De las entusiastas endogamias de la alta nobleza saltan historias como las de este descendiente del célebre marqués de Pombal, el hombre que transformó Portugal. Un heredero más bien empobrecido que gasta energías entablando guerras furiosas con ejércitos de palomas mensajeras.
El Marqués de Pombal, Primer ministro de Portugal entre 1750 y 1777, es recordado como una leyenda en la historia del despotismo ilustrado. Consolidó en su persona el poder del Estado y con mano de hierro reformó el ejercito y modernizó la economía, secularizó la educación, debilitó los poderes de la iglesia, reconstruyó Lisboa después del gran terremoto, logró imponerse ante los ejércitos franceses y españoles y expandió las colonias en América. Para celebrarlo, se erigió en pleno centro de la ciudad, un colosal monumento que despliega sus proezas. Allí, en bronce, parado sobre un pedestal de cuarenta metros, se lo ve al Marqués acompañado por un león, igualmente señorial.
Los descendientes del Marqués, sin embargo, fueron dejando cada vez un poco más que desear. La flema de toda alcurnia, la entusiasmada endogamia, las adicciones, desenfrenos y decepciones financieras, fueron corrompiendo el espíritu de aquella familia al punto que, cuando en 1930 nació José Nuno Domingos Augusto Manuel De Sousa Saldanha e Oliveira (mejor conocido como Nuno), el daño ya era irreparable.
Ya de joven, Nuno había alcanzado un estado tal de trastornos y perturbaciones, que ni la lobotomía practicada por el célebre neurólogo Egas Moniz pudo surtir efecto. Nuno había terminado en una pobre terraza en las afueras de Lisboa donde se pasaba los días como un náufrago, vistiendo una desastrada casaca militar y entrenando a sus palomas mensajeras con quienes creía comandar históricas campañas en nombre del imperio. Enviaba con ellas correos para oficiales de tropa, embajadores ingleses y guerrilleros partisanos, pero las palomas, como era de esperar, regresaban sin haber entregado un solo mensaje. Nuno intentaba contenerse, pero caía en la exasperación y enjaulaba a los pájaros en una desquiciada escena de gritos y aleteos que a veces terminaba con algún pichón descogotado. Nuno quedaba hecho un ovillo en el suelo de la jaula, llorando y arrancándose los pelos, convencido que los ejércitos franco-españoles invadirían finalmente Portugal. Las palomas, medio desplumadas, lo miraban con estupefacción, inclinando sus cabecitas, como suelen hacerlo en cualquier caso.
A la mañana siguiente, sin embargo, Nuno ya había olvidado la frustración y volvía a escribir los mensajes, volvía a fijarlos en los anillos y volvía a despedir a las palomas. Con su casacón de charreteras, vistosos cordones y alamares, se reclinaba contra la pared baja de la terraza y las seguía con un par de binoculares hasta que las perdía de vista. Pero las palomas iban siempre al mismo lugar. Como si algo intuyeran, se desbandaban hacia el centro de Lisboa por Avenida da Liberdade, sobrevolaban la Rotunda y se quedaban revoloteando sobre el monumento. De vez en cuando, alguna cagadita hacía blanco y caía justo sobre la cabeza del Marqués. A veces, la palomina hecha costra quedaba ahí por largo tiempo, pero tarde o temprano llegaba el personal de mantenimiento que devolvía a la estatua su brillo original.