Con la disparada del dólar y la peregrinación al FMI volvieron por sus fueros y a toda orquesta los pronósticos del elenco estable de gurúes: Broda, Espert, Cachanovsky. La fórmula es la de siempre ajuste y, sí se puede, más ajuste. Eso sí, a la hora de adelantar lo que va a pasar, aciertan solo por error.
Eduardo Galeano solía decir que es la economía es una ciencia oculta. Muchos debaten el valor científico de la disciplina, que no es capaz de dar sus pronósticos con la precisión exacta. Sin embargo, en la Argentina hay una casta de economistas que siguen dando cátedra por los medios, con el mismo libreto desde hace años. La inconsistencia campea y en muchos casos no resisten un archivo. Lo cual se agrava si el economista mediático de marras es funcionario. Como Nicolás Dujovne.
Tras consumarse el regreso triunfal de la Argentina a las grandes ligas de países que le piden escupidera al FMI, circuló un video de hace dos años, cuando el hoy ministro de Hacienda departía, whisky en mano, con Carlos Pagni. Allí se lo ve con un cartel que dice: “No volvamos al Fondo”. Lo que traducido al contexto actual quiere decir que su política fracasó y que estamos ante una bala de plata: si esta movida sale, ajústense los cinturones. O no, no importa: habrá que ajustarse igual.
Miguel Ángel Broda pronosticó un dólar a 20 pesos y la pegó. Bingo. Aunque con cierto delay, porque el verde billete llegó a esa cotización en febrero pasado y el reputado economista vaticinó ese valor tras la devaluación de 2002. Sin embargo, Joaquín Morales Solá, Marcelo Longobardi y otros comunicadores le siguen dando entidad y lo consultan a repetición.
Como otros, Broda insiste en que el problema argentino es el déficit fiscal y que, por tanto, hay que ajustar ahí para que el país retome la senda de grandeza de la que lo apartaron el populismo y la demagogia que se abate sobre el país desde hace más de medio siglo. Menos dinero público para educación y salud y menos empleados públicos en un país donde la relación de dependencia es una especie en vías de extinción. La solución es el darwinismo social: un país para la mitad de habitantes que hay y, cosas vederes, liberando las fuerzas de la economía para que haya inversiones. La vieja y querida teoría del derrame.
O sea que una ciencia cuya fiabilidad deja mucho que desear en materia de pronósticos, y que se rige por las expectativas, un concepto tan volátil como el dólar, presume por boca de estos señores de concatenar una serie de ítems cuyo resultado no puede ser otro que el desarrollo. Los dorados años 90 fueron eso y el experimento terminó en el mayor colapso de nuestra historia. Aunque los muchachos se encarguen de sacar el liberalómetro y decir que el Estado carecía de indicadores de liberalismo en sangre. Así como lo de Stalin no fue comunismo, ni los 90 ni la dictadura significaron un salto adelante respecto del estatismo.
Claro está, ambos ciclos, el Proceso y el menemismo, tienen un punto en común con la era de Cambiemos: el endeudamiento a mansalva. Otro de los adalides del libre mercado, la desregulación total y esas cosas que se defienden en nombre de la libertad es Roberto Cachanosky, acaso el economista más mediático de los últimos meses. No importa a qué hora se prenda el televisor y qué canal se sintonice, allí está el hombre con su recetario. La presencia de Cachanosky es omnipresente en los canales de noticias, al punto que uno pensaría si no estaremos cerca de verlo en vivo y en directo en dos lugares distintos al mismo tiempo.
Pues bien: el hombre machaca con que hay que bajar el gasto a como dé lugar en vez de recurrir al endeudamiento. También insiste con aliviar la pesada carga tributaria para que se liberen las fuerzas deseosas de invertir en suelo argentino. Que el sistema tributario nacional está pésimamente diseñado no se discute. Lo que no se entiende es por qué en estas condiciones una baja impositiva redundará en inversiones que no sean de índole especulativa con tasas por las nubes. Y si se quiere inversión en materia de producción, sigue el discurso liberal, hay que bajar los costos. Dentro de los costos figura algo llamado salario. Ergo, el ajuste que hace el sector privado en detrimento de las bondades de que goza el sector público según nuestros ilustres economistas, lo terminan haciendo los últimos orejones del tarro.
Allá por 1989, Bernardo Neustadt atribuía los males de la economía colapsada al millón de dólares diarios que el Estado ponía en los ferrocarriles. Lo hacía desde el Canal 2 de Héctor Ricardo García, que apenas se podía sintonizar con la ayuda de una percha y una budinera. Pero el mensaje caló y con el cambio de gobierno, nada menos que bajo una administración del partido más estatista del país, se privatizó hasta el agua de los floreros con el aval de buena parte de la sociedad.
Hoy pasa algo parecido a través de incombustibles economistas que parecen dormitar en sets de TV para aleccionar a toda hora. Son la prueba viviente de que, créase o no, se puede correr al gobierno de Cambiemos por derecha. El gradualismo es mala palabra, sinónimo de fracaso.
Y ahí está la trampa por la cual, pase lo que pase, pretenden salir fortalecidos con lo que lisa y llanamente es una declaración de guerra a lo poco que queda de lo que alguna vez fue un estado benefactor, arrasado desde el Rodrigazo en adelante y apenas vuelto a articular en los años de la miseria alfonsinista y de la soja a 600 dólares del kirchnerismo. Si esto estalla como muchos tememos, vienen por todo. Imaginen a Espert, con su habitual violencia retórica: “¿Vieron? Esto pasó por no hacerme caso, ahora hay que aplicar el bisturí”. Y si no colapsa peor termina en, digamos, una sobrevida política a lo Pirro, podrán proponer que corra sangre como plan alternativo ante el modelo agotado del gradualismo.
Conviene detenerse en un momento que la muchachada liberal suele poner como bisagra: marzo de 2001, el fracaso del plan de López Murphy, que salió eyectado a las dos semanas de asumido por querer recortar hasta lo indecible en educación superior. El coro sostiene que si López Murphy hubiera podido hacer su ajuste, se habrían evitado los males posteriores. Nuevamente, la relación causa-efecto para justificar todo. Obvian varios puntos: primero, que el ministro quiso meter el bisturí hasta el hueso en aras de salvar a la desfalleciente convertibilidad, en una economía dolarizada de hecho, ante el fracaso del blindaje de fines de 2000 y la nula entrada de divisas para sostener un modelo basado en el endeudamiento.
Vale decir: el camarada o compañero López Murphy quiso alargar la agonía con el pulmotor en vez de plantear la salida más o menos ordenada del uno a uno. Porque las calamidades posteriores fueron el colapso total y absoluto. Salvo que se entienda que el equipo de FIEL liderado por el ministro pretendía alargar un modelo que estaba en camino de ser un cadáver insepulto, no se puede tomar en serio a quien de forma implícita diga que la convertibilidad era algo en su plenitud y que por no sostener al ministro terminamos como terminamos.
Pero ahí andan. Y por si fuera poco volvió Domingo Cavallo, en forma de libro, escrito con su hija. Es la Historia económica de la Argentina, contada por uno de sus protagonistas. Con sus antecedentes, puede ser algo como la historia de Segunda Guerra narrada por Goering y su hija. Algo no muy objetivo que digamos, lo cual no se condice con el título de la obra. A este ritmo, faltan los hermanos Alemann y ya están todos.