Existe un fenómeno o una subcultura argenta que consiste en hablar mierda del propio país y la propia gente. ¿De dónde viene tan regocijante fenómeno? Si se trata de una patología (con perdón) colectiva, ¿tiene algún tipo de excepcionalidad mundial? Una indagación modesta sobre el asunto. (Ilustración: Martín Kovensky).
Situación 1.
En el estudio del contador, el de un médico, el de un escribano, la inmobiliaria, un bondi. No importa. La escena trascurre en cualquier sitio, suele transcurrir en muchos sitios. El relato (luego hay más) viene de mi pareja e inspiró este texto sobre ese notable rasgo argento que consiste en hablar mierda de la Argentina. Putear contra la Argentina. Vivir para el orto, como una condena y una vergüenza el hecho de vivir en Argentina. E imaginar y propalar sin datos empíricos, ni conocimiento -pura bableta, vaguedades, contradicciones- que afuera, en cualquier lado (o mejor, en los “países serios”), todo es infinitamente mejor y más bello. No vamos a abundar desde qué maquinarias se alimentan estas percepciones y actitudes que de hecho de están en buena parte de nosotros (supongamos un titular que diga “Pérez: de cartonero en Lugano a emprendedor y millonario en Basilea”).
Esta nota comenzó a ser escrita hace quince días más o menos, debió ser interrumpida por razones de fuerza mayor, y se reemprende ahora en un escenario de elecciones que sin dejar de ser importantes tienen algo –como la pandemia- de crepusculares. El relato de mi pareja era más o menos así. Va sin comillas:
Hablábamos de la pandemia. Nos habíamos visto con este escribano en el 2019 por primera y única vez así que le pregunté cómo estaba y cómo había pasado la pandemia. Si había bajado mucho el trabajo y demás.
-No, yo lo pasé bien dentro de todo. Acá seguimos trabajando. No tengo problemas en lo económico. Pero estoy harto. Quiero viajar, no aguanto más. Yo quiero viajar al exterior ya.
-Y no, no te conviene. Yo no saldría del país en este momento y menos ahora con la variante Delta. Es riesgoso, en muchos países la pandemia volvió a agravarse. Pero podés viajar dentro del país. Tenés mil lugares hermosos.
-Nooo, nooo. ¡Estoy cansado de este país!
Era muy claro lo que trataba de decir. Pero igual le pregunté con ironía, cosa que no entendió:
-Ah ¿conocés toda la Argentina?
-No para nada. Yo ni loco viajo dentro del país. No me interesa. No me gusta.
-¿Cómo que no te gusta?
Le hice una recorrida por distintos lugares espectaculares de la Argentina mientras mi madre decía: “¡Pero si los extranjeros se vuelven locos con la Argentina!”.
Ahí empezó el escribano con un tono aún más lastimoso:
-Vieron lo que es este país. Los políticos. No se pueden sentar a una mesa para hablar, para ponerse de acuerdo. La gente de este país no tiene arreglo. Acá es siempre lo mismo. Y lo mismo con esto de la pandemia, dicen una cosa, hacen otra… Es todo corrupción. Estamos cada vez peor. Yo lo que veo es que siempre estamos peor.
Traté de explicarle que todo lo que decía era poco concreto. Para peor, mi madre trató de explicarle que no tenía que creer en el discurso de los medios hegemónicos (zás, cagamos, pensé. Medios hegemónicos). Mamá se extendió un poco con ejemplos muy ciertos pero muy 6,7,8.
Como el tipo volvía con que “acá los políticos son de lo peor” le pregunté:
-¿Vos decís que acá los políticos son peor que Trump o que Bolsonaro, por mencionar algunos? ¿A vos quien te gusta? ¿Macron?
No me respondió. Volví a preguntarle:
-En serio, ¿qué político te gusta?
-No, no sé. A mí no me interesa la política. Yo no soy ni de uno ni de otro.
-Mirá, cuando uno dice eso yo tiendo a pensar que es de “otro”.
Creo que no entendió. Él insistió.
-Yo lo que quiero es poder viajar. Estoy cansado de este país. Afuera nada que ver.
-¿Nada que ver con qué? ¿Vos de que país hablás? Y qué querés decir cuando decís “nada que ver”.
-Europa, nada que ver.
Ahí medio que yo me puse nerviosa y le dije que no entendía su “sensación” y que no me estaba pudiendo explicar que era eso de nada que ver. Traté de decirle que si él hablaba de Nueva Zelanda yo entendía que era una sociedad más organizada pero que de todos modos hablaba de un país de cuatro habitantes y que no era muy lógico comparar a la Argentina con ese tipo de país.
