¿Lectura o interpretación?, me pregunta Argañaraz apenas abro la puerta del departamento de La Boca, que acaba de golpear la puerta con su modo impertinente con la intimidad…
Me lo pregunta en el mismo tono con que decíamos chocolate o frutilla en un jueguito de cuando éramos muy, pero muy, chicos.
La verdad es que tengo ganas de mandarlo a la mierda pero no puedo: al mismo tiempo que dispara la pregunta me muestra, aferrada por su mano derecha en alto, una botella de Glenlivet de 15 años, que si se trata de extorsionar Argañaraz es un cabal hijo de puta.
Pase, le digo (he contado infinidad de veces que a Argañaraz lo trato de usted, para no darle confianza, pero más que nada porque si no le pongo distancia en mis peores momentos tiendo a confundirme con él), pase, tengo una botella de agua helada en (vaya la redundancia) la heladera.
Va aprendiendo, Cecchini, me dice con esa risa que me saca, va aprendiendo, pensé que me iba a ofrecer cubitos, redondea.
Me sirve y se sirve y yo agrego apenas un poquito de agua, y entonces vuelve con lo mismo, que si lectura o interpretación.
Desde dónde, le pregunto, pero apenas para postergar lo impostergable.
No se me haga el pelotudo, Cecchini, me dice, sabe desde dónde le pregunto. O quiere que le dé clases sobre el método paranoico crítico, que le hable del costado más luminoso de Dalí o que busque en su biblioteca el seminario de Lacan que corresponde, dice para decir más.
¿O qué?, le pregunto, pero ya entregado, para que se explaye, porque sé hacia dónde va. ¿O qué?, insisto, porque también tengo por ahí El Antiedipo y entonces terminamos hablando de máquinas deseantes, de rayos en el culo de algún presidente (que no es el que tenemos, que ojalá lo partiera un rayo, aunque ni eso importaría porque no es sujeto sino apenas un objeto ejecutor), de ecuaciones raras o de abordajes inescrutables de la política, o del discurso paranoico de cualquier político burgués, le digo.
No, me dice y vuelve a llenar los vasos con su single malt y les agrega los chorritos de agua helada. No, usted se toma todo en serio, me vuelve a decir, yo sólo venía a preguntarle si se acuerda de aquel seminario con los locos, en el Borda.
La memoria de Argañaraz es un problema, porque guarda todo lo que no recuerdo yo. Como en este caso, un seminario sobre las psicosis en el Borda, donde había un cincuenta por ciento de psicólogos, un veinticinco por ciento de estudiantes, un quince por ciento de extraños y un diez por ciento de habitantes del hospital que se habían ganado el lugar desafiando y poniendo el cuerpo. Ahora que recuerdo, y descripta la población, no voy a revelar en qué grupo estábamos Argañaraz y yo.
¿Se acuerda, Cecchini?, insiste sabiendo que acabo de recordar, que se le nota en la sonrisa y a mí en la cara.
Sí, le contesto, el seminario de Abel Langer, ese dónde los más agudos eran los locos del Borda y el resto parecíamos pelotudos; sí que me acuerdo, le digo.
Ajá, me dice, y vuelve a llenar los vasos en silencio.
Los silencios de Argañaraz suelen ser peores que las palabras, de modo que no me queda más remedio que seguir:
Acá, a esta hora, no voy a discutir con usted una vez más el dispositivo psicoanalítico, que es un eficaz dispositivo de poder, le digo. Ya lo hablamos mil veces, incluso con el jueguito de la lectura y la interpretación, insisto.
Y como Argañaraz sigue en silencio yo me derroto y se me termina escapando la pregunta:
¿Usted quiere que con tres whiskys encima discutamos los dispositivos de poder?
No, me dice, con ese tono condescendiente que… bueno, mejor no hablar de eso. No, me dice, lo que quiero es que usted y yo, aquí y ahora, dejemos clara una estrategia discursiva (mediático discursiva, me dice incluso insoportablemente Argañaraz) que anula toda lectura para someter(la) a la interpretación.
Ah!, le digo, usted me habla de política…
Claro, Cecchini, me dice, porqué se cree que me gasté trayendo la botella.
Bueno, le digo, entonces dígalo de una vez, si sabe que yo voy a estar (mal que me pese) de acuerdo con usted.
Es que estoy sorprendido, me dice, yo pensaba mejor de la condición humana, me sigue diciendo y hasta se lo nota compungido aunque a mí no me engaña, que lo conozco.
Dígalo de una vez, le digo, que ya se nos acaba el Glenlivet y yo no tengo nada que se compare para que sigamos tomando. Usted me quiere decir, insisto para animarlo, que nos quieren vender la interpretación para que no hagamos lecturas.
Sí, Cecchini, claro, me dice.
Usted me quiere decir que nos imponen en el Congreso, en los discursitos balbuceantes del oficialismo y de la oposición, con la incomprensible papa verbal del presidente pero también con la verborragia superficial de la ex presidenta, que nos imponen un juego, le digo preguntando pero no.
Eso, Cecchini, eso, me dice Argañaraz y se toma el resto del vaso. La interpretación lo deja adentro, lo captura, incluso lo hace (a)parecer inteligente, me dice. La lectura es otra cosa, libera, pero ni unos ni otros la quieren porque obliga a salirse de los límites impuestos… los únicos que la quieren son los locos del Borda que son capaces de copar un seminario sobre las psicosis. Eso, así chiquito, es una revolución. En la política argentina todos calculan, no hay ni un puto loco, ni tampoco verdadera organización. Todos interpretan y se acomodan según les convenga la interpretación, viven de eso. Leer la realidad se les escapa, o no se les escapa pero no quieren poner el cuerpito, porque ahí les va el culito.
Usted sí que anima, Argañaraz, le digo.
Claro, porque usted es una fiesta de optimismo Cecchini, me dice.
Quedan dos medidas en la botella, le digo.
Eso sí que no está mal, me dice, pongalás que yo voy a buscar más agua helada y no hablemos más de boludeces.