La creación de áreas gubernamentales dirigidas a cuidar jóvenes solitarios, ancianos, candidatos al suicidio, está siendo discutida en varios países de Occidente. La soledad ya es pandemia y la depresión, epidemia prevista en un futuro inmediato. Las contradicciones de los Estados a la hora de “preocuparse” son alarmantes.

Yes I’m lonely,

wanna die.

Lennon y McCartney.

 

En el Principio, fue la creación de un Ministerio de la Soledad en Gran Bretaña (enero de 2018). Luego fue en el Japón, en febrero pasado. Cantidad de países del Occidente hoy se preguntan de manera contradictoria: ¿no deberíamos crear nosotros un Ministerio de la Soledad? ¿Para qué sirve un Ministerio de la Soledad? ¿Qué demonios pasa en el mundo que estamos hablando del futuro en términos de Philip K. Dick?

No estaba el tonto de Boris Johnson ni la pandemia, sino Theresa May como primera ministra, cuando Gran Bretaña anunció la creación de su ministerio de solos y solas. Se habló entonces –se venía hablando largo- de un problema presuntamente singularizado en nueve millones de personas -el 13,7% de la población total- cuyas condiciones de vida en solitario no solo les afectaba la salud del alma sino la del cuerpo. Se dijo que, aunque el problema afecta más a las personas mayores, no se salva nadie. Se citaron informes publicados en 2017 según los cuales el estado individual de soledad equivale a fumar 15 cigarrillos al día. Que en Inglaterra la mitad de los ancianos de 75 años –dos millones- viven solos. Se habló de oleadas de depresión (se las asegura también como epidemias del futuro inmediato) y de las consecuencias del aislamiento tecnológico.

Poco después de la creación del Ministerio de la Soledad, la BBC, junto a varias universidades, emprendió una encuesta en distintos países, consultando a cincuenta y cinco mil personas. La encuesta no solo que reveló a la soledad como una suerte de pandemia, sino que la hizo más compleja, más inasible y no solo british. O como escribió muy bonito la mexicana María Richardson: “La soledad no es un problema exclusivo de regiones con altos índices de neblina”. La soledad –la sensación de soledad, el sufrimiento por soledad- no solo es un amigo que no está, sino que no depende exclusivamente de variables tales como la edad, el clima, el invierno, la Navidad, el teletrabajo, habitar a solas un oscuro departamento de un ambiente.

La encuesta permitió confirmar la idea de que el sentimiento de soledad no es cuestión de canas, sino más bien al contrario. Un 40% de jóvenes de 16 a 24 años dijeron sentirse solaris, contra el 27% de los mayores de 75. Cuanto más jóvenes, más solaris. Algo que también en Argentina se confirmó en pandemia.

(N. de R.: el corrector de Word obliga a escribir Solaris, como la novela de Stanislav Lem, luego película de Tarcovsky. Qué corrector agudo)

La investigación de la BBC confirmó que las redes sociales no se hicieron utopía de socialización sino de aceleración, ansiedad, desesperación por estar vaya a saber dónde (y figurar y fingir). O responder –según escribieron Motoko Rich y Hikari Hida en The New York Times– “a las despiadadas demandas por las que la gente siente que debe cultivar una narrativa de éxito y felicidad eternos”. Más soledad, cuanto mayor desarrollo de las redes sociales.

¿Cómo definieron los encuestados su sentimiento de soledad? Respondiendo a una pregunta programada: “La sensación de no tener a nadie con quien hablar, de no tener a nadie que realmente te comprenda”. Un 88% de los encuestados dijo que apenas un buen gesto en la vía pública los ayudaba, apenitas.

Ministerios malditos

Antes de seguir, y como pista satánica de lo que sucede en Japón, cabe decir que el Ministerio de la Soledad británico fue puesto en manos de Tracey Crouch, a cargo entonces de la cartera de Sociedad Civil y Deportes. Caramba, no parece muy serio. Crouch es una pelirroja conservadora con cara de muy conservadora. Ya no está a cargo del ministerio, hoy es parlamentaria, debió ser tratada por un cáncer de pecho.

