Mucho político argento, creyendo lucirse, solía dar el ejemplo de los pactos de la Moncloa como modelo de diálogo y cortesía. En este texto, ante el corrimiento brutal de partidos y de la sociedad española hacia la derecha y más allá, se dice que la autoconsciencia de la mami patria regresó a parámetros del franquismo por falta de mejores audacias.

Se conjetura que una de las razones que se tuvieron en cuenta a la hora de decidir el adelanto electoral es que los comicios se celebrarían en plena resaca de los pactos entre la derecha y la extrema derecha, con el debate y las disfunciones que era de esperar que se produjesen entre los sectores más centristas y más demócratas del bloque de derechas. Aguardo que los otros argumentos para el adelanto tuviesen más fundamento, porque la alianza azul y negra se ha forjado sin ningún tipo de fricción ideológica. La ausencia de debate y la naturalidad pasmosa con la que se ha producido no tiene mejor símbolo que el chotis falangista “Hemos pasao”, de Celia Gámez (N del E: el chotis es o fue un género musical muy popular en la España franquista). Con razón los de Abascal (Santiago Abascal, presidente del partido ultraderechista Vox) utilizaron el lema como provocación cuando entraron –democráticamente– en el Ayuntamiento de Madrid.

La explicación inmediata es aquello tan chusco, pero tan certero, que dijo alguien que no recuerdo: Vox es el Partido Popular con dos cubatas (N del E: dos cubas libres). La rápida es que España no iba a ser una excepción en la oleada de desfachatez revestida de política que recorre el mundo, de los EEUU a Brasil y hasta el infinito y más allá. La más compleja y adaptada a nuestra peculiar idiosincrasia es que la CT, la Cultura de la Transición, enunciada en su momento por el teórico social Guillem Martínez, ha sido superada por la CF, la Cultura del Franquismo. La CT fue un barniz necesario para hacer presentable una restauración. Una restauración, en España, es un reset mediante el cual el orden natural se vuelve a imponer sobre la esperanza de lo nuevo. Una vez conseguido el objetivo, se vuelve a las esencias.

Entre Almodóvar y el Ejército

Hay que reconocer que en la España que estrenaba democracia a finales de los setenta no había demasiados demócratas. Había muy pocos en la gente de derechas, que asumieron el nuevo régimen como una fase obligada y desagradable, como el acné en la juventud. Entre la gente de izquierdas, predominaban los que querían construir una nueva sociedad, con sistemas en los que la democracia tenía adjetivos. Para los que se consideraban apolíticos, la democracia era ser moderno, poder ver películas en las que el sexo era algo más que chistes verdes, que los extranjeros no te mirasen como un apestado y la incorporación de una serie de liturgias que obraban unas difusas mejoras en el cuerpo social, igual que los bífidus (bacterias) de los yogures. Hubo Constitución, elecciones y, dentro de las naturales discrepancias ideológicas, derroches de sentido de Estado por doquier. Con el aliento del Ejército en el cogote, es cierto, y con terrorismo de uno y otro signo (aunque ahora sólo se recuerde el de uno). La CT, Cultura de la Transición, era ese mundo de Narnia en el que el mundo vencedor y lo que quedaba del vencido convivían armónicamente, como las gacelas y los leones en el Arca de Noé. Tanto, que buena parte de las élites políticas consumían el producto que vendían (“qué ingenuos éramos, que hasta para contratar a una secretaria hacíamos oposiciones (concursos públicos) de verdad”, me confesó una vez con nostalgia un alto cargo autonómico).

Hasta que se dieron cuenta de que el mundo seguía como siempre había sido, porque lo que no hubo fue desfranquización. Por poner el ejemplo de uno de los poderes independientes del Estado: el judicial. El ignominioso Tribunal de Orden Público, ese órgano extraterritorial encargado de reprimir la disidencia política, fue disuelto el 4 de enero de 1977. El 5 de enero de 1977 se constituía la Audiencia Nacional (“un órgano jurisdiccional único en España con jurisdicción en todo el territorio nacional, constituyendo un Tribunal centralizado y especializado”, según la farragosa prosa de la ley de su creación).

Los negocios, siempre bien

Los negocios, grandes o pequeños, se siguieron haciendo generalmente mediante el mismo método con el que Sazatornil pretendía colocar sus porteros automáticos en (la película) La escopeta nacional: mediante los contactos pertinentes. Realmente, salvo Amancio Ortega o Juan Roig, no hay demasiados casos en España de alguien que –otras cuestiones aparte– haya erigido imperios por lo que hacen, y no por quienes conocen. Las instituciones eran máquinas de hacer favores con recompensa o sin ella. Llegó un momento en el que, desde la Casa Real al Colegio de Árbitros, pasando por bancos y tribunales, no hubo organismo o institución que no tuviese al frente en algún momento a alguien de conducta menos que ejemplar, incluso declarada como delictiva por esos tribunales españoles tan proclives a “arreglar” las cosas a quien hay que arreglárselas. Escándalos de tan altas proporciones como mínimas consecuencias. El bífidus de la democracia resultó ser prácticamente inocuo contra la corrupción que había sido consustancial al franquismo.

Pero quizá lo peor es que la autoconsciencia de la sociedad española ha regresado en buena parte a los parámetros simbólicos e ideológicos del franquismo, y por eso un partido conservador clásico como era el PP está asumiendo sin complejos los marcos de Vox, posiblemente la formación más ágrafa y troglodita de la Europa Occidental. Por eso se da también el extraño caso de que una parte considerable del electorado de un partido sedicente de centro, liberal y reformista como Cs (N del E: por el partido Ciudadanos), se pase con armas y bagajes a la extrema derecha, sin paso previo por el PP, como quien come una ficha a las damas. O que haya un trasvase, pequeño, pero más que residual, de apoyos del PSOE e incluso de Podemos a Abascal.

El mito de España como nación

La persistencia de la CF bajo el barniz de la CT asoma en que sigan vigentes como verdades históricas mitos como la nación, una construcción política de inicios del siglo XIX, que aquí tiene dos mil años de historia. O que, mientras en el resto de Europa y del mundo entonces conocido la Edad Media transcurrió en una perpetua confrontación entre pequeños reinos y señores de la guerra, en la Península Ibérica se producía la “Reconquista”, una especie de guerra de liberación nacional (de ocho siglos de duración, se extrañaba ya Ortega y Gasset) contra unos invasores considerados “extracomunitarios”.

Las razones por las que ha ido desapareciendo el barniz –o la máscara– de la CT son varias y complejas, pero no debemos minimizar la gran contribución de la labor prescriptiva y ejemplarizante de los medios de comunicación, que en su momento fueron garantes del proceso democratizador y de la estabilidad gatopardiana, y ahora, en bastantes y relevantes casos, pregonan que volverá a reír la primavera / que por cielo, tierra y mar se espera. Decía uno de los maridos de Marilyn Monroe que un buen periódico es una nación hablándose a sí misma. Aquí lo que tenemos es una colección de naciones gritándose a sí mismas.

Fotografías: Carlos Bosch (1945-2020), año 1975, infiltrado en la Falange española.