Macri se reúne en Olivos con las estrellas del chimento local. A los pocos días acusa a Recalde de mafioso, por supuesto sin pruebas. De unos aprende la teoría, luego la práctica llega sola. La república te la debo.
Héctor Recalde fue medido pero certero en su réplica a la acusación de ser el líder de la mafia de los juicios laborales que le lanzó Mauricio Macri. Dijo, simplemente, “si quiere insultar, que insulte, ensucia su propia investidura presidencial”. Se piense lo que se piense sobre las demandas de los trabajadores y sobre la persona de Recalde, hay dos hechos incontrastables. Por un lado, el presidente carece de toda prueba que le permita afirmar lo que dice. Por el otro, confirma de este modo lo que le respondió el jefe de la bancada del kirchnerismo: habló desde un lugar incompatible con la función que ejerce. Un presidente no puede formular imputaciones sin las pruebas necesarias, es una regla básica de la división de poderes, el pilar de ese republicanismo que se dice querer defender. Condenar o absolver es cuestión del poder judicial. La república exige no sólo del discurso permanente sino de los silencios autoimpuestos. La verborragia no es tan democrática como parece, y la logorrea bastante menos aún.
Eso sí, esta costumbre está desparramada entre políticos y comunicadores sociales. Lilita se ensaña con De Vido y Majdalani, Wizñazki acusa a Baradel de no estar al día con la AFIP, Patricia Bullrich tiene a Aníbal Fernández en la mira y Majul parte y reparte, pero siempre para el mismo lado. Lo que de alguna manera termina por igualar distintos niveles de enunciación. Lo dicho en una mesa de café, en un diario, en un programa de tele, en el Congreso o en una tarima presidencial está sujeto a las mismas reglas de exactitud –o de inexactitud. Ignorar el lugar de enunciación, hablar en público como si se estuviera en un espacio privado (en el cual Macri podría acusar a Recalde de lo que quisiera) es eludir la responsabilidad del que habla. Como si lo que dice un presidente pesara de la misma manera y tuviera las mismas consecuencias que lo que comenta un taxista.
Claro, alguien podría decir que se trata de una bienvenida democratización de los discursos. Que no hay jerarquías diferentes de palabras. Por lo contrario y pese a las defensas que se suelen esgrimir, este fenómeno es profundamente antidemocrático. Cuando fue la crisis del campo, Lilita afirmó a fin de año y con una sonrisa que Cristina no pasaba de marzo. Si tenía los datos que le permitían decirlo, debería haberlos puesto en manos de la justicia para evitar el quiebre institucional. O si era esto lo que celebraba, el gesto es incompatible con una dirigente democrática. Hay que pensar hasta qué punto esta tendencia a la incontinencia verbal que se permite practicar la dirigencia –y no sólo la política- se lleva bien con la democracia y con la república.
Si de lo que se trata es de afianzar el poder en el sentido común y ese sentido común se sostiene en hablar sin límites y sin prescripciones, entonces qué mejor que decir lo primero que se cruce por la cabeza. Tal vez haya una intencionalidad -¿cómo saberlo?, los hábitos públicos de la gente de Cambiemos se parecen tanto a sus costumbres privadas- en esto de no diferenciar los lugares desde donde se habla. Sería una explicación posible a la decisión de Macri de reunirse en Olivos con una banda de chimenteros. Entre ellos, el negocio es la ausencia de límites, la acusación sin pruebas, el rumor, la traición sugerida. E incluso el uso de información como chantaje, práctica en la que Luis Ventura le gana a sus colegas por varios cuerpos. Claro que lo de ellos es lastimar la fama de gente que precisa que se hable de ellos para seguir siendo famosos y, de últimas, tampoco nadie, ni los propios chimenteros, creen en lo que se dice. Ellos trabajan en la construcción de un verosímil fugaz, deliberadamente intrascendente, aunque en alguna oportunidad la información que propalan haya causado daño.
Desde la política, crea Macri, Lilita o algún otro de los acusadores seriales, no sólo el daño que se puede causar es mayor y más permanente. Se afecta el funcionamiento de las instituciones, justamente porque la acusación sin pruebas se ha incorporado a un estilo pretendidamente descontracturado que se quiere imponer como marca de “sinceridad”. Si se habla sin imponerse limitaciones, esa sería la garantía de que se ha de imponer la verdad propia. Que termina por ser el valor que le gana la pulseada a la democracia.