Terminó diciendo:
-Ojo que yo amo a mi país. Yo ni loco me iría a vivir a otro lado porque viste, uno va por la calle y siente que es su lugar. Los olores, las caras. Yo veo la cara de ustedes y me resultan familiares.
-Y sí, nos conocimos en el 2019.
-No no, ya sé. Digo que uno va por la calle…
-Sí, te entendí.
En algún momento, dadas las pelotudeces que dijo, le expliqué también que el gobierno había manejado muy bien la pandemia pero él me dijo:
-Y no sé…Tengo mis dudas. Por algo tenemos más muertos que otros países. Somos los peores en eso también.
Ya medio sacada, quise explicarle que en muchos países, incluso los “serios”, se subregistraron muertes y contagios. Que no pueden explicar sus enormes excesos de muertes anuales. El tipo, nada. Ciego, sordo, mudo.
En ese momento –relató mi pareja- me levanté y nos despedimos con la total certeza de que esa sería la última vez que vería a “Cansado de este país”.
Situación 2. Escuchá lo que te dice este pelotudo.
Esta otra anécdota me tocó a mí. Repetición: nos toca a todos, casi todos los días. Clásico de la escena: un taxi, aunque disiento con la generalización según la cual todo taxista es un ente reaccionario y resentido. Yo, apesadumbrado, porque venía de ver a mi hermano en la terapia intensiva del Güemes, rumbo a Luis María Campos. Sin fuerza para pelear ninguna discusión.
De movida el tipo me preguntó si me molestaba que fumara. Con la primera dosis encima (ese mismo día me tocaba la segunda), muy cansado, le dije que no, que no me molestaba. Luego quise bajar la ventanilla por si las moscas y el bicho y no pude. La ventanilla no se levantaba al apretar la tecla. Tres veces le dije que no andaba y el chabón no escuchaba. Pensé que me estaba provocando. Hasta que salió de su mambo interno, pidió disculpas, pude bajar la ventanilla. No sé para qué carajo me pongo a abrir o dar conversación con la gente. A veces es mezcla de curiosidad y un tipo de amabilidad pusilánime. El tipo venía escuchando en la radio temas melódicos muuuuy viejos y muuuuy melosos. Un semáforo nos detuvo junto a otro auto en el que tronaba otra radio con un tema argento con sonido medio punk. No sé qué grupo o tema sería. Le dije al tipo (estúpido afán de trabar conversación con chistes que solo entiendo yo):
-Parece que vos y él no escuchan la misma música.
-¿Eh?- preguntó el taxista, vuelta a salir de su pasmo. Entonces bajó el volumen de la radio, puso un gesto de asco para saber qué escuchaba el otro, y otro gesto de asco, violento, a modo de respuesta. Dijo que de todos modos lo melódico viejo –aquello que él estaba escuchando- no era su único género radial a consumir. Que hacía zapping por la Aspen, la Blue, la Top. Y claro: Baby Etchecopar. Elogios para Baby Etchecopar. Dijo que Baby Etchecopar quizá se pasara de vehemente pero que tira muchas verdades. No sé para qué seguí la conversación. Cuestioné a Baby Etchecopar no por su ideología (modo blando) sino por humillar a su audiencia, por su violencia verbal. Se ve que hace mucho que no escucho a Baby porque el tipo me explicó que eso lo hacía antes, en la televisión o en otra radio. Pero me dijo a cambio que Baby Etchecopar era “un mercenario”. Y que seguro que cobraba por abajo por ser mercenario. ¿Y para qué escuchás a un mercenario?, le pregunté. Creo que respondió que porque el mercenario dice muchas verdades. E insistió en que él escuchaba de todo.
Esto fue hace como quine días y me cuesta recuperar el diálogo. Pero el tachero dejó en claro que él ni Macri ni Cristina. Que Macri era un putito (así dijo) que nos dejó una deuda del orto, que benefició a sus amigos empresarios, que los benefició con el manejo del dólar, que la otra hija de puta había dejado “una bombita” pero Macri empeoró todo. Aun así igualó a ambos. También sentenció –lo dejo como remate- que él se cagaba en las Malvinas y que si pasáramos a ser colonia británica seríamos potencia en diez años.
-Pero fuimos colonia española.
-Por eso. Si fuéramos colonia británica (él dijo “inglesa”) seríamos potencia.
Hizo muchas otras revelaciones de primer nivel, finalizándolas con este latiguillo: “Vos escuchá lo que te dice este pobre pelotudo y después me decís”.
Solo en Argentina los profetas (¿Los profetas del odio?) se presentan como pobres pelotudos.