Hay algo maldito que parece rodear al Ministerio de la Soledad. Se supone que Crouch debía seguir, como ministra de Sociedad Civil, Deportes y Soledad, los consejos de un terrible informe conocido como Jo Cox Commission on Loneliness.

Jo Cox fue una joven laborista, bonita, que solía vestirse de manera informal y preocuparse mucho por los solos y por las mujeres. Se la ve muy humana en las fotos. Fue la primera en su familia en pasar por una universidad, Cambridge nada menos. De ahí a los 41 años se dedicó a la política y la acción humanitaria, incluyendo su participación durante una década en Oxfam, una ONG que lucha contra la pobreza. Lideró la Red de Mujeres Laboristas. Fue electa como miembro del Parlamento. Fue recontra europeísta, a contramano del Brexit. Terminó muerta a los 41 años, apuñalada y tiroteada en un incidente no aclarado. Eso sucedió en junio de 2016, antes del referéndum en el que se votó la salida del Reino Unido de la Unión Europea.

Algo oscuro rodea a los Ministerios de la Soledad.

El país que muere

Hace unos cuantos días, Página/12 publicó una nota con un encabezamiento más que notable: “En Japón hay 8 millones de casas vacías. En 2065 habrá, quizá, un millar de pueblos abandonados. Uno de cada tres habitantes vive solo en un departamento pequeño. Y cada año nacen 153.000 personas menos, una declinación que se puede ver online en el contador de japoneses creado por la Universidad Tohoku. Allí, un equipo de economistas predijo que el 16 de agosto del año 3766 morirá el último nipón (si las tendencias no se modifican)”.

La nota, extensa y muy buena, fue escrita por Julián Varsavsky, autor del libro Japón desde una cápsula (Adriana Hidalgo Editora). De hecho, la nota de Varsavsky fue el disparador de esta otra. Nobleza obliga: el que escribe no puede copiar toda la nota, pero recomienda leerla acá.

El que escribe tenía la típica información dispersa, mala o buena, sobre esa suerte de distopía futurista que es Japón: alto envejecimiento demográfico, altísimas tasas de suicidio, alienación producto de un mix horripilante entre lo más heavy de la tradición colectivista y lo peor del capitalismo salvaje, himnos a la productividad antes de iniciar el turno en la fábrica, gente durmiendo en nichos, fortísimas presiones sociales, pudores, vergüenzas, las 47 versiones del Tamagotchi (aquella mascota virtual creada en 1996 por Aki Maita y que no es cualquier juguete) y los robots de compañía para millones de solitarios. Me entero gugliando que desde hace unos años los Tamagotchis pueden pasear y –como Susanita- casarse y tener hijos.

El texto de Varsavsky repasa algunas de estas cosas y más. En algunos casos dudé. Ejemplo: la afirmación de que el suicidio en Japón se conecta con la ética samurái, una muerte digna y liberadora o una purificación confuciana para quien falla o fracasa ante la mirada implacable de los otros.

Busqué más información al respecto, y sí. En 2006, luego de una campaña ciudadana que recogió más de 100.000 firmas, el parlamento japonés aprobó una Ley Básica para la Prevención del Suicidio. Una ley que pretende cambiar nada menos que una cultura, incluyendo la devenida del periodo Edo (1603-1868), los samuráis, el hara-kiri y los kamikazes de la Segunda Guerra Mundial. Una ley y un gobierno tratando de cambiar la mentalidad de un país, de manera tal que ciertos tipos de suicidio dejen de considerarse honorables y hasta patrióticos. Hay por debajo un problema sanitario general, de salud mental, pero de eso no se habla.

