A un siglo de la Reforma Universitaria, Socompa va de vuelta a propósito de una figura de nuestra historia sin el menor reconocimiento. Deodoro Roca, el revolucionario menos pensado.

Quienes supimos de su intelecto, hombría de bien y honestidad intelectual, no podemos permitir que su nombre sea utilizado para justificar un atentado a la República”. Así se refirió Gonzalo Roca, uno de los nietos de Deodoro Roca (autor en las sombras del Manifiesto Liminar, texto que desembocó en la Reforma Universitaria), a una cita que Cristina Fernández de Kirchner hizo, a fines de junio de 2013, a propósito del rechazo de la Corte Suprema de Justicia a su proyecto de reforma del Consejo de la Magistratura. Dos días después de aquella referencia de la ex presidenta, el nieto de Roca publicó en La Voz del Interior una dura réplica. “Parangonar la mística profundamente democrática de la Reforma, con proyectos populistas que degradan la democracia con explícitos intentos de atropellar las instituciones de la República, es un recurso maniqueo, que delata la intención desembozada de obtener réditos subalternos”, escribió el descendiente del abogado cordobés que lideró el movimiento reformista, la izquierda estudiantil de aquellos tiempos.

Quedaba abierto un debate, que por supuesto no se produjo jamás. Menos hoy, cuando las urgencias son otras.

No puede ser si no una burla del destino que la máquina que Deodoro Roca usó para escribir el Manifiesto Liminar de la Reforma Universitaria, acaso uno de los documentos políticos más trascendentes de la historia argentina, repose en un alejado paraje del Valle de Punilla.

“La Federación Universitaria de Córdoba se alza para luchar contra este régimen y entiende que en ello le va la vida. Reclama un gobierno estrictamente democrático y sostiene que el demos universitario, la soberanía, el derecho a darse el gobierno propio radica principalmente en los estudiantes”, tipió Roca en la vieja Continental, hoy en el museo que lleva su nombre, una pulpería a la vuelta de las Grutas de Ongamira, departamento de Ischilín, varios kilómetros al Norte de Capilla del Monte. Cerca del Hotel de Supaga, frente al cerro Colchiquí, donde Deodoro solía llevar a visitantes ilustres, como Rubén Darío o Emile Zola. Esas personas a quienes admiraba, y que lo admiraban, iban hacia él, porque él nunca salió del país, y casi no lo hizo de la provincia.

Hace poco, en el Museo Deodoro Roca, a una hora de camino de ripio, donde andar en auto se vuelve una aventura peligrosa y zigzagueante, hicimos un redescubrimiento: la ubicación geográfica de aquel centro cultural es una metáfora de lo lejos que estamos de su legado. Allí, Feliciano Supaga y familia se esfuerzan en mantener su memoria viva. La máquina, sus fotos, sus pinturas, sus textos jurídicos y revistas que tratan sobre él y de otros miembros distinguidos de su familia.

El Manifiesto

Fue una expresión de la atmósfera opresiva de la vida académica cordobesa, en medio de una posguerra que excitaba sentimientos antiimperialistas, a su vez animado por el clima insurreccional que propiciaba la revolución bolchevique. Meses después, ochenta y tres estudiantes declararon la huelga general y terminaron en la cárcel, acusados de sedición. El movimiento se echó a andar contra la infantería y la Policía dispuestas a “recuperar” el rectorado a sangre y fuego. “Obreros y estudiantes, unidos adelante”, fue la consigna que sacó a los jóvenes de prisión. Igual que el París del 68 pero en Córdoba, cincuenta años antes. El movimiento logró democratizar aquella universidad dominada por un clericalismo retrógrado, consiguió la autonomía académica, el cogobierno de estudiantes, profesores y graduados, la extensión de la universidad a otros sectores sociales y libertad de cátedra. Y terminaba con las camarillas, el amiguismo y los cargos hereditarios. La revuelta pronto se propagó en las universidades de Buenos Aires, La Plata y Córdoba, y contagió a América Latina.

Su máquina de escribir.

Aporreando la máquina de escribir que encendió la mecha había un redactor de 28 años de edad a quien hoy, salvo en su provincia, pocos recuerdan, pero que fue un activo animador cultural, un escritor incisivo y un ácido crítico de las costumbres sociales.

