El presidente eligió temas de los que se habla poco y nada: las economías populares, la equidad en el esfuerzo, la entente servicios-justicia-medios. Una buena manera de abrir una etapa en la que hay que barajar y discutir todo de nuevo.
Digámoslo de una: fue un discurso notable. No por su despliegue retórico: Alberto no es un orador experimentado como sí puede serlo Cristina, quien se siente a sus anchas en el mundo de la oralidad y a la que le gusta proponer un contendiente real pero ausente (Clarín, Bonadio) con el cual pelearse. Lo del presidente fue otra cosa. Salvo en el comienzo y en el final, donde suelen enunciarse principios generales, fue a los bifes y planteó cuestiones que no suelen estar presentes en los debates políticos argentinos. Para decirlo en otras palabras, marcó agenda. Lo cual no significa que sus planteos pasen a forma parte de los temas que suelen recorrer los medios. Bastaba ver un rato la tele luego del discurso para darse cuenta de que ciertos periodistas se resisten a abandonar el repertorio con el que hicieron fama y fortuna. Entre otras cosas, porque no les da el cuero para meterse en ciertas cuestiones.
El presidente planteó que habrá un eje que articulará la política económica: la emergencia social. Ni cuentas que den parejito, ni restricciones de caja cuando hay hambre y exclusión. Esto se enfrenta a un lugar común de los economistas del sistema que sostienen como una verdad revelada que el único camino duradero es el déficit cero. Lo cual ha llevado a la construcción de una ideología antiestatal de la que se nutrió el macrismo –que lo llevó incluso a ganar dos elecciones- y que lo terminó enterrando; cuando decidió amigarse con el Estado, lo hizo mal y a destiempo. Dentro de ese clima de época, Alberto introdujo una nueva cuña, la equidad en el esfuerzo. Contra el “todos debemos sacrificarnos” del gobierno anterior, ahora se postula que los que más tienen deben aportar más a la caja común. O sea, sin necesidad de anunciarlo, habló de aumentos a las retenciones y al impuesto a los bienes personales.
Otro tema novedoso fue alrededor de la articulación servicios de inteligencia-justicia-medios, articulación que produce una importante parte de la información (la real pero sobre todo la fake) que se consume en la Argentina, como lo puso en evidencia el caso Santoro. Usar la publicidad estatal como servicio y no como propaganda, de concretarse, puede inaugurar una relación diferente entre gobierno, medios y la población. Por otro lado, están naturalizados los programas con nombre propio (Majul, Lanata, Sylvestre), algo que sigue la dinámica del star system mediático pero que con el tiempo terminó convirtiendo en una oportunidad para hacerse de buen dinero estatal y ejercer influencias a favor del mejor postor. Y, con la decisión de no pautar en esos programas, lo que Alberto Fernández planteó es que el Estado no puede ni debe ser cómplice de ese sistema, sin por eso atacarlo ni hacerlo imposible. De hecho, Neustadt se mantuvo por décadas con el aporte de “las empresas a las que les interesa el país”.
También puso en primer plano cuestiones que suelen pasarse de largo. Una es un problema serio realmente, el endeudamiento de las familias argentinas que es realmente considerable. Lo otro es una solución aportada por actores que no suelen ser reconocidos pero que, con apoyo, pueden convertirse en una opción, tanto para productores como para clientes, lo que se da en llamar las “economías populares”. Una modalidad que incluso puede, en el largo plazo, dar pie a nuevas formas de sociabilidad donde las transacciones comerciales funcionen como lazos sociales. Ampliar el repertorio de actores económicos puede romper con la impersonalidad de las grandes superficies. Pero queda claro que estos son procesos de largo plazo. Aun así, hablar de economías populares es traer al primer plano a los ninguneados de siempre.
Finalmente, después del “curro” y los negacionismos, recuperó el valor de los derechos humanos, condenó el gatillo fácil y atacó la doctrina Chocobar. Lo cual hace aparecer al gobierno de Macri como lo que fue, un interregno donde la política de seguridad se ejecutó contra toda noción básica de imperio de la ley.
Tal vez lo que suene menos eficaz es lo que podría considerarse una sobreactuación de la unidad como valor. Alberto Fernández sabe bien (y lo ha sufrido y mucho durante la campaña) que la grieta –sea esto lo que sea-no se cerrará, primero porque hay una serie de sectores que lucran con ella, en particular los medios y, en segundo lugar, porque es la expresión de intereses e ideologías contrapuestas. Puede llegar a funcionar por un tiempo como amortiguador de previsibles conflictos, para quitarles algo de virulencia y no repetir situaciones cruentas como las que ocurrieron alrededor de la 125. Pero de una manera u otra la grieta renacerá una vez terminada la luna de miel (algunos medios ya empezaron, incluso antes de la asunción, a pegarle para que tenga y guarde). Los nuevos temas parecen un buen antídoto para cuando llegue la hora de la suelta de venenos.
Los discursos son discursos y las realidades no siempre se les parecen. Cuenta la leyenda que Enrique Santos Discépolo escribió “Uno” desde el desaliento, antes de la llegada del peronismo para el cual militó, que en verdad es un tango que debe leerse en clave política. Venía, como muchos de nosotros, de muchas batallas perdidas y de otras que parecían victorias pero nunca lo fueron realmente. El discurso del nuevo presidente abre un espacio a esos versos bellos y contradictorios: “Si yo tuviera el corazón, el corazón que di si yo pudiera como ayer querer sin presentir…” Así estamos, entre el amor y los presentimientos.
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