Pese a todas las pruebas y luego de cuatro años, los grandes medios no solo no acusan al gobierno de corrupción, sino que lo plantean como algo impensable mientras no dejan de pegarle a Cristina. Una estrategia que se va agotando porque la política y la economía ganan cada vez más lugar en la agenda.

Es bien sabido que, sobre todo a partir de que se comenzara a discutir la Ley de Medios, el gobierno de Cristina pasó a liderar cualquier ranking de corrupción para una parte importante de la sociedad. Fueron varios los que lo catalogaran como el “gobierno más corrupto de la historia” y el diputado (RE) Fernando Iglesias dijo más de una vez y con pretensión de humorada que había una contradicción en los términos entre ser kirchnerista y ser honesto. Carrió no es tan explícita como su colega de partido, pero actúa como si pensara lo mismo.

Hasta aquí todo claro, para cierta zona de política y para los grandes medios amenazados por un posible límite a sus negocios, la corrupción era un arma cargada de futuro. En realidad, lo sigue siendo. Basta ver el ensañamiento de los editorialistas de La Nación y la abundancia-redundancia de los títulos de Clarín y de TN que insisten con esa corrupción del pasado. Y el oficialismo, que había aludido a la pesada herencia en términos de ineficiencia, de dilapidación de recursos y de insensata demagogia, empezó a incorporar la causa de los cuadernos en la lista de excusas de Macri para el desastre económico, tal como ocurrió en el discurso que abrió las sesiones ordinarias Pocos días antes promulgó a las apuradas el DNU de extinción de dominio.

La corrupción es funcional a una disputa de poder y esa misma funcionalidad es lo que hace que se puedan descalificar esas denuncias, entre otras cosas por ser tantas. De hecho, fue el camino elegido por el kirchnerismo para enfrentar las acusaciones en su contra. Hablan de operaciones, de blindajes mediáticos. Habría que ver si esta es la mejor manera de contrarrestar la avalancha mediático-jurídico-política. Tal vez se podría haber intentado, cuando aparecieron las primeras denuncias, ponerse a la cabeza de la lucha contra la corrupción en vez de jugar a la defensiva. Eso que enseñan en cualquier clase de artes marciales: usar la fuerza del adversario en defensa propia.

Pero, bueno eso ya es historia pasada. Lo cierto es que tras casi cuatro años de gobierno macrista y pese a las varias denuncias (Panamá Papers, aportantes truchos, lo que salpica la causa de los cuadernos, el affaire Tévez-energía eólica y un larguísimo etcétera), la corrupción es símbolo de kirchnerismo (y viceversa) en una parte de la opinión pública (incluso en quienes están en contra del gobierno) y no parece haberse generado mucho escándalo con estas corrupciones cambiemitas.

La pegunta es por qué es bien recibida la hipótesis de la corrupción K (pese a despropósitos lógicos como “se robaron un PBI” o los pozos en forma de bóveda de Santa Cruz de Patricia Bullrich) y la de la corrupción M no encuentra mayor eco. Y eso pese a que los medios opositores (C5N, Página/12) tratan de colocarla en el centro de la escena, por ahora sin demasiada influencia, al punto que quienes consumen esos medios ponen el acento en otras cuestiones, sobre todo las que tienen que ver con la situación económica.

Da la sensación de que al macrismo no le entran las balas de la corrupción. Uno, porque de entrada tuvieron una actitud bastante agresiva al respecto, como el proyecto de ley de transparencia o los sitios oficiales repletos de datos. Además de haberse desembrazado de Fernando Niembro, un personaje menor, antes de las elecciones.  Por otro lado, porque los medios hegemónicos no solo blindan sino que trabajan sobre la idea de que no es posible (ni siquiera como excepción) que un funcionario de Cambiemos sea corrupto. Baste con leer la encendida, casi amorosa, defensa de Stonelli que viene llevando a cabo Morales Solá. O el desgarramiento de vestiduras de Clarín y su sucursal FOPEA en su cruzada a favor de la honestidad de Daniel Santoro. No les conceden siquiera una sombra de sospecha. Están de este lado del mundo y por lo tanto va contra la naturaleza de las cosas que puedan ser corruptos.

Y por otro lado, sigue funcionando el argumento de que los ricos no roban, no porque sean honestos, sino porque no lo precisan. Lo cual no termina de cerrar. Los Kirchner llegaron al gobierno con una fortuna consolidada. Pero son gente que se topó con el dinero a lo largo de su vida y no nació con ellos, a diferencia de los Macri y los Aranguren, quienes entraron al mundo rodeados de riqueza. Más allá de la culpabilidad o no de Lázaro Báez, su biografía es la de un modesto empleado bancario (alguien que veía el dinero desde afuera) que por una serie de circunstancias desconocidas logró amasar una verdadera fortuna. Lo mismo con José López o con Aníbal Fernández. Son recién llegados a la riqueza, aunque no se los pueda encuadrar en la tradicional categoría de nouveaux riches. No pretenden integrarse al mundo de las clases altas y no ostentan su riqueza.

Los gobiernos neoliberales, como ha ocurrido en Brasil, llegan al poder de la mano de las denuncias de corrupción. Allí la cosa recién empieza, pero por estos pagos el relato de la corrupción empieza a dar señales de cansancio. De hecho, los personajes secundarios recientemente incorporados como Manzanares o Baratta no mueven el amperímetro. Todo queda reducido a la figura omnipresente de Cristina, atacada incansablemente por una hilera de personajes que van desde Morales Solá hasta Elisa Carrió. Habría que ver hasta cuándo funciona, sobre todo en la antesala de una campaña electoral en dos tramos.

Estas tajantes tomas de posición corren un riesgo. Si hace casi cuatro años que no hay hechos de corrupción, la corrupción deja de ser un problema. Lo cual implica entrar en terrenos que no son cómodos para el gobierno: la economía y la política. De hecho fueron eludidos en el discurso de Macri. Frente a eso Cambiemos y sus aliados no se resignan a que Comodoro Py se ocupe en exclusiva del tema. El macrismo ha cambiado de status a la justicia. Ya no es un aliado sino un socio. El poder no confía ni en sí mismo.

 

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