Cuenta Varsavsky que en Japón unas 30.000 personas al año mueren solas en su casa. Nadie las ve ni las reclama. Me encuentro al respecto con otro buen texto, de alguien llamado Demófilo Peláez, en un portal español:

“La japonesa Miyu Kojima, que no llega a los 30 años, está especializada en limpiar habitaciones de personas que han muerto solas. Los cuerpos, a veces, pasan inadvertidos durante días o semanas hasta que algún familiar o vecino los encuentra y avisa a la compañía de limpieza To-Do Company, en la que Kojima está empleada. Se encarga entonces de tirar el periódico que ha quedado caído en el tatami, recoger las tazas que habían quedado encima de la mesa o borrar el último mensaje que el fallecido haya podido dejar en la pared”.

“Luego, en su tiempo libre, Kojima hace pequeñas maquetas ultradetalladas que representan cómo se ha encontrado la habitación antes de recogerla. Puede estar hasta un mes con cada maqueta. El resultado no incluye los cadáveres, pero es turbador. En un país en el que se ha inventado un robot que te toma la mano cuando te sientes solo y en el que un hombre se gana la vida cobrando por hacer compañía en silencio, Kojima visibiliza en el ámbito público el desastre tantas veces oculto de la soledad”.

Dos expresiones japonesas permiten saber más. La primera es hikkimori, la segunda es kodokushi. Hikkimori refiere a un fenómeno social estudiado desde los 90, gentes que viven en aislamiento por decisión propia durante años, ermitaños posmo. Kodokushi refiere a miles de muertes solitarias. Solo los hikkimoris jóvenes son dos millones. Más que bajoneados, se encierran en monoambientes, son mantenidos por sus padres y se ¿comunican? de manera digital.

Varsavsky introduce una tercera palabra, karoshi, muerte por exceso de trabajo. Es allí donde los modos de medir, representar o combatir la soledad, “una tarea tan esotérica y elusiva como cuantificar la felicidad”, escribe María Richardson en Letralibres, confrontan con realidades macizas, bien tangibles. Es donde se produce la intersección fatídica entre colectivismo sacrificial y capitalismo salvaje. Una investigadora española que vive en Tokio, Carmen Grau, especialista en vulnerabilidad social, habla de Japón como espejo posible de un futuro global: “El sistema laboral, la presión social y la crisis familiar tras el milagro económico nipón, que supuso muchas horas fuera de casa, han provocado en Japón mucho aislamiento, una problemática que, sumada a las nuevas tecnologías, es universal; pero en Japón ha ocurrido un poco antes”. Las miles de casas vacías –que no pagan impuestos-, la emigración del campo a la ciudad, la cantidad de hogares unipersonales, las vidas consagradas al trabajo y la productividad (y arruinadas) por el bien colectivo, hablan de una desestructuración cultural y social pavorosa.

Hay quienes desde una mirada entre funcionalista y capitalista proponen cosas tales como mejorar las relaciones en el trabajo (en Japón sos una porquería si no salís a chupar después de la oficina con tus compañeros, compelido además a inclinarte ante tu jefe). Otros prefieren decir que el trabajo (o el sobretrabajo), justamente, es el problema.

Sabihondos y suicidas

Japón atravesó dos crisis económicas fuertes: en los años noventa y en la global de 2008. En ambas crisis se dieron picos de suicidios por problemas laborales y económicos, particularmente entre hombres de mediana edad y mujeres recién incorporadas al mercado laboral. El último año, en pandemia (450 mil casos, más de 8700 muertes), las empresas eligieron despedir sobre todo a las recién llegadas, discriminadas y bien precarizadas, las mujeres.

Una de las suicidas no era exactamente una trabajadora precarizada sino una luchadora profesional, muy popular por su participación en un reality show, Terrace House, Hana Kimura. En el reality, Hana cacheteó a un integrante del programa por estropearle un traje de lucha. Miles de cibernautas salieron a morderle la yugular: estúpida, dejá el programa, matate. Kimura apareció muerta en su departamento con una bolsa de plástico puesta sobre la cabeza y presunta sobredosis. Suicidio por cyberacoso. Dejó una nota de disculpas para su madre: “Gracias por haberme dado a luz”.

