El neoliberalismo muestra un mundo partido en dos, unos roban, otros vienen a que todos ahorremos y paguemos por los excesos de ayer. Una moral que esconde los negocios de hoy, una nueva corrupción de guante blanco y que vive offshore. (Ilustración: La oficina del recaudador de impuestos, Peter Brueghel, el Joven)
La corrupción se ofrece, en el neoliberalismo, como el contrapeso de la austeridad. De un lado el derroche, el robo a cien manos, el chofer que se hizo millonario, la cartera Louis Vuitton, la cantidad de circulante en la calle, la obra pública. Del otro, la reducción del gasto fiscal, los despidos en el Estado, el cierre de programas sociales, más despidos, más contracción, reducir el costo laboral, extirpar rutas aéreas. La austeridad es suprimir, recortar, quitar. No tener.
La corrupción, a contraluz de tanta austeridad, se amplifica, se vuelve colosal. Tanto, que requiere de excavadoras y fiscales para definir lo profundo del atraco. Tanto, que son cientos los juicios y los jueces y cientos las publicaciones, los programas de TV y la insulsa vida virtual de los trolls. Todo en un mismo plano, de llevar adelante una gesta cuya frase final es: “que devuelvan todo lo que se robaron”. Es decir, no presunción de robo sino robo, directamente, luego del bombardeo acusatorio a través de los medios. Y con periodistas afines, siempre indignados y a sueldo.
El neoliberalismo hace de la austeridad una herramienta de sumisión moral. De sometimiento. Se instala la austeridad como valor, y entones no se discute el recorte, no se discute el cierre de programas. Se acepta. Dicen: hay que gastar menos, hay que ser prudentes. La gente, el pueblo, cede, se achica, tiene menos. Menos subsidios, menos planes, menos programas, menos hospitales. “El recorte es necesario”, amenazan; “avanzar por un sendero estrecho”, insisten en los diarios. Hay que pagar una deuda, eso dicen, que hay que pagar una deuda ¿Pero cuál, qué deuda? La del pasado. El pasado nuestro, el inmediato, el de la década K. Ese pasado y el que fue antes de 1955 y antes de 1976. Hay que pagar todo eso.
El populismo es puesto en deuda, en una deuda para siempre. Deuda y culpa forman una misma trama histórica de dominación. Desde hace casi ocho décadas se dice y se repite: la culpa de todo, absolutamente de todo, la tiene el peronismo. Y Perón: del primer trabajador al primer deudor. Y, desde ya, al primer culpable. Esta es la ecuación política, hacer de la igualdad y la distribución un delito. La condena neoliberal es esta: deben pagar por el error fatal que cometieron. ¿Cuál es ese error? Distribuir, poner el dinero en la calle, hacerlo circular, exhibir el incremento del PBI. Esto, para la austeridad neoliberal está mal porque dicen que es la fuente más directa para la corrupción: ante tanta circulación, ante tanta obscenidad del gasto, la corrupción está a la mano. De este modo muerden con sus dientes de hiena.
La austeridad neoliberal propone a cambio “pasar el invierno”, atravesar el mal momento hasta la llegada del “segundo semestre”, “dar una vuelta de página”, “la luz” al final del túnel. De Alsogaray a Macri y de Martínez de Hoz a Michetti. Lo mismo de siempre: austeridad con espera. En el fondo queda siempre la deuda populista, antes llamada fascismo, el tirano prófugo, el primer corrupto de la Argentina moderna. Casi como sacado de un libro sagrado: para no ser corruptos, debemos ser austeros. Ellos dicen esto, que nosotros debemos ser austeros. Insisten: para evitar al peronismo, la oferta es la austeridad, la cura política es la austeridad. Todo esto tan afín al mocasín radical, que no para de caminar y caminar por los pasillos rascando la olla. Como siempre.
Sin embargo, la austeridad pierde su moral santificada cuando se ve la enagua de las finanzas. El neoliberalismo pone a la vista, sin quererlo, su erotismo y su lubricidad prostibularia. Lejos de la austeridad, la circulación de encajes, comisiones, pagos en el extranjero, blanqueos y otros modos de derroche, se celebran entre pocos. Se celebra entre rufianes. Se celebra en casas de tolerancia financiera y entre pocos. La “trata” es tan visible que la esconden en lugares públicos. Millones, ciento de millones. Miles de millones. Mucho dinero abstracto, de asiento contable en bancos y paraíso fiscal. Hacia allá va, sin austeridad y sin corrupción. Y sin tener que arrojar los bolsos repletos de dólares por encima de la muralla de un convento de monjas.