A las cinco de la tarde hacía rato que la sesión había sido levantada pero en la calle todo seguía siendo movimiento, gritos, represión y protestas.

Ahí vienen los cabeza de tortuga!”. Unos muchachos con la adrenalina por las nubes me recibieron con falsas advertencias cuando, a las 17, llegué a Plaza Congreso. No venía nadie, y menos con cara de quelonio. Hacía ya rato que se había levantado la sesión adentro del recinto y que habían reprimido a manifestantes y a diputados afuera. Venía escuchando la radio en el subte y me bajé en Corrientes y Uruguay porque los informes decían que había sólo algunas corridas a la altura de Sáenz Peña.

Por esas cosas del periodismo freelance, tenía una entrevista a las 15 que no pude mover. Daba por descontado que a las 17 seguirían sesionando, pero me equivoqué una vez más. Estuve viendo en televisores ajenos la maniobra de Carrió para contrabandear la falta de quórum como si fuera desorden institucional. Hay que decir que era muy bonita la camisa que usó la diputada en la jornada del mamarracho. Digamos todo.

El reportero gráfico Pablo Piovano herido con balas de goma por gendarmería. foto/ Joaquín Salguero

En la esquina del cine Gaumont hay un tipo con el ojo rojo. Le pregunto qué pasó y me cuenta que le tiraron con una bala de goma.

–¿Por qué empezaron a reprimir? –le pregunto.

–Porque son unos gatos.

–Bueno, sí, pero qué fue lo que hizo estallar todo.

–¡La ley de mierda que querían votar estos hijos de puta!

–Sí, pero te pregunto si hubo alguien que rompió un vidrio, alguna excusa para reprimir.

–Estos no necesitan excusa. Cobran un sueldo para reprimir.

Alguna gente se arrima como para escuchar a mi informante clave. Se arma una pequeña asamblea que debate cuánto perderían los jubilados si se aprobara el proyecto oficial. La charla deriva rápidamente en las tarifas de luz y gas y en Aranguren. Un flaco con mucha cara de policía de civil se acerca. Mira a otro portador de rostro de cobani por encima de las cabezas de todos. Se hacen señas, se alejan y hablan por sendos celulares. Yo me voy y dejo a la asamblea debatiendo cosas. Rivadavia está desierta y sobre el asfalto hay tachos de basura humeantes.

La primera vez que me tiraron gases (la primera vez que corrí) fue en 1988, en la marcha de la CGT durante el gobierno de Alfonsín. El Coti Nosiglia era Ministro del Interior (es ahora uno de los armadores de Cambiemos) y después de que unas manos sospechosas rompieran las vidrieras de la sastrería Modart  se desató la represión. Ahora, cada cinco minutos alguien me pregunta por alguno de los infinitos canales de comunicación si estoy bien. Si, agradezco. Son amigos, compañeras, conocidos. En el 88 tuve que caminar varias cuadras para encontrar un teléfono público y avisar que estaba bien. La tecnología avanzó mucho más que las estrategias gorilas.

foto/Carlos Brigo

Me arrimo al Congreso. Estas vallas las conozco. Vaya vallas. Son igualitas a las que pusieron en 2001 en Plaza de Mayo y nunca sacaron. ¿Son las mismas? No parece. Antes bien, mandaron a fabricar miles: el edificio legislativo está completamente tapiado con ellas. Alguien me dijo alguna vez que fueron diseñadas en Alemania. Que si se para un cana sobre la pata de apoyo no las voltea ni un equipo de rugby. No voy a hacer la prueba hoy.  Hay miles de ellos del otro lado.

Salí temprano de casa, con la recomendación de mi hija de cuidarme. Se lo prometí a media docena de personas más.  Elegí la ropa para venir a la plaza como lo hacía en la época en que en cualquier marcha te podían reprimir. Es decir, antes del 2005. Me puse ropa cómoda para correr y en la mochila metí un pañuelo y un limón. Lo toco. Está ahí.

El olor a gas lacrimógeno sigue en el aire y pica en los ojos. Me siento contra una persiana cerrada. Está todo cerrado, las calles están peatonalizadas de hecho, como si fuera la final del Mundial. O como si un gobierno intentara sancionar una ley a los tiros.

Somos pocos, unas mil personas.  La semana pasada, en la Marcha de la Resistencia en Plaza de Mayo, a las dos de la mañana, éramos más. La plaza del Congreso está bella, con todo el sol de diciembre en el lomo. Hay grupitos de personas acá y allá, con hileras de gente sentada en los cordones.

Me apoyo en el hermoso edificio de la Auditoría General de la Nación. Caramba, estoy nostálgico: me acuerdo que cuando fue la primer movilización del Ni Una Menos, vine a cubrirla para Tiempo Argentino y con el fotógrafo, mi amigo Mariano Martino, subimos a la terraza para hacer la toma desde arriba. Era una época en que nomás pedías permiso para entrar al edificio público y entrabas. Nos acompañó alguien de seguridad o mantenimiento que nos contó que el edificio se llama Raúl Alfonsín desde que el kirchnerismo lo puso en valor.