Cuando se difundió en el mundo la noticia de la creación de un Ministerio de la Soledad en Japón, todos los medios repitieron la misma explicación y las mismas cifras. Todo remitía al problema de los suicidios. Desde hace añares el Estado japonés mide a la japonesa –exactitud, rigor y rapidez- las estadísticas de suicidios. Según la Agencia Nacional de Policía en 2020 20.919 personas se mataron. 750 más que el año anterior. Se trató del primer aumento interanual en once años. La cifra de 6.976 suicidadas representó un aumento de casi un 15% más que en 2019.

Tetsushi Sakamoto fue designado el 12 de febrero pasado para encargarse de todos estos asuntos, el Hombre que Debía Luchar contra la Soledad. Algo oscuro rodea a ese hombre. Así como en Gran Bretaña designaron a una mujer conservadora –y entrenadora de fútbol-que tuvo que dejar el puesto por cáncer, del mismo modo a Tetsushi Sakamoto lo rodea un halo negro. De eso no hablaron los medios al dar la noticia de la creación del Ministerio de la Soledad japonés.

Tetsushi Sakamoto, ex periodista, es miembro del partido Liberal Democrático, otro conservador. Pero lo muy llamativo es que es también miembro de una asociación o lobby llamado Nippon Kaigi. Nippon Kaigi es una organización privada japonesa creada en 1997, una suerte de club de poderosos, un lobby revisionista. Allí donde revisionista se emparenta con otros peligrosos revisionismos históricos de Occidente. Como el que escribe abundó tantas veces en Socompa, las fuerzas más dinámicas o gritonas del presente son las ultraderechas. Nippon Kaigi, autoconcebida como fuertemente nacionalista, hace su propio revisionismo histórico. Da a entender por ejemplo que las atrocidades cometidas por el Imperio en el este y sureste de Asia antes y durante la Segunda Guerra no fueron para tanto y que en todo caso le arrebataron poder a las potencias coloniales de Occidente. Esta gente –que se apoderó de casi todo un gabinete de ministros hace pocos años- revisa la historia japonesa del siglo XX con una espada samurái entre los dientes. Sus 38 000 miembros –pagan su cuota de membresía de diez mil yens- son algo así como francmasones destacados pero peor. Poderosos de la política, la economía, los medios, la cultura. Shinzo Abe también pertenece a Nippon Kaigi. Fue primer ministro desde diciembre de 2012 a agosto del año pasado.

Dice el lobby al que pertenece Tetsushi Sakamoto que los Tribunales de Guerra que funcionaron entre 1946 y 1948 fueron ilegítimos, que no hubo tanta matanza ni experimento científico con humanos a lo Mengele, como sí sucedió en China.

Algunos entendidos dicen que son como el Tea Party de los EE.UU, así como un producto de las ansiedades de los ultraconservadores de cara al futuro. Nippon Kaiki propone reconstruir las Fuerzas Armadas del Japón. Arrasar con la Constitución impuesta tras la derrota en la guerra. Inculcar un nuevo patriotismo en estudiantes cuyos profesores les lavaron el cerebro. Nippon Kaigi sostiene que la decadencia del Japón es fruto de la humillación y del tipo de democracia impuesta tras la derrota en la Segunda Guerra por los Estados Unidos. La democracia, la ocupación militar y la constitución liberal, dice esta gente, amariconó al Japón, arrebatándole el alma.

Nippon Kaigi se presenta en sociedad en su web llamando a preservar “el hermoso carácter tradicional japonés”. Tetsushi Sakamoto, el encargado de batallar contra soledades y suicidios que en alguna medida tienen relación con esas tradiciones hermosas, miembro de Nippon Kaigi, va a tener algún problema para ponerse de acuerdo consigo mismo.

