Cuando se celebra acríticamente al idioma, lo que se pretende ignorar son los conflictos, las luchas de poder que encierra el presente y la historia de una lengua. Se puede pensar que un gobierno que ha hecho de la palabra su enemiga está perfectamente representado en este Congreso.

Como era de esperar, en la apertura del Congreso, el rey actuó como iniciador y poseedor de los derechos de autor de la lengua y hasta le cambió, en un gesto típicamente monárquico, el nombre de pila de Borges. Más allá de estas burradas –que ya no causan asombro y sobre las que volveremos- se dedicó a bendecir urbi et orbi historias pasadas. Instituciones y destinos que imaginó, como no podía ser de otra manera, la mar de venturosos.

Vargas Llosa usó su alocución para postular que la unidad de la lengua borra todos los conflictos del pasado, entre ellos los suscitados por la Conquista: “América era una torre de Babel cuando llegaron los europeos y estaba, literalmente, bañada en sangre. Las controversias que ha generado la conquista desaparecen cuando se trata de la lengua. Nadie, creo, discute la importancia que significó para América el unir en una sola voluntad de expresión, en una sola lengua, la extraordinaria diversidad que caracterizaba a esta continente”, dijo.

Tener una lengua en común (afirmación al menos un poco complicada de sostener) hace que todo lo anterior no solo se olvide sino que se constituya como un inevitable estado primitivo que hace más refulgente este venturoso presente.

Macri dejó al caer una frase seguramente escrita o copiada de algún lado por Alejandro Rozitchner: “La lengua es nuestra casa: pensamos y comemos con ella, educamos a nuestros hijos, solucionamos nuestros conflictos. Creamos con la lengua. Nuestra lengua está viva, cambia como cambiamos nosotros. Whatsapea, tuitea, chatea, se vitaliza”. Se trató de postular la omnipresencia de la lengua, sostener que es nuestro único hábitat, el lugar donde todo es posible. Otra vez, al igual que el peruano, el idioma pintado como un paisaje sin conflictos, que tiene ese peculiar don de la plasticidad para adaptarse a la modernidad y no resistirse a lo que queremos. Aunque encaja perfectamente en el ideario new age del partido oficial, la idea de que la lengua no ofrece resistencias suena rara cuando se trata de un escritor. De hecho, algo consustancial al oficio es enfrentarse y tratar de resolver lo que resiste de la lengua. Pero hace rato que Varguitas logró disociar su trabajo literario de la propaganda política de la que vive y que lo entusiasma tanto.

Pero la cosa no es tan simple. Hagamos un poco de historia como para ver que la lengua es un espacio de permanente conflicto y que ese conflicto está en la base de su vitalidad y de su capacidad para afianzar o cambiar realidades.

Allá por la lejana década de 1830, el poeta antirrosista Juan María Gutiérrez sostenía que había que hablar en francés, porque esa era la lengua de la libertad. Mucho caso no le hicieron, pero la idea de que en la lengua se encuentra una manera de mirar el mundo sigue en pie. Incluso para burlarse de ella. Como Caetano Veloso que dice en una de sus canciones que si tenés una idea increíble, lo mejor es que hagas una canción, pues sólo es posible filosofar en alemán. También la lengua es un misterio, George Steiner sostenía que había algo en la gramática germana que abría las puertas al nazismo, el hecho del verbo al final que pone el acento en la acción y no en el sujeto. Son estas teorías interesantes de pensar pero imposibles de comprobar. De últimas el mismo alemán hablaban Goëring y Bertolt Brecht.

Sin embargo, hay como una especie de creencia (o ideología) de que un idioma es mucho más que las palabras que lo componen. Una manera de mirar el mundo, pero también de establecer las reglas del mejor de esos mundos. El voseo entra a la literatura argentina recién para la década del 60 (el “rajá, turrito, rajá” de Arlt es en sentido casi revolucionario) y otro tanto ocurría en el cine, incluso en el más costumbrista. Zonas del lenguaje que han perdido vigencia pero que hay que mantener porque allí se anida una forma ideal de convivencia, de relación entre personas y jerarquías, que hay que preservar porque es la que corresponde si queremos ser una sociedad seria (palabra que ha resistido el paso del tiempo).

También se apunta a una sociedad ideal cuando se sacan del mapa lingüístico ciertas palabras y expresiones. En la política, la prohibición por años de nombrar a Perón y en la vida más cotidiana, la censura moral y de la otra más concreta al uso de lo que se llamaba malas palabras. De hecho, la ponencia de Fontanarrosa en el anterior congreso dedicada a la potencia de las malas palabras implicó la constatación de que esa etapa de censura llegaba a su fin. Ahora cualquiera putea en la tele en el horario de protección al menor y esas malas palabras han perdido mucha de su capacidad de injuriar. De hecho, hoy es más ofensivo que se trate a alguien de inepto que de pelotudo.

Otro aspecto que revela el modo en que los conflictos atraviesan la lengua es el proceso de resignificación de las palabras. Tomemos el caso de “gaucho”. En el tiempo en que el gaucho real se resistía a las autoridades la palabra tenía un matiz despectivo (recordar lo de la sangre de gauchos de Sarmiento) para pasar a ser valorativo cuando el gaucho había devenido en una figura inofensiva elevada a cifra de la nacionalidad.

Conflicto que también se ve en lo que el filósofo francés Gilles Deleuze llamaba las lenguas menores, es decir aquellas que conviven en situación de debilidad frente a una lengua hegemónica y que la pervienten desde adentro, como es el caso de lo que hacen los puertorriqueños con el inglés.

De alguna forma el debate sobre el lenguaje inclusivo retoma este aspecto conflictivo. Lo que cabría preguntarse es si lo que se busca hoy, al menos por ahora, es una sanción institucional antes de que se consolide la incorporación de lo inclusivo a la lengua cotidiana.

Quienes abrieron el Congreso de la Lengua y probablemente sus participantes más estelares quizás ignoren o prefieran ignorar que la lengua es un lugar en el que se libran batallas. Para el neoliberalismo la utopía es el silencio. Si no hay alternativas, ¿para qué molestarse en hablar? De últimas se podría decir que el desiderátum comunicativo es la planilla Excel donde las palabras sirven únicamente para ordenar columnas de cifras. Entonces, en ese espacio que abomina de las palabras, el traspié con el mundo de los libros termina por ser un síntoma inevitable. De allí el José Luis, de allí las permanentes pifias del elenco oficial que han tocado al propio Borges o a Cortázar. De hecho, los escritores que ha acopiado el oficialismo (Andahazi, Kovadloff) son conocidos entre el macrismo no por sus libros sino por sus columnas a favor del poder.

En definitiva, podría decirse que la literatura es un escenario, seguramente el más evidente, en el que se dan los conflictos que habitan una lengua y por eso se la pone al margen, porque el mundo de las palabras no interesa demasiado. Algo que por más congresos que se armen no se puede disimular.