Voy un poco más allá. Me paro cerca de las rejas a escuchar lo que los muchachos le gritan a los policías. Me apoyo en esa confitería con tan poca onda que está en diagonal al Congreso, frente al Molino. Hay uno de barba y cara de Puán que –desde este lado de las vallas– les pregunta con qué cara miran a sus hijos después de reprimir  a quienes son de su misma clase, a quienes pueden ser sus padres, sus primos.  Hay otro que les grita que son los asesinos de Santiago Maldonando. Otro que dice “vos, el de las estrellitas, qué cara de pelotudo que tenés, eh?”. Estar acá no es cuidarme, pienso. Me voy más al centro de la plaza.

Me acuerdo que cuando venía a cubrir marchas para Tiempo tenía un yeite: describir las cosas que se venden. Eso me daba una buena cantidad de caracteres si había que estirar. El chori y la gaseosa es lo más clásico, pero había una remeras con las consignas de ocasión, chipá, banderas, el infaltable pan relleno, en fin. Ahora, la represión es una amenaza enorme para todos, incluyendo a los vendedores. Estos neoliberales, siempre haciendo mierda las PyMEs.

Hay unos que levantan la voz. Me acerco y tres hombres grandes están discutiendo con dos jóvenes fotógrafos. Reconozco a Nazareno, amigo de mi hija. Está haciendo el curso en Argra. Le pregunto a los caballeros qué pasa y me sueltan una cantidad de prejuicios viejos contra los fotógrafos. Que por qué le sacan a la gente, que donde van a publicar esas fotos. Amigo, le digo, estás en una plaza y en una manifestación. Lo mínimo es que te saquen fotos, andá allá, vas a ver que si estás allá no te sacan. Se van. Todo esto es captado por la tele. Me entero por la decena de mensajes que entran en un minuto.

foto/Joaquín Salguero

Por acá lo veo al colega Claudio Mardones, ex delegado de Tiempo Argentino, que está cubriendo la represión. Le quiero decir que no voy a poder ir a la fiesta de Tiempo porque tengo que escribir esta nota, pero no le digo nada porque se arma catanga de vuelta en la esquina de Callao. Se conoce que el de las estrellitas se hinchó las bolas de que se rían de su cara y empezó a repartir gases y agua con colorante para todos lados.  Chau Claudio. Eso tampoco lo digo.

Corro instintivamente hacia el sur, de donde soy. Gran error, porque ahora vivo en el norte y si quiero volver voy a tener que hacer un rodeo. Meto la mano en la mochila y saco el pañuelo y el limón.

La última vez que me ardieron así los ojos fue en Brukman, recuerdo.  Era 2003, el presidente era Duhalde. Nos corrieron por Jujuy como hasta Caseros. Me acuerdo que los proyectiles de gas volaban sobre nosotros, como para encerrarnos. Igualito que ahora. Hay tradiciones que no cambian, canejo. Viva la patria.  Somos unas 15 personas corriendo por Solís. Al trote, corto el limón con la victorinox y lo reparto. Todos saben qué hacer. Al llegar a Alsina aflojamos, ya no nos siguen. Pero el gas ese de mierda se nos metió en la nariz, en los ojos. Algunos vuelven; yo no, porque encuentro un chino.  Me compro una cerveza contra todos los males de este mundo. Le pregunto al chino si no vio corridas. No entiende. Si vio pasar a la policía.

–Acá toro policía –dice.

No tengo presupuesto para buenos informantes claves.

Tomo la cerveza sentado en un cosito mientras hago zapping de radio. La diputada Carrió –me entero– le dijo a la ministra Patricia Bullrich que pare la mano.

Me asomo como para volver, siguen las corridas. Voy a pegarle la vuelta al Congreso, a ver por dónde van las vallas. Camino hasta  Sarandí (hasta ahí está tapiado) mientras me acuerdo de la anécdota de Keith Richards. Le preguntaron una vez qué músico actual le gustaba y dijo algo así como “me gusta esta chica Amy Winehouse, pero tiene que parar un poco con las drogas”. Eso fue dos años antes de que la cantante falleciera por sus adicciones.

Que Carrió te diga que pares la mano es como que el bueno de Keith Richards te diga que no te drogues más, pienso.

Fabricar vallas es mejor negocio que hacer cerveza artesanal, a Marcos Peña no se le ocurrió. En cada una de las esquinas a 200 metros del Congreso hay un despliegue de metal que ni Riff y V8 juntos habrían logrado.

Me cuelgo de un 60. Estoy volviendo, digo por whatsapp.  Justo entra un mensaje de mi amigo Ramiro Barreiro, otro ex compañero de Tiempo, candidatazo también a que lo caguen a palos en cuanta represión hubo estos años. Rama me escribe: “Papito, como arden los gases nuevos, los yanquis”. No sabía que eran yanquis, le escribo, pero si, tenés razón.

Todavía me arden.

foto/ Carlos Brigo