El oficialismo hace reclamos de legalidad para defender sus políticas y presenta a la seguridad jurídica como un valor supremo. Sin embargo, como sucedió con Arsat 3 y la Ley de medios, se puso del otro lado del derecho. Un presidente capitalista y sus dificultades para ser republicano.

Cuando estalló el affaire de los Panamá Papers, la defensa del gobierno fue que nada había de ilegal en la operación. Esa justificación fue suficiente como para que Laura Alonso diera por buenas las cuentas offshore del presidente, todo con el beneplácito de Lilita Carrió, quien  por un rato dejó de lado el ceño fruncido y la sonrisa sobradora para salir apurada a bendecir a su socio y a sus negocios.

La apelación a la ley  es una permanente en el discurso oficial: ya fuera para justificar –apelando a un supuesto resquicio legal- la decisión presidencial de nombrar dos ministros de la Corte por decreto o para defender, derecho de la propiedad mediante, la represión en la planta de Pepsico en Vicente López. Ritondo acaba de declarar que no se trató de represión sino de un desalojo. La gestión Macri quiere presentarse como el gobierno de la seguridad jurídica, en nombre de la cual  pretende una reforma laboral que, a la brasilera, retrotraiga los derechos laborales a fojas cero, territorio en el que el presidente pretendió enterrar –parece que no era del todo legal la inhumación- los perdones otorgados al Correo Argentino.

Es habitual escuchar que los abogados expliquen que el derecho no es un tema de justicia sino de leyes. Leyes que suelen ser imperfectas y que permiten diversas lecturas. Que tienen vacíos, muchas veces dejados a merced de la astucia de letrados y asesores. Las grandes empresas, como suelen decir sus voceros, no evaden impuestos, los eluden. Es decir que han encontrado –y hay importantes estudios que se dedican a pergeñar maniobras que parezcan ajustadas a derecho- la manera para que lo que se hace fuera de la ley parezca legal. En defensa de sus ganancias, muchas veces el capitalismo se siente obligado a violentar su propia legalidad. Puesto a convivir con otros mundos debe armar un tinglado jurídico que suele terminar por resultarle  incómodo y del que trata de zafar cuando se le presenta la ocasión o cuando los demás están (o fingen estar) distraídos. En cierto sentido, el populismo ha hecho olvidar, o relegar, que vivimos en una sociedad capitalista, en la que la lógica del beneficio entra en colisión con los derechos republicanos, cosa que sabemos desde el bueno de Carlos Marx. Un espacio donde eso se hace evidente es en la cuestión impositiva en la que el gobierno se debate entre la necesidad de fondos para el funcionamiento del Estado y el instinto empresarial de no entregar los dineros propios para que ese Estado lo gaste, por ejemplo, en gente que tiene familiares discapacitados o para garantizarle el sustento  a pobres de diferente origen. El capitalista es como Robinson Crusoe y sólo sale de su isla para cruzarse a hacer negocios con otros solitarios que comparten plazos y objetivos. Más sutiles, el gobierno y la prensa –sobre todo La Nación- hablan de la insoportable presión impositiva. El primitivismo de Susana Giménez la lleva a comentarios indignados como “nos están matando con los impuestos”. Lo cual lleva, casi como forma de autopreservación,  a una defensa de la evasión: a poco de asumir, y durante el anuncio de eliminación de las retenciones al campo, Macri le dijo a los productores que ahora ya  no tenían excusas para no pagar sus impuestos. Es decir que antes las tenían y que el cumplimiento de la ley está sujeto a la lógica del beneficio y del deseo individual. Melconian se expresó en el mismo sentido. Después de eso vino el blanqueo, que fue una forma pragmática –y tal vez inevitable- de perdonar la evasión y convertir al evasor en un benefactor.

Con esta dinámica, la ley deja de ser un contrato que, al menos en la teoría, involucra a todos los habitantes de un país, para convertirse, según convenga, en una coartada o en un obstáculo a esquivar. En el primer caso se justifica la evasión y ciertas decisiones oficiales que entran en colisión con las reglas de la política e incluso de la república. En el caso del intento de privatización del Arsat 3, la decisión ignora olímpicamente la ley que prohíbe expresamente que la vida satelital del país forme parte de un negocio privado. Para poder hacerlo, el oficialismo estaría obligado a generar un consenso parlamentario al que no le ve muchas posibilidades y que va un poco en contra de  sus usos y costumbres. Ya había sucedido algo similar con la disolución del AFSCA, lo que significó prácticamente la derogación de la Ley de Medios por decreto.

Ese uso discrecional de la legalidad y el abuso de sus límites –basta recordar la cifra de vetos a leyes que impuso Macri siendo jefe de la ciudad- se establece en nombre de la república que se pretende defender  con razones que nada tienen que ver con ideas jurídicas y republicanas. En ese sentido, Macri se presenta como el presidente capitalista sin imposturas populistas, de allí parte de su bienvenida al mundo Trump o su amistad por conveniencia con Temer. Y también debe a eso cierta aceptación: es un capitalista sincero, al que le falta, eso sí, el carisma que  pudo llegar a tener uno de sus modelos, el italiano Berlusconi. En eso, María Eugenia Vidal,  que comparte con el presidente el credo capitalista,  tiene una mejor disposición a la puesta en escena de la ternura, un paternalismo –o un maternalismo en este caso- que él no está dispuesto a asumir y cuando intenta ejercerlo se le nota demasiado la impostura..

La república, la democracia se sustentan en la relación –que es siempre problemática- con la ley. Un gobierno al comprometerse con esta idea, puede administrar los conflictos. No es esta una vocación de Cambiemos. Su ideal es que la balanza de la justicia se incline para el mismo lado. Aunque sufran las leyes.