Dedoro Roca, nacido en Córdoba el 2 de julio de 1890, no firmó el texto. Pero fue el ghostwriter, y quienes lo rodeaban lo sabían. Fue militante estudiantil reformista, periodista, paisajista y nudista, con todo lo que eso significaba. Su papel en aquellos días fue minimizado por la cultura oficial, que encorsetó las conquistas del movimiento estudiantil. La Reforma, según sus impulsores, era el chispazo previo al estruendo que debía despabilar a la sociedad entera. “Sin reforma social no puede haber cabal reforma universitaria”, sostenía Roca.

Deodoro había estudiado en el Colegio Nacional de Monserrat. A comienzos de 1910 presidió el Centro de Estudiantes de Derecho de la Universidad de Córdoba, donde se recibió de abogado. De gran estatura, voz de barítono y un carisma inusual, fue apreciado por su sentido del humor, su coraje cívico y su exquisita aptitud para la docencia. En 1920, propuso abolir el título de doctor: “no hace otra cosa que satisfacer la vanidad de los mediocres”. Rechazó la enseñanza orientada al “éxito” y los exámenes. “Una vida –escribió– no puede depender de una buena jugada”.

Se dijo de él

Ezequiel Martínez Estrada consideró a Roca el escritor político argentino más importante del siglo XX. Para Ortega y Gasset fue el argentino más eminente que había conocido. Su discípulo Gregorio Bermann dio una definición rotunda: “Fue un tránsfuga de su clase”. Y su amigo Rafael Alberti, cuando falleció, le dedicó una “Elegía a una vida clara y hermosa”. En el sótano de su casa de Rivera Indarte recibió a Stefan Zweig, Raúl Haya de la Torre, Eugenio d´Ors, Waldo Frank, Alfredo Palacios y a Lisandro de la Torre. Deodoro eligió la soledad a los matrimonios por conveniencia. Como abogado, nadie quería tenerlo enfrente. Tras su muerte, todos quisieron ponerlo de su bando. Hoy, trágicamente, pocos lo leen. Sus textos, con todo, son diamantes entre los escombros.

En 1918, cuando el movimiento reformista triunfaba, cometió su primera herejía: casarse con la hija del Rector que la Reforma había echado. María Deheza (1896-1967) era la hija del responsable de cerrar la Universidad Nacional de Córdoba, Julio Deheza. Algunos amigos de Deodoro planearon arruinar su boda, pero ese día llovió y el atentado quedó en amenaza. Cuando cenaba en lo de su suegro, nadie salvo su esposa le dirigía la palabra. “Pregúntele al doctor Roca si quiere un poco más de puchero”, le decía al sirviente (porque así era tratado) la dueña de casa, quien debía sentarse al lado del marido de la mayor de sus hijas. Encerrado a dos bandas, Roca respondía a sus propios principios.

El Museo Deodoro Roca.

María era creyente, pero él no la quería porque amara a Jesús. Deodoro iba contracorriente en lo social y en lo cultural. Vistió estatuas con ropa interior para protestar contra la censura de la pintura de un desnudo instalado en el Salón Oficial. Indignado por la tala indiscriminada, pidió la cabeza de los asesinos de árboles “para satisfacer una antigua curiosidad: queremos saber qué tienen adentro, porque lo que deben tener es leña”. Defendió los derechos humanos pero también los del ganado: en Ongamira tomó la defensa de un toro manso, acusado de atacar a un turista: “El accidente fue algo así como una venganza del paisaje”, argumentó y ganó.

Retirado de las cátedras universitarias en 1922, se dedicó a defender causas humanitarias, a la militancia social y al ensayo periodístico. Abrevó de José Ingenieros, su mentor pese a disidencias filosóficas (lo distanciaban el positivismo y el racismo), y del primer Leopoldo Lugones, a quien enfrentó en 1931: en su alegato contra el poeta que desertó por derecha, Deodoro le replicó con el espejo del joven Lugones. En esa polémica, la prosa de Roca brilla y la de Lugones es una mueca desteñida. “La risa es, en ocasiones, la flecha más aguda y más certera”, escribió Deodoro.

