El hombre, uruguayo, dónde fuimos a parar, murió más bien pobre, aunque acompañado por una tribu de lectores audaces que le agradecieron su… ¿rareza? Ahora, siglo XXI, es quizá más fácil leerlo. Si hasta lo andan reeditando las grandes editoriales, ¡el enemigo! Aquí un prólogo para el hombre que detestaba los prólogos.
La discusión es antigua y recorrió transversalmente todas las grandes revistas literarias de la región en el siglo XX. ¿Es el destino de la literatura rioplatense ser realista o fantástica? Los ríos de tinta que han corrido no cerraron el debate. Pero mientras el murmullo arreciaba, hubo un escritor en las penumbras que marcó su propio territorio en esta disputa: el uruguayo Mario Levrero.
Cultor del bajo perfil (tal vez de forma involuntaria), guionista de comics, creador de folletines experimentales, fotógrafo, librero, humorista y hasta realizador de crucigramas, Jorge Mario Varlotta Levrero nació en Montevideo un día gris de 1940. Y falleció en la capital uruguaya en 2004, sumido en la misma sombra tragicómica por la que discurrió toda su extraña carrera literaria.
Oculto a los ojos del gran público pero seguido de cerca por un grupo numeroso de fans, Levrero fue visto por sus contemporáneos como un escritor “inclasificable”. Un rarito, digamos. Poco afecto a las entrevistas, enemigo de los prólogos (hasta el punto de que los que acompañan a las actuales reediciones de sus obras ¡se publican al final!), Levrero transitó por un camino personalísimo durante toda su vida como escritor y no hizo concesión alguna aunque la suerte de sus ventas le fuera muy adversa. Recién después de su muerte sus textos comenzaron a ganar lectores. Como si su apuesta por lo fantástico lo hubiera llevado a escribir más para el siglo XXI que para el XX.
Hecha la presentación del “caso”, vamos a meternos en el berenjenal dando por supuesto que este texto lo leerán auténticos neófitos de su obra. Así que… fans de Levrero, abstenerse.
Qué viaje, qué mal viaje
Y antes de que empiece el baile, valgan algunas aclaraciones: que sea raro no quiere decir que Levrero sea un escritor difícil. Más bien lo contrario. Su pasión por el género policial (era un comprador compulsivo de novelas baratas en los kioskos), hizo que estructurara la mayor parte de sus obras siguiendo las reglas básicas del thriller. Límpidas, ágiles, con una tensión manifiesta que parece siempre a punto de estallar, las novelas de Levrero son cualquier cosa menos un producto para paladares negros de la literatura. Y ¿entonces?, se preguntarán ustedes, ¿por qué no tuvo la suerte de los “best sellers”?
Que sea simple entender sus argumentos no quiere decir que uno pueda soportar el viaje de forma tan tranquila. Y aquí es donde empieza lo extraordinario del caso. Para muestra, un gran botón: la increíble Trilogía Involuntaria recientemente reeditada por Penguin Random House (oh, sí, ahora el maestro juega en las ligas mayores).
Compuesta por tres nouvelles de impecable factura: La ciudad (1970), El lugar (1982) y París (1980), la Trilogía es involuntaria porque Levrero, para empezar, nunca se la imaginó como tal, sino que terminó descubriendo que esas obras tenían “algo en común” después de haberlas publicado y decidió agruparlas.
La primera de las obras, La ciudad, narra la extraña aventura que comienza cuando el narrador ignoto (nunca sabremos su nombre) abandona la casa en la que se encuentra y va en busca de un almacén, bajo una intensa lluvia. Como el señor no es del barrio (nunca sabremos por qué está en esa casa inicial), no tarda en perderse y es recogido por un camionero y una acompañante promiscua, que en medio de una noche agitada lo terminan dejando abandonado en una ciudad desconocida.