Soñemos con robots de compañía

El mundo está loco y solo. Se dijo al principio que en unos cuantos países de Occidente se preguntan si crear un Ministerio de la Soledad o qué hacer ante esa pandemia. En Francia existe desde 2013 una iniciativa llamada Proyecto Monalisa (de Mobilisation Nationale contre l´Ísolement des Ages). Se supone que en él trabajan brigadas de ciudadanos comprometidos a paliar el aislamiento de los ancianos. E incluye medidas más bien modestas como que un médico recete no solo la pastilla contra el colesterol sino hacer sociales. En Barcelona existe hace diez años algo parecido, llamado Proyecto Radars, una red comunitaria que intentar dar bienestar a los mayores en 35 barrios de la ciudad. Los problemas de los adultos mayores y los solos en España son bien conocidos. Lo mismo el suicidio. Según el Instituto Nacional de Estadística, el suicidio se mantuvo como la primera causa de muerte externa durante los cinco primeros meses de 2020, con 1.343 fallecimientos registrados.

En Estados Unidos también bucean el problema de la soledad. Vivek Murthy, un médico e origen indio, vicealmirante y ex máximo responsable de Salud Pública (ahora repuesto por Joe Biden), citó en un artículo suyo un estudio que dice que el 40% de los estadounidenses dicen experimentar soledad. En Canadá, según una encuesta del 2016, dos tercios de los estudiantes universitarios contestaron haberse sentido “muy solos” el año anterior. Estos datos se los robé a María Richardson, que añade otro estudio de la Brookings Institution titu­lado “La crisis de la deses­peranza en Estados Uni­dos”. El trabajo propone que la Casa Blanca cree una agencia coordinadora de agencias para combatir la epidemia de depresiones, adicciones, suicidios. Carol Graham, autora del estudio, calcula que cada año muere un promedio de 70.000 estadounidenses por “muertes por desesperanza”.

Por suerte, Vivek Murthy aparece sonriendo con uniforme en una foto, junto con Barbra Streisand.

Se sabe: el problema de la soledad no se agota en padecimientos afectivos o psíquicos. Lista posible de consecuencias: depresión, alcoholismo, insomnio, presión arterial, enfermedades cardiovasculares e inmunológicas, Alzheimer, mayor riesgo de muerte prematura.

María Richardson sugiere una pregunta valiosa. La traduzco a mi modo: ¿de qué estrategias contra la soledad hablan los gobiernos mientras ajustan, realizan recortes a la salud pública, el transporte, los programas sociales?

Mientras tanto, en Japón, la robótica gerontológica es política de Estado. Y a la vez, se dijo, la adopción de robotcitos de compañía es parte de una cultura generalizada, recuerdo del futuro que parece no alcanzar. La escritora Samantha Schweblin escribió al respecto en su novela Kentukis (2018).

Encontré, a menudo sin citar la fuente (AFP), esta crónica en varios medios y portales del mundo. Es la pequeña historia de Nami Hamaura, una joven japonesa de 23 años, que desde el inicio de la pandemia trabaja casi constantemente desde su casa, solari. Nami adoptó a Charlie, un robotcito con inteligencia artificial, “cabeza redonda, nariz roja, un corbatín parpadeante, que se comunica con su dueña cantando”. Yamaha es la empresa fabricante de Charlie, algo que está “en algún lugar entre un animal de compañía y un amante”.

Dice Nami Hamaura que Charlie habla con ella “a diferencia de mi familia o de mis amigos de las redes sociales, o de un jefe”. Y cuenta que cuando se siente sola, teclea en su computadora:

“-Charlie, decime algo interesante.

-Bueno… ¡Los globos explotan cuando les rocías jugo de limón!-, responde el robot, al tiempo que asiente alegremente con la cabeza y los pies”.

En Japón, la robótica gerontológica es política de Estado. Mientras, legiones de Tamagotchis súper evolucionados hacen compañía a toda la gente sola. Al frente del Ministerio de la Soledad, hay alguien parecido a lo que en Occidente llamaríamos un negacionista o un nazi. Mientras tanto, hacen guita las corporaciones dueñas de las redes y las apps. Más diversas corporaciones del tipo Yamaha, fabricantes de simpáticos robots de compañía.

Te quedaste cortina, Philip K. Dick. Menos mal que a la crónica del robotcito Charlie la agencia AFP la tituló “Así son los robots de compañía que reconfortan a los japoneses durante la pandemia”.

Ahora, opinen si Charlie no es un espanto viendo este video:

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