Roca no escribió ningún libro. Pero fue un furibundo redactor de centenares de artículos y apuntes inspirados “por el fervor de la pasión, sin corregir, sin retocar y sin pulir”, recordó Horacio Sanguinetti. El ex rector del Nacional Buenos Aires acusó a Deodoro de dos cargos severos: “haber sido un disidente y haber sido un hombre del interior”. Los seis libros que circulan con su nombre son recopilaciones póstumas, cartas, discursos y notas procedentes de las dos publicaciones que dirigió, Flecha (1935-36) y Las comunas (1939-40). Roca eligió intervenir en la realidad. Fue fundador o activista de las filiales cordobesas de la Unión Latinoamericana; la Sociedad Argentina de Escritores; la Liga Argentina por los Derechos del Hombre y el Comité contra el Racismo y el Antisemitismo, entre otras. Y en 1931 fue candidato a intendente de la ciudad de Córdoba como parte de la alianza socialista-demócrata progresista.

Con María Deheza tuvo dos hijos, Marcelo (1922-1994) y Gustavo (1924-1991), ambos abogados. Gustavo, su claro heredero, defendió presos sindicales, estudiantiles y políticos. En 1976, el general Luciano Benjamín Menéndez ordenó asaltar e incendiar su estudio jurídico, y en el exilio animó a la Comisión Argentina por los Derechos Humanos (CADHU). En la biblioteca de su padre, Gustavo conoció a un vecino que, en 1960, lo invitó a una isla caribeña donde acababa de hacer una revolución. Ese joven reformista, Ernesto Guevara, solía ir al sótano de Rivera Indarte 544 a leer “Las mil y una noches”. Esa casa hoy fue demolida. Pero la isla no.

Después del golpe contra Hipólito Irigoyen, Deodoro se afilió al socialismo, que lo postuló como candidato a Intendente. Duró poco: pronto circuló la versión de que se había ido por su cuenta, pero fue expulsado por sus disidencias. Para él, el socialismo era más una escuela que un partido. “Era tan independiente, crítico e irreverente como luego lo fue mi padre: alérgicos a la disciplina, los reglamentos y las imposiciones”, explica desde Panamá su nieto “Deodorito” Roca, hijo de Gustavo, historiador y Coordinador Subregional para América Central de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO).

En 1938 mantuvo un áspero debate con su antiguo amigo, el médico y diputado socialista Augusto Bunge, padre del epistemólogo Mario Bunge. Deodoro había asumido la defensa de un tal Antonio Suárez Zavala, sospechado por la desaparición de Martita Stutz, una niña que –ante la ausencia de indicios del crimen y un exceso de fantasías– enardeció a los cordobeses. Para Roca, el acusado era un chivo expiatorio. Su casa fue apedreada y su condición de delegado local de la Liga Argentina de los Derechos del Hombre fue cuestionada. “Aceptar esa defensa –escribió Bunge– es incompatible con la situación de presidente de la Liga y hasta de simple afiliado a ella. Porque en este escandaloso proceso han sido pisoteados todos los derechos del hombre, se han evidenciado tales complicidades de parte de los obligados a ponerlo en claro, se han creado tales confusiones que impiden quizás la prueba definitiva por haberla escamoteado, que no es posible actuar como defensor de Suárez Zavala sin hacerse solidario de hecho con todas esas aberraciones.” Deodoro desenvainó su lengua filosa y repuso que “precisamente esas monstruosidades jurídicas” eran las transgresiones que él pretendía denunciar al defender el principio de inocencia. Suárez Zavala, un torpe farmacéutico que estuvo varias veces al borde del linchamiento, fue acusado de asesino y proxeneta sin otra evidencia que las murmuraciones de sus enemigos. “El sumario se fabricó bajo la presión de una enorme excitación pública –sostuvo Roca–. Fue una inmensa marea donde iba turbiamente mezclado lo bueno y lo malo, el horror del crimen monstruoso y la indignación pública… junto con las más bajas pasiones, los intereses más oscuros…”

Néstor Kohan, en “Deodoro Roca, el hereje” (Ed. Biblos, 1998), un libro que rescata la precursora visión del librepensador, cuenta que cuando murió, el 7 de junio de 1942, sus enemigos imaginaron una escena donde solicitó un sacerdote a poco de morir, víctima de un cáncer de pulmón. “Había que neutralizarlo e incorporarlo, sea el estatu quo tradicionalista y religioso, sea al progresismo ilustrado y bienpensante”, escribe Kohan.

Pero sucedió algo peor. Roca fue el primer desaparecido de la cultura argentina.

Nota: Gracias a Guillermo Alfieri, “Deodorito” Roca, Mario Augusto Bunge, Susana Tampieri y Hugo Estrella por sus recuerdos, sugerencias y bibliografía aportada.