Se usaron mucho más de mil palabras para explicar la foto del cumpleaños de Fabiola Yánez, un episodio en el que convergen moralidades, resentimientos de vieja data y una fuerte incomprensión de la relación política-sociedad.
No debió haber sucedido, no hay dudas de eso. Fue un error se lo mire por donde se lo mire, que se agravaría de confirmarse que el autor de la filtración fue Juan Pablo Biondi, el vocero presidencial. Quien, por otra parte, debería haber renunciado hace mucho tiempo, más exactamente cuando comenzó su relación con Guadalupe Vázquez que es parte desde hace años de la primera línea de la fuerza de choque de La Nación y ahora, además, ladera de Eduardo Feinmann. Sea o no cierta la versión que lo sindica como el entregador de la foto. Imposible no pensar que la foto no fue lo único que se filtró en todo tiempo. Biondi, para decirlo rápido, estuvo durmiendo con el enemigo. ¿Chismes? No se trata de eso sino que el vocero no podía desconocer con quién estaba saliendo como tampoco Alberto ignorar lo que sucedía entre el vocero y la periodista y el riesgo que eso implicaba. A veces da la sensación de que el gobierno no entiende del todo cómo funciona el poder y maneja las cosas como si se tratara de algo así como de una empresa familiar.
Dicho esto, cabe plantear que, pese al escándalo, las amenazas de juicio político y las indignaciones entre reales y fingidas, fue un hecho que no afectó la vida de ninguna persona. Nadie perdió dinero, ni se endeudó, ni vio limitados sus derechos porque Fabiola festejara su cumpleaños sin cumplir con los protocolos y con mayor gente que la permitida en aquella época. Pero tocó un núcleo de la cultura social argentina que es la furia que provoca que otro haga lo que a uno no le permiten hacer. Una de las quejas más frecuentes es de familiares que no pudieron velar a sus muertos mientras en Olivos se rompían las normas. Aunque el cumpleaños no hubiera tenido lugar, igual habría que haber acatado las disposiciones sobre velorios que regían durante la parte más estricta de la cuarentena.
Para no hablar de los supuestos privilegios de los que viven como pueden de un plan social, los denostados “choriplaneros”, o el habitual comentario despectivo cuando se ve en una villa un aire acondicionado o una antena de Direct TV. O cuando se levantan alaridos de indignación por el hecho de que los presos cobran por hacer trabajos dentro de la cárcel. Ya estaba dicho en un célebre tango –sorprendente objeto de devoción de un lado y otro de la grieta-, “Cambalache”, de Discépolo, con aquello que “es lo mismo el que labura todo el día como un buey que el que vive de las minas, el que roba o está fuera de la ley” o “los inmorales nos han igualao”.
También se encuentra esta forma de resentimiento en las protestas del campo, durante las cuales es habitual el latiguillo “la ciudad y los políticos viven de lo que genera nuestro trabajo”. Y ese modo de funcionar no puede ser ignorado y hay que estar atento a cómo se vive la relación con la política. Tiene razón La Cámpora cuando en su comunicado recuerda que Macri tenía cuentas off shore, lo del préstamo del Fondo y sus decisiones a favor de parientes, socios y amigos. Pero no se trata de una competencia, o al menos, una importante mayoría no lo vive así. No están puestas estas cuestiones en la misma balanza que la foto. Se juzgan con otros parámetros que, en principio, son estrictamente morales. Esa moral es un tanto tuerta cuando mira a ricos y a pobres. Macri subió amparado en aquello de que los ricos, que ya la tienen toda, no precisan robar. Esa imagen hace que los chanchullos que se van destapando, como el de las autopistas del curro o el blanqueo teledirigido no causen demasiada mella en la consideración que se tiene de Juntos por el Cambio que, paradójicamente con su nombre no produjo ninguna renovación.
Pero el carácter plebeyo del peronismo hace que se lo suela juzgar con el tamiz de la moral, desde los viejos tiempos de Perón. Los peronistas roban porque eso es lo que les marca su origen. Hay algo de inevitable que hace que esta caracterización persista. Y no alcanza con el voluntarismo de mostrarse ecuánime, conciliador, ecuménico. Hay que cuidarse las espaldas y, perdón la expresión, no incurrir en boludeces que, como reconoció hasta Víctor Hugo Morales, le dan la razón a la oposición. Por otra parte, abren divisiones en un frente interno no del todo homogéneo. Por ahora, las críticas -y es posible que siga siendo así- no se han hecho públicas, con la excepción del inefable Sergio Berni (alguna vez alguien explicará para quién juega y por qué se lo sostiene en su cargo, donde por otra parte no ha demostrado mucha eficacia).que salió con una carta pública durísima. Un párrafo dentro de un texto que cuestiona hasta las actitudes de Alberto hacia Fabiola: “Se pide que asuma la realidad de un país que necesita como nunca de firmes liderazgos que ofrezcan templanza, capacidad de trabajo, visión estratégica, comprensión del país que se pretende conducir y compromiso y solidaridad con quienes nos eligieron para que resolvamos los problemas de la vida cotidiana.”
La democracia no es el antónimo de paz –abundan los ejemplos en ese sentido- sino que transcurre sobre insatisfacciones, conflictos y algunas veces esperanzas. No conviene olvidarlo y sucumbir a la tentación de pensar que todo está tranquilo y protegido. No pareciera ser el mejor camino a la hora de gobernar.