La Argentina registra la cifra más alta de investigadores de tiempo completo de América Latina en relación con la población total. El ajuste en el Conicet y lo que la nueva derecha busca interrumpir.

 

Hay un viejo agumento adjudicado a Bernardo Houssay que no por repetido deja de ser eficaz. Dice así: “Los países ricos lo son porque dedican dinero al desarrollo científico-tecnológico, y los países pobres lo siguen siendo porque no lo hacen. La ciencia no es cara, cara es la ignorancia”. Houssay estaba lejos de ser un marxista; a duras penas era un líberal, y hasta eso le costaba bastante –jamás abjuró de un gorilismo tenaz. Y posiblemente su fe en la ciencia era confesión de parte, un saludo a la bandera del viejo positivismo. Pero creía tanto en eso que fue e inventó el CONICET.

Así como las viejas burguesías argentinas eran positivistas y cultas, las nuevas son espiritualistas y semianalfabetas. No se trata sólo de neoliberalismo, palabra que explica menos que lo que escamotea; no se trata únicamente de cuentas, excesos fiscales, balances de caja, déficits gemelos o endeudamiento. Las nuevas burguesías no tienen la menor idea de para qué sirve el conocimiento científico, muy especialmente si puede comprarse hecho. El kirchnerismo, seamos honestos, tampoco supo mucho al respecto.

El kirchnerismo sabía que la universidad podía ser un gigantesco despelote –lo había demostrado en el apogeo de la crisis de 2001, cuando su movilización fue decisiva para voltear a López Murphy. Sabía que el CONICET y el sistema científico estaban de última. Tomaron una sola decisión, que fue buena: poner plata. Después, hubo mil errores, porque el kirchnerismo era susceptible a todos los intereses y no hacía política, sino tapas de diarios: planificaron poco y mal, deshicieron la unidad del sistema separando la ciencia de las universidades, apostaron a multiplicar los doctorados sin saber qué iba a pasar con ellos, dejaron que mineras y sojeras marcaran la cancha –Barañao fue hombre de Monsanto, antes que de Cristina o de Macri. Pero pusieron plata, mucha, y el sistema creció. Era gordura y no hinchazón: como en este país sigue habiendo talento a pesar de tanto chanta, se produjo ciencia. En todas las áreas: bio y nanotecnología, satélites, medicina, y también sociología e historia –que ningún país serio deja de hacer, aunque parezcan inútiles.

Todo esto puede sonar a sanata al estilo Houssay, pero los números son los números. Entre otros, uno de los indicadores de desarrollo de un país es la cantidad de científicos por cada millón de habitantes. Hoy tenemos la cifra más alta de investigadores de tiempo completo de América Latina en relación con la población total o con la PEA. Pero a este dato hay que oponerle que ese número es un cuarto del de los países centrales, que invierten el 2,28% del PBI frente al 0,6% argentino (todos esos datos pueden consultarse en http://www.uis.unesco.org/_LAYOUTS/UNESCO/research-and-development-spend…). Como bien sabía Houssay, es pura inversión y a muy largo plazo: la ciencia no produce resultados milagrosos de un día para el otro, pero inevitablemente, más temprano que tarde, producís medicamentos, curás enfermedades, inventás aviones o descubrís soluciones a problemas sociales. Esas cosas que, como les gusta decir a los políticos, “le cambian la vida a la gente”.

Todo eso es lo que estas nuevas burguesías y esta nueva derecha viene a interrumpir. El ajuste en el número de ingresantes a la Carrera de Investigador es el primer paso concreto, que se venía anunciando en la disminución del presupuesto total del área de Ciencia y Técnica. La cifra es escalofriante: el año pasado ingresaron 900, en éste no llegarán a 500. También se redujeron las becas y el financiamiento de los proyectos de investigación. Todavía no se cierra el CONICET, pero la restricción empuja inevitablemente al exilio: se trata de varios centenares de científicos jóvenes que no pueden volcarse a cualquier actividad sin que se pierda la inversión de por lo menos diez años (cinco de enseñanza gratuita de grado, cinco de becas de dedicación exclusiva para hacer el doctorado). Entre el call center y la beca posdoctoral en el exterior, no hay mucho para elegir.

En todo el siniestro panorama que estas semanas revelaron, la figura de Barañao es la más tenebrosa. Y la que le vuelve las cosas más complicadas al propio kirchnerismo, que le inventó un Ministerio y lo llenó de plata. Las justificaciones que Barañao viene dando para seguir atornillado a un sillón del que debería haber salido hace varios meses (sólo en el caso de que la palabra dignidad aún signifique algo para él) van ilustrando lentamente las tapas de Barcelona. La disminución de los ingresos a Carrera de Investigador viola los términos de su propio Plan Argentina Innovadora 2020; ya no se trata –solamente– de las promesas de campaña de Macri, sino de los documentos que el mismo Barañao firmó.

Queda, sin embargo, un consuelo. Que todo va a empeorar. Junto a la distribución del ingreso, el consumo popular, el nivel de empleo, la seguridad urbana, la calidad educativa, la vivienda social o la salud de los más pobres. Leo esto que acabo de escribir, y me pregunto quién puede preocuparse por algunos centenares de científicos en los que la sociedad argentina invirtió cerca de un millón de pesos en diez años, para que ahora puedan irse alegremente a patentar medicamentos o vacunas a New Jersey.