Escritora nómada, Alicia Dujovne Ortiz publica en estos días Andanzas, una trilogía autobiográfica (Ed. Equidistancias) que reúne una reelaboración de El árbol de la gitana (1995), Las perlas rojas (2005) y la presentación de Aguardiente (2022, inédito). Lo que sigue es un fragmento precioso con el Diego y santa Teresa de Ávila.
Que Diego Maradona compusiera un dúo junto a Teresa de Ávila forma parte de las sorpresas que nos da la escritura cuando, como algún día lo hice con un caballo cumbreño, en las sierras de Córdoba, se le deja la rienda suelta. No en forma premeditada sino por su propia cuenta, varios de mis libros fueron de a dos. Dos amantes de árboles; dos heroínas decimonónicas; dos místic*s, de la pelota y de la morada interior; dos prostitutas, Mireya y Myriam; dos Evitas, una vista de afuera y otra de adentro; dos Montevideos, el primero para investigar el Buró Sudamericano de la Internacional Sindical Roja donde mi padre trabajó de 1928 a 1935, y el segundo, para seguirle los pasos a África de Las Heras, la espía del KGB y mujer de Felisberto Hernández instalada en la capital uruguaya en 1949. Libros dobles, libros aicilos, libros como bolas de porcelana, libros como caras desdobladas en la madera del ropero que me arruinó la infancia.
Mi primer místico fue Diego Maradona. En 1990 se me ocurrió mirar la final del Mundial de fútbol a ver quién era ese morocho de rulos negros del que tanto se hablaba. Siempre me habían sobresaltado los alaridos del domingo, en Buenos Aires, el goooooooooool espeluznante a la hora de la siesta, no necesariamente bienvenido. Pero ahora estaba en París, y estaba sola, y los comentaristas franceses no decían gol sino but, con la vocal cerrada (desafío al más pintado a prolongar a los gritos una palabra estrecha que achica los labios como culo de gallina), y de golpe me dije: “¿Y si por una vez compartiera con mis compatriotas una pasión?”.
Al encender el televisor surgió una escena que parecía llamarme por mi nombre. El morocho lloraba con la cabeza inclinada. Frente a él se erguía el Canciller Khol, con su metro noventa y tantos, sus cachetes floridos y su doble mentón. Ese año festejaban la reunificación de Alemania, y no sería un paisete del fin del mundo el que aguase la fiesta.
¿Pero por qué los italianos se burlaban del morocho llorón, largando ruidos feos cuando sonaba el himno argentino? Era una escena nítida y misteriosa a la vez. “Ya mismo me voy a Nápoles a averiguar qué pasa”, le anuncié a mi público habitual, vale decir, a nadie. Siempre me había considerado responsable de cada gato perdido, ¿cómo no percibir entonces que ese pibe tan frágil me necesitaba con suma urgencia? Días después, el carácter urgente de la operación rescate dio lugar a una búsqueda más reposada. A Diego no lo vería en Nápoles porque se volvía a Buenos Aires cubierto de vergüenza. Razón de más para ir. Ya había hablado por teléfono con Fernando Signorini, su entrenador poeta, ya Diego me había contestado por su intermedio que muchas gracias pero que el libro sobre sus desdichas lo escribiría él, a lo que le mandé a retrucar que mil disculpas pero que entonces lo escribiría sin su permiso. Nunca me lo echó en cara.
Conocía Nápoles desde 1950, cuando con mi madre desembarcamos en la ciudad de la sirena triste. 1990, pues, vuelta a visitarla tras las huellas de un Maradona evaporado. Dos preguntas necesitaba formular: una, qué le había pasado con la Camorra, y dos, por qué el pueblo napolitano lo había recibido como a un miembro de la familia. Familia antigua, mitológica, criatura sagrada venida desde el fondo de su historia. Pero Nápoles era como una amante abandonada. Nada más melancólico que un azul desflecado, los adornos que alguna vez colgaron de toda estatua y monumento para celebrar los Scudetti ganados por el morocho argentino pendían flojos, exánimes, despeluzados. Imágenes de la desilusión. “Lo quise pero ahora está muerto para mí —suspiraban por esas callejuelas hombres y mujeres a quienes yo agarraba de la manga, preguntando por él—. Como jugador es un genio pero como hombre es chiquito así —, y sostenían entre sus dedos una figurita donde nada costaba reconocer a un Diego en miniatura, hasta con el diamante en la oreja.
