el poster o el colgante del Che -símbolos que se usaban sobre el cuerpo o dentro de la casa- eran una contraseña de un vínculo con lo que ocurría en el mundo, puertas afuera.
Hoy, desplegado en cantitos o en banderas mal cosidas hablan de una persistencia que se quiere hacer pública. De los símbolos provenientes del pasado, las barrabravas futboleras o rockeras, eligieron al Che. Para poder acercarse al sentido de esta elección hay que tener en cuenta cómo funcionan el fútbol y el rock en una sociedad atravesada por una atenuación constante de las pasiones. Son lugares (las canchas y los recitales) donde la pasión tiene vía libre; es más, son incomprensibles sin la pasión. Hasta la publicidad se ha dado cuenta de que el consumo requiere pasión, de allí la revalorización del hincha, o las notas de color que le dedica programas de deportes que fungen de “cools” o de reflexivos. Claro que en esas imágenes del hincha no está nunca el Che, son imágenes asépticas, la pasión es embellecida y mostrada en estado puro. Algo parecido a la relación del clip con el rock. Se le quita todo elemento irritante. El Che es uno de los lugares donde aún vive la irritación.
Los rostros del enojo
¿Pero de qué se trata esta irritación? La cultura argentina ha reemplazado la idea de oposición y de subversión con una imagen más tranquilizadora: la trasgresión. Transgredir pasa por hablar o eventualmente, muy eventualmente, por tocar. Transgredir no tiene nada que ver con el propio cuerpo, sino con el ajeno. Nada se juega en la trasgresión, la trasgresión es puro juego. De allí que el Che no sirva para transgredir. La irritación va más allá de la trasgresión, implica la puesta en juego del propio cuerpo: hinchas subidos al alambrado, extenuados, más transpirados que los propios jugadores; el pogo incansable de los recitales de rock. O los rockeros y barrabravas inventaron un lugar para colocar al Che o el Che sólo puede vivir en lugares como esos.
Por su parte, la irritación del Che se mostraba en sus consignas: “Hasta la victoria siempre”, “Crear uno, dos, muchos Vietnam”-frases que hoy se comprenderían como la defensa de una actividad criminal. Pero él no vivía la actividad política como un crimen. Vista desde adentro, la violencia no es nunca criminal. Puede ser justa o inevitable, incluso a pesar de quien la ejerce.
Grandes relatos y argentinismos
Para la ideología que impulsaba las acciones del Che, todo es política, ese gran rasgo de los 70. Hoy los fenómenos se analizan uno a uno, se los separa y se les adjudica una o más causas. Para la ideología del Che -y tal vez la de las canchas y la de cierta zona del rock- la causa siempre es una sola, a la que todo remite. La pasión nunca discrimina. Lo que algunos consideran como la oposición entre los grandes relatos y los relatos fragmentados. La leyenda del Che -y aquí poco importa cuál sea la verdad de su historia, la que cuentan las innumerables biografías que se le han dedicado en los últimos años (y siempre aparece alguna más)- pertenece a la saga de los grandes relatos.
Con lo cual, se produce una despolitización de su figura que tiene varios rostros. Por un lado, cierta mala conciencia de la izquierda (peronista o no), que es la que impulsa los homenajes, las estatuas y los rebautizos de calles. Esos sectores poco o nada rescatan del Guevara ideólogo y no creen ya, al menos de manera pública, que sus estrategias de toma de poder sigan siendo válidas. Entonces, ¿qué se reivindica? La frase de “murió por sus ideales” es fatídica, pues puede aplicarse a los soldados de Osama Bin Laden o un fanático de la Inquisición. Suponer que cualquier ideal es válido porque alguien ha muerto por él. Lo mismo vale para reformulaciones como “fue coherente con lo que pensaba” o “dejó todo por sus ideas”. El Che queda entonces como un héroe vacío de contenido. Después está, habrá que aceptarlo, el hecho de que haya nacido en la Argentina y que representa cierta rebeldía nacional indefinida, motivo que explicaría por qué Maradona lo lleva tatuado en el brazo junto al nombre de sus hijas. Clarín, como una de las formas de hacerlo inofensivo por partida doble, lo presenta como “mito argentino”
Extraño destino, alguien que salió de su país para ser revolucionario en otras partes del planeta, que creía en el internacionalismo, que era de un intenso y crudo realismo político se ha transformado en ícono nacional, un idealista como sólo puede serlo un argentino, alguien para quien la utopía (otra palabra de mala conciencia) era más importante que la realidad.
La adopción de la palabra utopía después de la derrota del proyecto de los 70 cumple con varias saludables funciones. Primera, permite seguir deseando un mundo mejor pero situarlo en el terreno de los imposibles, de lo que no tiene sitio (que eso quiere decir casualmente “utopía). Por otra parte, despolitiza, es decir que hace buena y potable la idea de un cambio social. Es parte de la naturaleza (hoy el dios sin ateos del progresismo) humana desear que haya más justicia y equidad, total desearlo no se le niega a nadie y nos hace hermanos unos de los otros. Finalmente, convierte al pasado, a los utópicos de ayer en seres que se inmolaron por algo que no era posible. En su último libro, John Berger abomina de las utopías y prefiere hablar de esperanzas, que tienen una escala más humana y que carecen de un programa prefijado. De alguna manera se puede decir que las hinchadas y los roqueros viven de la esperanza, que siempre es a corto plazo, de partido a partido, de recital en recital.
Se podría decir algo parecido del Che, quien viajó hasta Bolivia para morir sobre una tabla de lavar para demostrar que lo que vale es la lucha y no el resultado, llevado por esa rara pulsión que mueve a “los que luchan todos los días, los imprescindibles”, de acuerdo al pequeño Bertolt Brecht ilustrado que circula vía Silvio Rodríguez.