El hombre ha perdido la vista de manera progresiva de manera que puede tratar a los pacientes mediante las nuevas capacidades que le donó su ceguera. Se hace inusualmente hábil. Ahora el problema es ocultar el secreto de su destreza.
Existe un anestesista ciego. Él disimula su ceguera ante los demás integrantes del equipo quirúrgico. Tuvo tiempo de prepararse, ya que la enfermedad degenerativa que le quitó la vista se desarrolló muy lentamente. Como todos los ciegos, logra en cierta medida compensar su defecto mediante los otros sentidos y ha desarrollado habilidades específicas. Distingue las drogas de su oficio por los envases: en la farmacia del hospital las solicita una por una y discierne, por palpación, si ha habido cambios en la presentación de cada producto, que custodia hasta la bandeja a su lado durante las intervenciones quirúrgicas en las que, fingiendo ver, participa. Las inyecciones endovenosas las pone mejor que nadie, ya que, en venas difíciles, lo más importante es el sentido del tacto para captar el latido en la carne profunda. Es cierto que, para compensar su discapacidad, ejerce la palpación de los pacientes en forma excesiva; los demás integrantes del equipo quirúrgico, creyendo que su acción responde a un particular apetito sexual, discretamente lo dejan a solas con el paciente dormido, pero él sólo aprovecha estos intervalos para perfeccionar su estudio de las relaciones espaciales y funcionales entre la aparatología médica y el cuerpo. Habiendo sobrecompensado su deficiencia, el nivel de su desempeño se volvió superior al de la mayoría de los anestesistas. Así, la cantidad de muertes de pacientes atendidos por él llegó a ser más baja que entre sus colegas. Esto lo preocupó, ya que el hecho de que su desempeño se mostrara diferente al de los demás, no importa si para bien, podía generar hacia él una atención, una voluntad de examinar su trabajo capaz de poner en riesgo el secreto de su ceguera. Se propuso nivelar progresivamente su eficacia con la de sus colegas, pero para lograrlo tendría que causar muertes en forma deliberada. Todo anestesista está entrenado para aceptar que sus errores conduzcan eventualmente a la muerte del paciente y sabe trazar una línea entre la aceptación de los errores y la decisión deliberada de matar, aunque, como en este caso, esa muerte aleatoria tenga por función restablecer la normal estadística, perturbada por su voluntad de sobreponerse a la discapacidad. Él calculó con qué intervalo debían morir pacientes deliberadamente para que su rendimiento se mantuviera alrededor del promedio de los demás anestesistas y resultó que eran unos 13 meses y medio. Pero, cuando llegó el momento de la operación en la que debía matar, no se atrevió. En la siguiente operación, tampoco pudo. Cada jornada de trabajo se convirtió en un tormento, donde todo el tiempo vacilaba entre el impulso a realizar el acto que su seguridad reclamaba y el espanto de matar a un hombre, a una mujer o aun a un niño. Así pasaron varios días hasta que, una tarde, fue capaz de actuar. Era una cirugía de alto riesgo y los demás integrantes del equipo aceptaron sin reparos la muerte del paciente. Él sintió mucha amargura e incluso el temor de que el paciente volviera de la muerte para dañarlo pero, después de los primeros días, la mortificación fue cediendo ante el alivio de saber que, por más de un año en adelante, no tendría que ocuparse del problema.
Imagen de apertura: El cirujano. Jan Sanders van Hemesen.