Situación 3. Posteo.
Posteo en Facebook del colega Fernando D’Addario:
“Estoy suscripto a una inocente página de Facebook que postea cosas vinculadas con pueblos y lugares poco conocidos de la Argentina. Es casi todo bastante naif y se celebran pulperías sobrevivientes, paisajes eternos y animalitos exóticos. Una persona sube esta foto (Nota del Autor: la foto de un hospital nuevo) y pregunta: “¿Alguien sabe qué es? Es en San Luis”. Nadie sabe nada. Basta que alguien conteste “Es el nuevo hospital de alta complejidad Ramón Carrillo, en San Luis” para que se despliegue una fila de comentarios: “Otro curro K”, “elefante blanco”, “lavado de dinero”, “pura fachada sin recursos humanos”. Alguien atina a observar “¡Si no hay hospital se quejan de que no hay hospital y si hay hospital es lavado de dinero!”. Pero es reprendido por otro que le objeta “¡Este grupo no es para hacer política!”. Quiero creer que hay una mayoría silenciosa que, por fuera de estas burbujas, donde hay un hospital ve un hospital, eventualmente va, se atiende, y según como la traten emitirá una opinión. Parece una secuencia sencilla”.
Pero no lo es, apunta el que escribe.
Situación 4. ¿Y afuera?
Se me hace, hipótesis incomprobable, que todos los habitantes de todos los países –un modo de decir- tienen folklores y miradas sobre sí mismos más o menos auto lacerantes. No tengo corroboración empírica de esto, pero calculo –tiendo a postular- que el caso argento es especial, tirando a excepcional. Si es por comprobación empírica, solo tengo resultados de dos países en los que viví: un tiempito en México, un tiempo largo en España. Cuando llegué a México todavía estaba de moda una canción que cantaba el Chava Flores, “cantor de los barrios”, ya canoso. Las dos primeras estrofas alcanzan como muestra de lo irónico, auto paródico y tierno que puede ser el humor mexicano (también negro, fantástico y brutal), pero también algo autoflagelante:
¿A qué le tiras cuando sueñas, mexicano?
¿A hacerte rico en loterías con un millón?
Mejor trabaja, ya levántate temprano
Con sueños de opio solo pierdes el camión (bondi).
¿A qué le tiras cuando sueñas, mexicano?
Con sueños verdes no conviene ni soñar
Sueñas un hada y ya no debes nada
Tu casa está pagada, ya no hay que trabajar
En España la cosa, el bruto complejo de inferioridad a la salida del franquismo, se resumía fácil (al menos en Cataluña): “Europa comienza en los Pirineos”. Luego se agrandaron mal, se pusieron gordos. Ahora es el turno de derechas muy duras y gritonas, en menos que relativo ascenso.
La pregunta es para antropólogos y otros: ¿por qué nos tratamos tan para la mierda los argentinos en relación con el propio país? ¿Cómo pasamos, muchos, de “el que no salta es un holandés” o el himno en las canchas y la “hazaña de Los Pumas” a hablar pestes de nosotros mismos, no solo a echarle bosta a los pobres, los bolitas, los fieritas, los políticos? ¿En Alemania hablan tan horriblemente de sí mismos (dejemos afuera las políticas culturales sobre la revisión del Holocausto)? ¿Hacen chistes de lo zonzos que son, los alemanes, tal como en Argentina hacíamos esos chistes, en los ’60, basados en dos personajes muy elementales, Fritz y Fanz? Los ingleses tienen diversos tonos de humor para reírse de sí mismos. Pero es un humor algo ligero, o elegante, o perdonavidas. Habrá franceses que hagan chistes odiosos sobre los males del país echándole la culpa a los inmigrantes árabes y descendientes de inmigrantes resentidos con los franceses caucásicos. Estados Unidos sobrevive aun, en su decadencia, bebiendo de sus mitologías fundacionales. Incluso el mejor cine independiente yanqui, crítico, se alimenta de esa mitología de los grandes y benevolentes valores de los Padres Fundadores. Los judíos tienen un humor sobre sí mismos formidable y algo implacable. Pero mejor que los chistes los hagan los judíos y no los goim, o gentiles. Hay buenas (no siempre las viejas) pelis italianas con mucho humor sobre lo italiano. En ellas destaca no el odio, sino la humanidad y la ternura. Y hablamos del país que “inventó” el fascismo (para eso habría que volver a ver Novecento, con sus muchas crueldades). Muy raro todo.
Hipótesis. Psicoanálisis de peluquería.