En Nápoles me sentía en casa. No hay mucha diferencia entre vivir junto a un volcán y haber perdido un país, en un caso la terra trema y en el otro ni eso. Era una señora de pelo negro y tenía los bultos que corresponden para que los napolitanos pensaran en su mamá. Los tifosi de un barrio caliente al que llegué a pie porque un taxista miedoso se negó a llevarme juraron que no me dirían mentiras sobre Diego, perche lei potrebbe essere mia mamma. Ser la mamma me protegía, me daba seguridad y certeza. Llorando y repitiendo Diego, amore mio, torna da noi, los intelectuales de un grupo llamado Te Diegum, consagrado a la adoración de Diego, me mostraron videos con todos los goles que metió el ser divino mientras estuvo allí. Otros me explicaron circunstanciadamente cómo a Diego lo compró la Camorra y cómo él les consiguió los Scudetti hasta que, en un aciago día de 1989, le fue impartida la orden de perder. Un partido arreglado entre el club napolitano de Corrado Ferlaíno y el milanés de Silvio Berlusconi, asociados en el negocio del cemento desde el terremoto de Nápoles de 1980, que Diego se atrevió a ganar como un héroe en contra de todas las mafias de este mundo y que lo destruyó para siempre.
Ya mi libro había salido hasta en japonés cuando para escribir la versión española lo visité en Sevilla. Se lo veía tímido. Me miraba como si yo fuera su maestra de tercer grado, sin entender qué interés tenía esa señora de edad mediana en conocer su historia. Me dijo que los catalanes no le habían gustado y que los andaluces tampoco. Solo con los gitanos se entendía. Pero como la conversación no prosperaba, en vez de preguntarle lo que le había pasado en Nápoles se lo conté yo, y no directamente sino a través de un cuento de Mario Benedetti, Puntero Izquierdo. En una ciudad uruguaya, un jugador de un club de cuarta está en el hospital con todos los huesos rotos. A un amigo que lo va a visitar se lo confiesa todo. El director del club lo ha amenazado y le ha ofrecido plata para que pierda un partido. Aceptó, ¿qué remedio quedaba?, pero una vez en la cancha “se le subió la calabresa” y les metió un gol.
—¿Por eso le rompieron los huesos? —preguntó Diego.
—Por eso.
Se rio, juntó los dedos haciéndolos coincidir yema con yema y suspiró:
—Justo lo que me pasó a mí. Pero vos lo podés decir, yo no.
—Y sin embargo lo dijiste: “Todo esto me pasa por un partido que no debí ganar”.
—Sí, pero vos me creíste, esa es la diferencia. “¿Y el éxtasis?”, murmuró Aicila.
“Eso me lo explicó el entrenador poeta. Que cuando Diego jugaba con la boca cerrada, me dijo, era un buen jugador, pero que cuando sacaba la lengua entraba en un estado de conciencia entre la lucidez y el sueño, como en trance, como l*s surrealistas cuando escribían al dictado. Lo indecible, lo inexplicable, el rapto de amor exacerbaba el hervidero dominical del estadio San Paolo, gemelo del Vesubio, porque los napolitanos, esa “tribu gitana” según Pasolini, veneran la irracionalidad.
El encuentro con mi segunda mística, Teresa de Ávila, no venía de ahora. Se remontaba a los años sesenta, en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, cuando dejé plantado a un Borges balbuceante que dictaba literatura inglesa y me pasé los cuatro meses más deliciosos de mi vida siguiendo el curso de mística de Vicente Fatone.