A partir de ese momento la historia se vuelve una auténtica pesadilla. La ciudad no tiene lógica ni nombre, ni caminos asfaltados que la conecten al resto del mundo, ni carteles, ni mapas. Y sus habitantes son seres muy extraños movidos por una lógica imposible de comprender para el desventurado narrador, comenzando por el atento señor de la estación de servicios local que lo invita a su casa y le ofrece un lugar donde vivir hasta que encuentre el modo de regresar al mundo conocido. La cita de Kafka que abre la novela sitúa esta auténtica maravilla literaria en el lugar justo desde el que Levrero pretendía ser leído: “-Veo allá lejos una ciudad. ¿Es a la que te refieres? –Es posible, pero no comprendo cómo puedes avistar allá una ciudad, pues yo sólo veo algo desde que me lo indicaste, y nada más que algunos contornos imprecisos en la niebla”. Metáfora de un mundo en el que los seres humanos se encuentran atrapados en realidades de las que no pueden salir, no es tan extraño que La ciudad esté siendo mejor leída en el siglo XXI que hace 52 años, cuando se publicó.
Puertas que dan a puertas
La atmósfera claustrofóbica da una vuelta de tuerca en la novela que sigue: El lugar. Ahora ya no estamos en ningún territorio urbano, sino que nos despertamos junto a otro narrador ignoto dentro de una habitación sombría, con una puerta de entrada y otra de salida, sin ventanas ni adornos más que una mesa y una cama, en la que seres misteriosos dejan cada noche un plato de comida sin que el protagonista logre nunca estar despierto para descubrir quiénes son ni para preguntarles por qué está ahí.
Cuando se decide a atravesar la única puerta que está abierta, aparece en otra habitación similar, en la que se repite tanto el escenario como la misteriosa provisión de alimentos. En este cuadrilátero arquitectónico opresivo también hay dos puertas. Una por la que se entra y que no se puede volver abrir y otra que lleva a… otra habitación igual a la anterior. Cada tanto las habitaciones están habitadas por personas que no parecen inmutarse demasiado ante el encierro. Y a medida que se avanza en el laberinto el decorado sufre una decadencia ineludible. Las camas son más harapientas, la comida empeora. La tensión que logra generar Levrero coloca a la novela entre lo mejor de la literatura policial y fantástica que se haya escrito por estos pagos en todo el siglo pasado. La angustia corre por cuenta de los bienaventurados que se le animen. Por supuesto, aquí no hizo falta que citara a Kafka. La sombra de El proceso y El castillo campean por toda la novela.
La trilogía se cierra con París, obra que rompe con los dos escenarios anteriores: ya no estamos en un pueblo perdido ni en un laberinto de habitaciones. Ahora el espacio es urbano y ¿reconocible? ¿Qué tan reconocible puede ser un París en el que los taxis están conducidos por muertos y todo está cubierto de polvo? Si en las primeras dos obras Levrero “se contiene” para encerrar literal y metafóricamente a los protagonistas dentro del marco rígido que se ha planteado para la acción, en París aparece el costado “comic” del uruguayo, adherido – como en todas las demás – a la implacable técnica de la novela policial.
Después de un viaje que ha durado 300 años, otro narrador ignoto llega a una estación de trenes de Paris y es trasladado en un siniestro taxi hasta un albergue al que van los que no tienen dinero para pagarse un hotel. Y, como podrán imaginar, una vez que se entra en el edificio no es tan simple salir, aunque aquí el problema del encierro va mucho más allá del espacio físico y adquiere características cuasi esotéricas. Memorable es la escena en la que el protagonista descubre que tiene alas en su espalda, así como inolvidable el momento en el que constata que su capacidad de volar por sobre la ciudad no es suficiente para poder huir.
Párrafo aparte merecen, en las tres novelas, los personajes femeninos. Las mujeres que crea Levrero son también bastante extrañas. A ella está asociada siempre la posibilidad de escapar. O más bien, de ir de una realidad a otra (aunque este movimiento no implique ni una huida ni una liberación). Y al mismo tiempo, también es gracias a ellas que los diferentes protagonistas “no pueden escapar” del lugar que los agobia. En esa dualidad explosiva se tejen las tramas del amor, la soledad, el miedo a la muerte y a la enfermedad, que son una constante en el resto de su obra.
Fallecido en 2004 en una situación muy cercana a la pobreza, Mario Levrero dejó como legado a su creciente tribu de fanáticos, una obra que sirve como faro para comprender todo lo que escribió en vida y que abre innumerables matices de lectura retrospectiva: La novela luminosa, publicada después de su muerte en 2005. Quienes tengan cuero para las incursiones literarias fuertes, quienes amen a la vez al policial y al comic, quienes algunas vez hayan sentido escalofríos leyendo a Kafka, no pueden perderse ni una sola página de Levrero. ¡Que la Fuerza los acompañe!