El cierre de la planta de AGR, la toma, la represión y las mujeres que luchan con chicos y todo para enfrentar los despidos y contra una historia que ya es vieja, aunque parezca nueva.
“Siento ganas de morder, de ladrar, no quiero que me toquen el pan, no quiero… y soy capaz de todo, me costó un montón darles el pan a mis hijos y no quiero que me lo saquen. Ellos quieren la explotación y eso yo ya lo viví”. Enfundada en una chomba azul marino, Sonia Callamollo teje presente y pasado. Lucio Canasa, su marido, ocupa la planta de AGR junto a otros 380 trabajadores que se resisten a perder su fuente de trabajo. Diminuta, Sonia sostiene la misma lucha del lado de afuera de la reja. No quiere volver a atrás. Se niega a repetir el calvario de hilar en un taller clandestino de 7 de la mañana a 12 de la noche. Diez años de encierro, la pérdida de audición de un oído y una hija con problemas respiratorios, por aspirar más polvo que aire. Sonia aprieta los dientes. Defiende el trabajo digno de su familia. Y no está sola. Otras mujeres, compañeras, madres, hermanas, decidieron organizarse, poner el cuerpo y no volver a sus casas “hasta el final”.
La Comisión de Familiares de AGR nació hace dos semanas, en simultáneo con la toma de los talleres gráficos que el Grupo Clarín tiene en Pompeya. Eran las 5 de la mañana del lunes 16 de enero, cuando los trabajadores se desayunaron con una noticia que olían desde hacía tiempo: el cierre de la planta. Las mujeres llegaron a Perito Moreno y Corrales junto con la decisión de los hombres de quedarse para defender su fuente laboral. Y allí acampan desde entonces.
Alejandra Díaz tiene 29 años, anteojos de marco azul y hormigas en el cuerpo. Desde que llegó, aquel 16 de enero antes de amanecer, no para un segundo: “Esto modificó mi vida, de ser una ama de casa que limpia, que economiza y que espera que el marido llegue a casa, pasé a ser una guerrera”. El trabajo de su compañero Facundo Costilla es el único sostén del hogar. Si bien no tienen hijos, comparten la casa de Banfield con su cuñada y su hija. “Y él es como el papá de la nena, le da todo”.
Ale es la primera en hablar a cámara en un videíto de WhatsApp que hicieron las mujeres el primer día de acampe y que rápidamente se viralizó. Allí piden ayuda, solidaridad, aliento. También se puso al frente cuando la Policía Federal reprimió con gases y balas de goma intentando desalojar el lugar. “Hablé con la policía para que nadie salga lastimado, la mayoría éramos mujeres y niños; y corté la avenida para que no atropellen a nadie durante la represión. Las chicas me dicen que lo que estoy haciendo es militar… yo sólo votaba cada 4 años, nunca había militado”, sonríe mientras cose el dobladillo de una tela recién donada que pronto se convertirá en sábana para los trabajadores.
La que sí despliega su experiencia militante es Rocío Salgueiro, la compañera de Pablo Viñas, secretario general de la comisión interna de AGR. Tiene 35 años y media vida en el Partido Obrero. Además de sus luchas gremiales como docente, Rocío ya vivió la pelea que Pablo y otros 120 trabajadores dieron en 2004 cuando, luego de un reclamo salarial, Clarín los despidió de un plumazo. Recién 7 años después, en 2011, la Justicia ordenó la reincorporación de los delegados despedidos, entre ellos Pablo. “Vamos de lucha en lucha, es un momento complejo”, dice y se entusiasma con los resultados del boca a boca, herramienta imprescindible para difundir el conflicto. “Nosotras estamos a cargo de hacer recorridos para el fondo de huelga, de hacer festivales y lo que sea para romper con el cerco mediático que sufrimos”, relata, mate en mano, bajo uno de los toldos de los tantos que abrazan la planta.
Más allá de su militancia, Rocío reconoce que también sintió la necesidad de organizarse entre las mujeres desde lo personal, lo cotidiano: “Cuando te quedás en tu casa empezás a maquinar, cómo vas a hacer con los chicos, cómo arreglárselas si esto se estira o si no ganan… acá, en cambio, traemos nuestro apoyo a nuestros compañeros, lo que es importante para ellos, pero también nos damos fuerza entre nosotras”.
