Un muchacho entra a trabajar en la Coca-Cola como cadete y es feliz: no solo por la cálida camaradería corporativa, el compromiso. Sino porque le enseñan el secreto de más de un siglo: la fórmula. Hasta que un día, zas, dos hombres de Pepsi irrumpen en su vida.
Cuando conseguí empleo para tareas de cadetería en la empresa Coca-Cola, me dijeron que durante la primera semana iban a enseñarme la fórmula secreta de la Coca-Cola. Yo me sorprendí, no veía la necesidad, sobre todo porque saber la fórmula secreta de la Coca-Cola no me iba a ayudar en mis tareas de cadetería. Me contestaron que todos los empleados pasaban por esa experiencia, con el propósito de honrar una cultura corporativa basada en la responsabilidad, el compromiso y la confianza. El aprendizaje toma una semana entera porque la captación cabal de la fórmula exige conocer, no sólo la proporción precisa de los ingredientes, sino también cada uno de los pasos de su elaboración industrial.
No me fue fácil aprender la fórmula, pero el viernes de esa primera semana ya la tenía memorizada. Y desde entonces, en efecto, sentí que la inmensa confianza brindada por la empresa me obligaba mucho más que cualquier coerción. La cotidiana amabilidad del trato con mis jefes y mis compañeros se sustentaba en el valor del secreto que cada empleado compartía, no importaba que trabajara en otro país o que hablara otro idioma.
Una tarde, cuando volvía del trabajo, unos hombres me llamaron desde un auto. Me dijeron que pertenecían a la empresa Pepsi-Cola y querían hablar conmigo. Solo eso, hablar un rato por favor, y me acerqué.
Me preguntaron si estaba conforme con mi trabajo en Coca-Cola y yo les dije que sí, muy conforme. Reconocieron que la Coca-Cola es un buen lugar para trabajar aunque, observó uno de ellos, los hacen cargar con la responsabilidad de conocer la fórmula secreta. Yo sonreí pero no les contesté; sabía que ellos no podrían entender. Otro de ellos señaló que el único defecto de la empresa Coca-Cola era que no les pagaba bien a sus empleados. Yo no respondí y el otro, mirándome a los ojos, me dijo que Pepsi-Cola estaba dispuesta a pagarme el triple de lo que yo ganaba en Coca-Cola. Contesté que no: mi voz debe haber sonado suficientemente clara y definitiva porque no insistieron.
Dos días después, los mismos hombres me abordaron con el mismo auto, esta vez por la fuerza, y me trasladaron a la sede de Pepsi-Cola, donde me aplicaron distintas torturas mientras exigían que revelara la fórmula secreta.
El primer día bajo tortura se presentó en mí, con el brillo de una alucinación, la fórmula secreta. La exactitud de las letras y los números se sostenía en la experiencia de mi gloriosa semana de iniciación, cuando conocí hasta el sabor de los jarabes preliminares. Yo portaba el secreto que, acertando en el gusto de miles de millones de personas, se ha preservado por más de cien años y existirá por siempre.
El segundo día, pensé en mis compañeros de trabajo; volví a sentir las miradas de cómplice camaradería; pensé en las compañeras, que eran como hermanas a la vez que alguna de ellas podría llegar a ser la compañera de mi vida. Pensé que era hermoso resistir hasta el final por una causa, y que no importaba si esa causa fuese errónea o banal.
El tercer día, recuerdo que pensé en mi madre. Yo sabía que ella, si hubiera estado allí, para que dejaran de torturarme me habría rogado revelar la fórmula; pero evocar su imagen me permitía callar.
Fueron muchos días hasta que, al finalizar uno de los más brutales, reconocieron que era inútil continuar. Me felicitaron. “Usted fue tratado con dureza por nosotros, pero nunca humillado”, dijo uno de ellos y me tendió la mano. Yo, después de vacilar, se la estreché.
En cuanto me liberaron, me comuniqué con Coca-Cola. Le conté a mi jefe lo que había pasado y me dijo que al día siguiente fuera a trabajar, no sólo porque se acumulaban tareas de cadetería sino porque me haría bien recuperar cuanto antes el contacto con la empresa.
Retomé las tareas de cadetería más urgentes y me fui recuperando. Nadie me preguntó por lo sucedido pero en todos sentí una calidez mayor; esa palmada en el hombro inesperada, esa sonrisa más profunda. A través de cada uno de sus empleados la empresa me trasmitía su reconocimiento.
Aunque las manifestaciones de afecto y gratitud nunca cesaron, con los años se fueron disperseando en la cordialidad general. Yo tenía completamente organizadas mis tareas de cadetería, que cumplía casi sin pensar. Pero una y otra vez volvía a recordar aquella tarde, hacía ya tanto tiempo, cuando esos tipos de Pepsi me llamaron desde el auto. Y, un día, la pregunta saltó a mi conciencia: ¿por qué accedí a escucharlos? ¿No debí darme cuenta de que todo lo que fuesen a decirme iba a tener que ver con la fórmula secreta? ¿Qué curiosidad me atrajo? ¿Y qué hubiera pasado si los de Pepsi me hacían otra oferta, una que yo mismo ignoraba pero a la que no habría sabido resistire? Porque si no existiera esa oferta posible, aunque recóndita, no habría existido mi curiosidad.
Con el correr de los meses y los años estos pensamientos me aquejaban cada vez más, y finalmente decidí confesárselos a mi jefe. Él me dijo que no me preocupara: que en todo empleado de Coca-Cola se agita el sueño de una Pepsi-Cola que le cumpla su reclamo más íntimo. La ilusión Pepsi.
–Pero lo importante es que usted no aflojó –dijo mi jefe, y me abrazó.
Esa respuesta me alivió durante unos meses pero después volví a angustiarme: yo no había aflojado, era cierto pero, si volvía a sucederme, ¿aflojaría? Temí que me abordaran otra vez, temí que ellos pensaran que el paso del tiempo, quizá la rutina, habían reavivado en mí aquella voluntad oscura que me llevó a escucharlos. Cada tarde volvía a mi casa atropellándome, sin mirar a nadie, temblando por la posibilidad de que algún emisario de Pepsi se presentara.
Se acercaba ya la fecha de mi retiro y yo me esperancé. La jubilación me liberaría de ese terror cotidiano. Podría hacer paseos, visitar lugares donde nadie me reconocería como empleado de Coca-Cola, o simplemente me quedaría tranquilo en casa. Pero no fue así.
Cuando me jubilé me sentí más desprotegido que nunca porque, privado de la presencia de mis compañeros, estaba más expuesto a ceder ante las seducciones o las violencias de Pepsi. Me encerré en mi casa. Varias veces escuché golpes en mi puerta, y no abrí. Con los años ya nadie llamó.
Me adentraba en la vejez. Una mañana, desayunando como cualquier mañana, de repente sentí que faltaba algo, no sabía qué. Miré a mi alrededor. Pero no era afuera sino adentro mío. Como si mi mente fuera una sala amueblada y faltaba el mueble más querido, ¡la fórmula secreta! Igual que a tantas otras cosas, la había olvidado.
No podía creerlo, y no podía creer mi propio alivio, pero sí: olvidada la fórmula, desaparecía el peligro de que yo, bajo una nueva presión de Pepsi, revelara el secreto. Por las dudas esperé unos días, unas semanas, me esforcé pero no volví a recordarla y hoy sé que está perdida para siempre. Ya no puedo traicionar a mi empresa y, por primera vez, soy feliz.