A Fatone, Teresa lo ponía incómodo. Pienso que la encontraba demasiado mujer, una santa golosa que a él le provocaba dentera y a mí me embelesada justamente por su sensualidad: ¿de modo que se podía gozar de dos maneras, aspirando el soplo divino sin dejar de cocinar yemas de huevo con el doble de azúcar? Todo hubiera quedado ahí, en un reconocimiento de lo que para Teresa fue una fogata —de chicos decíamos fogarata, como si así quedara más encendida, más ardorosa—, y para mí, una chispita diminuta pero chispita al fin, saboreada por primera vez a los dieciocho años en un banco de la Plaza Lavalle y catalogada desde entonces bajo el rótulo de “la extraña felicidad”, si no me hubiera anoticiado de que también Teresa era mestiza. Judía por padre, cristiana por madre, ¿necesitaba más para saberla mía?
Durante mis viajes a Teresa recibí dos regalos. En Ávila entré a una librería y pedí una biografía de la santa. La librería se llamaba Católica. (Nunca pude decir “católica” sin evocar a mi amigo Héctor Cattolica, el que se autodenominaba “Cattolica pero anarquista”). Cómo imaginar entonces que una de las consecuencias del formidable movimiento feminista que hoy vivimos sería el surgimiento del “feministo”, ese que a las mujeres nos entiende, nos capta, nos alecciona, nos guía, nos explica, contrito pero no arrepentido porque él no fue). Cierro paréntesis en femenaje al amigo desaparecido y vuelvo a Ávila.
A mi pedido, el librero, un señor de cejas negras y espesas me tendió un libro. En la primera página, el autor sostenía que Teresa provenía de un linaje de alcurnia, cristiano, es claro. Cerré el volumen con brusquedad y se lo devolví martilleando la frase con el índice:
—No es esto lo que busco.
El librero sonrió, hurgó en la trastienda y volvió con el libro que yo andaba rastreando, un libro que detallaba los avatares de la ejecutoria de hidalguía, pagada a precio de oro por el padre y los tíos de Teresa para quedar inscriptos como cristianos viejos. Puesto en confianza, el librero extrajo de su trastienda unas viejas cassettes, las desempolvó con la manga, y las canciones judeoespañolas sonaron en sordina, por si una dama de la parroquia nos pescaba in fraganti tarareando a dos voces arvoles/ yoran por yuvias/ y montañas por aires/ Ansí yoré por ti/ querida amante.
—La querida amante era España, es el canto de los expulsados en 1492 —me susurró como si se tratara de una noticia fresca.
De despedida me dio un beso en la frente y murmuró Schalom, pero lanzando miradas inquietas hacia la calle, cinco siglos después. “Con razón a Teresa se le paralizó la lengua dos veces”, pensé. Las palabras de la Torá, si me olvido de ti, Jerusalén, que mi lengua se pegue a mi paladar y mi brazo derecho se paralice, deben de haberle perforado el oído la vida entera.
Mi primer regalo fue el libro y el segundo, las letras.
Después de Ávila, tan guerrera con sus almenas enhiestas por donde silba el viento, me fui a Toledo, tan íntima con sus callejas por donde zigzaguea un soplo familiar. La antigua sinagoga, convertida en iglesia de Santa María la Blanca, estaba en manos de la comunidad María Estrella de la Mañana fundada por un converso francés. A un monje que llevaba una cruz de madera con una estrella de David en el pecho le pedí hablar con el hermano. Al rato estaba muy sentada en la sala del pequeño convento, conversando con Abraham Korn sobre la experiencia mística. Un tema difícil de ventilar, pero tan común y corriente para este monje catojudío, que me encontré despachándome a gusto sobre los signos anunciadores de su llegada.
—Es la primera vez que alguien me habla de esos signos —comentó, y me invitó a cenar.
El personaje de esta señora argentina medio judía y de padres comunistas, a los monjes y a las monjas les causó gracia:
—Si sigues así vas a tomar el velo —me decían.
De postre me llevaron a conocer su terraza. Era un atardecer de verano, las golondrinas se agitaban sobre los techos rojos como huyendo de un horno. Parecían letras, casi se veía la mano del letrista que las pintaba con un trazo ligero. Cuando Teresa, en mi novela, escriba sus Moradas, la haré levantar la mano en el instante en que Toledo hierve de golondrinas, agarrando letras del cielo.