Cómo decírselos a los hijos es toda una cuestión: Papá está sin trabajo. Papá no viene a dormir porque está luchando con sus compañeros. Mamá está junto a papá para darle fuerzas. Además de hablarles, explicarles, la mayoría llevó a los chicos a la puerta de la planta. Allí, entre tortas fritas, carpas y ollas gigantes, decenas de manos y manitos se enredan a diario entre las rejas verdes, las mismas de donde cuelgan carteles de aliento escritos con amor y marcador. “Aguante los trabajadores que ganen”. “A casa con el trabajo”. “Fuerza papi, ganá y volvé pronto”.
Mujeres trabajadoras
“Decidí quedarme porque esta es la fuente de comida, de vida, de futuro, de todo para mi familia. Así que para nosotros es una pelea hasta el final”. La que habla es Sofía Base, mamá de dos niños, de 8 y 4, compañera de Daniel Miño, y una de las que llegaron el primer día y no se fue más. Aquel lunes, Sofía amasaba unas pizzas para festejar su cumpleaños por la noche. Pero la celebración nunca llegó. Largó todo y viajó de Florencia Varela a Pompeya para estar junto a Daniel.
En el videíto casero que armaron por WhatsApp ella les habla a las mujeres que luchan por sus derechos. “Cuando cerraron la planta lo primero que se me vino a la mente fue llamar a otras mujeres para que vinieran a defender a la familia, que todos quieren destruir, desde la patronal hasta el gobierno, pero que sólo cuidamos nosotras”. La experiencia de haber participado de dos Encuentros de Mujeres y ser parte del espacio feminista Paso a la mujer trabajadora ahora se hacía carne en su propia lucha. “Soy parte de un espacio que fundó Lourdes Hidalgo, sobreviviente del taller clandestino de Luis Viale que se incendió en 2006 y donde murieron seis personas. Al conocerla, sentí que tenía que ayudarla a exigir justicia, que tenía que pelear con ella -recuerda Sofía y sus ojos negros se abren enormes-. Ahora fue ella la que nos vino a apoyar a nosotras”.
Es mediodía, hace calor y el mate cede su lugar a una tortilla de papas recién preparada. Mirta Isasa toma una bandeja y se sienta arrugando su vestido floreado. Tiene más de 60; 69 revela después. No se queda a dormir en la vereda “porque no me dejan”. Por eso viene todos los días desde Budge, su hogar desde hace 50 años. Allí parió a sus cuatro hijos. “Vengo por este pequeño, mi cachorro, el más chico de los cuatro -dice y le extiende su mano a Fernando Mansilla, de gorra naranja al otro lado de la reja-. Estoy apoyándolo en esta lucha y mientras él esté acá no bajaremos los brazos”. Y no los baja. Mirta fue una de las que soportaron la represión policial y decidió seguir yendo. “Cuando defendés el trabajo de tu hijo estás defendiendo el bienestar de tu familia, de mis nietos. La clase de dónde venimos, la clase media, sabemos lo que es luchar para tener algo en la familia, y así fueron educados ellos. Son obreros, trabajadores, así que Dios hará que todo salga bien”.
Mirta espera jubilarse mientras trabaja en la feria Punta Mogotes, de La Salada. Su marido murió hace cinco meses. “Esto te revuelve todo, te transforma mal. Venir de tanto dolor y ahora esto… Pero de acá no me voy”. A su lado, Karina, la mujer de Fernando tampoco se mueve. Sólo cruza el Riachuelo cuando su bebé llora pidiendo la teta.
Así, una a una, estas mujeres clavaron sus pies en el pavimento caliente de Pompeya. Aprendieron a hablar delante de una asamblea de trabajadores, a pedir para el fondo de huelga, a soportar los gases, a recorrer el barrio para explicarles a los vecinos las razones de su lucha. Cada una con su historia a cuestas, las leonas de AGR, como ya las llaman del otro lado de las rejas, construyen día a día el protagonismo de una pelea que sólo puede darse colectiva. “No nos conocíamos y ahora somos familia”, apunta Ale y todas asienten. Sofía confirma: “Si nos atacan sacamos las garras y, aunque sea un gran poder el que nos declaró la guerra, nosotras estamos más fuertes que nunca. Son ellos los que nos tienen miedo, por eso nos ocultan”.
Están convencidas. “Si nosotras no estuviéramos acá afuera, ellos no se bancarían ahí adentro. Recibir el amor y el apoyo de tu familia es imprescindible para luchar”.