La hipótesis a la hora de darle un packaging a todo esto es de una obviedad espantosa y quizá, a la vez, sirva para vaya a saber qué. Argentina –aunque lo diga también la derecha es cierto- es un país que solo contando desde 1975 o desde el regreso de la democracia viene de demasiada crisis, demasiado fracaso, demasiado empobrecimiento real y simbólico. El país de mi infancia con Illia y aun con Revolución Argentina (Onganía-Levingston-Lanusse) era más armónico que el actual, más equilibrado, más justo en términos de desigualdad, supongo que por el peso histórico de lo que dejó el viejo peronismo. El kirchnerismo reconstruyó, pero algo no pudo hacerse del todo bien porque nos garcharon finito de nuevo con enorme facilidad. Vino la amargura con Macri y ahora la cuádruple pálida de la herencia recibida, la pandemia, un gobierno que hace lo que puede sin imagen de potencia y unas elecciones crepusculares.
Argentina tiene algo de aquella frase de la separación de Los Beatles: The dream is over. Pesa el viejo, valioso y entrañable imaginario del ascenso y la movilidad social pero no hay ni ascenso ni movilidad social como en los buenos, viejos tiempos. Eso de algún modo está sucediendo hace añares –desde Thatcher y Reagan- en cantidad de países. Con una diferencia: el odio se dirige a la política en general, a los inmigrantes, a otros países, a la globalización, a lo que sea. No al propio país, a la propia identidad, a la “patria”, a su gente. O eso parece.
El imaginario del “fracasado” era muy fuerte en los 60 y 70 en Argentina en la dramaturgia, el cine y la pintura de la vida cotidiana con algo de sociología. Tenía algo de oficinesco a lo Benedetti, algo de papá de Mafalda, algo de Nowhere man (otra vez Los Beatles) y de Natalio Ruiz, el hombrecito del sombrero gris. Pero se trataba de un fracasado individual, no del tipo que sufre y se resiente por un fracaso que percibe como colectivo. “Este país de mierda”, “Estoy cansado de este país”. Vaya a saber cómo y cuánto influyó el 2001, el final macrista (el macrismo ayudó mucho a la auto flagelación con su cultura de nuestro fracaso versus los presuntos éxitos extranjeros, cultura anclada en algo que está en nosotros), la pandemia, cierta impotencia del gobierno de Alberto… que hace lo que se puede.
A riesgo de repetir, cuando mi pareja me contó la aneda del escribano le dimos vuelta a la cosa y encontramos el presunto hallazgo o la obviedad: nuestra excepcionalidad nacional de desplazar las propias cuitas al fracaso nacional, el país de mierda. Hicimos sociología y psicoanálisis de peluquería. Las propias cuitas pueden ser un matrimonio infeliz, una mala convivencia familiar, una vida aburrida, no poder consumir todo lo que se desearía consumir, el encierro en pandemia, el descenso de las clases medias, el odio de las altas (y no solamente de las altas), la imposibilidad en los jóvenes de pensarse un sentido de vida y un proyecto, la malaria económica.
Hice los deberes. Fui al Google más elemental para saber, ¿desde el psicoanálisis?, cómo llamarle a este triste fenómeno nativo. Encontré estas muy elementales definiciones:
Desplazamiento: El mecanismo de defensa del yo por el cual la mente inconsciente redirige las emociones que produce una circunstancia hacia otro objeto, persona o situación.
Trasferencia: La función psíquica mediante la cual un sujeto transfiere inconscientemente y revive, en sus vínculos nuevos, sus antiguos sentimientos, afectos, expectativas o deseos infantiles reprimidos, hacia otra persona.
Proyección: en la mirada freudiana, el mecanismo de defensa en el que impulsos, sentimientos y deseos propios se atribuyen a otro objeto (persona, fenómeno o cosa externa).
Cierta psicoanalista y psiquiatra muy cercana, que viene a ser mi cuñada, elige la opción “proyección” y dice que en sus consultas aparece seguidísimo esta ¿patología? argenta de clavarle cien puñales al país, culpable de todos los males, clavándolos sobre nosotros mismos. Cuenta que cuando los pacientes le vienen con el mambo de “este país de mierda”, ella les pregunta con su posible mejor sonrisa: “¿O sea que vos te considerás una mierda? ¿Tus hijos son una mierda?”.
Esta misma nota se escribió con el ánimo bajo, cierto es que también por razones personales. Hala, confesémoslo. Hay incluso en esta nota un cierto cansancio por el estado nacional de las cosas. Solo que no le echamos la culpa a alguna maldición inscripta en nuestro Ser Nacional ni nuestro ADN.
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