La experiencia de Brasil debería ser tenida en cuenta. La inflación, luego de la aplicación de recetas ortodoxas, sólo tomó un camino decreciente cuando se verificó una importante caída del PIB. El dato, sin embargo, no parece ingresar en el radar de Cambiemos. No es raro.
Al igual que los sectores empresarios que lo apoyan, el Gobierno insiste en que el combate se debe dar mediante la política de metas de inflación que aplica el Banco Central y por la vía de una reducción del gasto público. Pura ortodoxia.
El diagnóstico, como mínimo, suena tosco. La realidad, díscola por el momento, no parece amoldarse a la lectura oficial. Al menos no lo hace con la velocidad deseada por propios y ajenos. Mientras tanto, en el famoso “círculo rojo” crece la desilusión. Sus voceros dicen que Macri elude su promesa de “enterrar el populismo” y que su gestión se encaminaría a ser, apenas, un paréntesis entre el kirchnerismo y un próximo relevo presidencial que presumen de características similares al ciclo 2003/2015.
En los despachos oficiales argumentan que si no se consiguieron mejores resultados es porque el Gobierno debió alejarse de la biblioteca ortodoxa para sostener un déficit fiscal elevado, producto del límite social que encuentra el gasto público. La obviedad opera como novedad para la ceocracia debutante en la función pública. La experiencia de sus mentores no reconocía semejante limitación. La frontera del descontento social podía alejarse a bastonazos, o con el visto bueno de la burocracia sindical. En la actualidad, ambos caminos se dirían cerrados.
La construcción difícilmente pueda seducir a los asalariados. El rumbo, hasta el momento, es contrario a sus intereses. La centrales obreras tomaron nota del descontento. El paro posdatado por la CGT para el 7 de marzo dosifica la presión en época de paritarias. Resta por ver si las negociaciones en curso, que al igual que las del año pasado se dan en un contexto de despidos y suspensiones, logran ganarle la inflación, o al menos empardarla. El desafío para la conducción de la CGT es importante. De ella dependerá que no se agrave la pérdida del poder adquisitivo.
Hoy, a poco más de un año de haber asumido, el sesgo desregulador y liberalizador de Cambiemos no se ha debilitado, y sus principales esfuerzos se orientan a sentar las bases institucionales y legales para que las empresas puedan aplicar libremente sus estrategias. Pese a los zigzagueos, el libre juego de la oferta y la demanda sigue siendo el norte del oficialismo. Un modelo que apuesta a cerrar tratados de libre comercio para atraer a las cadenas globales de producción. Argumentan que de esta forma los inversores tendrán la seguridad jurídica que exigen.
Balance provisorio
Cerrado 2016 con una índice de precio del consumidor que en su versión porteña acumuló un avance anual del 41%, el inicio de 2017 no augura buenas perspectivas. El arranque del año con aumentos en medicina prepaga, educación privada, peajes y combustibles, sumado a la reducción de los subsidios a la energía que nuevamente disparó el precio de la tarifa de la electricidad, amenaza con desbordar la meta anual del 17% comprometida en el Presupuesto 2017.
El último dato del Indec, que arrojó para enero una inflación del 1,3%, calificada como optimista incluso por quienes adhieren a la política de Cambiemos, quedó bastante alejada de la estimación del 1,6% hecha por el Instituto Estadístico de los Trabajadores de la CGT. Ni que decir del 1,9% que midió la Dirección de Estadística del Ciudad de Buenos Aires. Ninguna, vale aclarar, captura aún el último aumento en la tarifa de la luz. Tampoco el incremento del orden del 50% en la tarifa del gas que regiría desde abril –la cifra se desprende de los cálculos que Energas les ordenó realizar a las prestadoras -. De allí que las expectativas que maneja el mercado señalen avances del orden del 1,8% mensual para los meses de febrero, marzo y abril, con una leve caída al 1,5% mensual para el bimestre mayo-junio.
De cumplirse la perspectiva, reflejada por el Relevamiento de Expectativas de Mercado que realiza el Banco Central, la pauta para el primer semestre se ubicaría en el orden del 8 por ciento. La situación explica la fe ortodoxa de Federico Sturzenegger, que mantuvo por novena semana consecutiva la tasa de política monetaria en el 24,75% anual. El objetivo, a grosso modo, es ofrecer un rendimiento positivo que contraiga el circulante. Menos dinero, menos demanda, menos inflación. Tal, el razonamiento lineal con el que opera el BCRA.
La dinámica de los precios
El diagnóstico monetarista, que atribuye el fenómeno inflacionario en forma casi exclusiva a la emisión monetaria, colisiona con los hechos. Si el supuesto de la ortodoxia fuera cierto, la solución sería sencilla. El problema es de larga data. Y no se trata de negar la influencia de la expansión monetaria guiada por el gasto público. Tampoco de desconocer la influencia de la puja distributiva. Los dos argumento que invoca el gobierno.
Lo dicho: no son las únicas causas. Hay otras, y de peso. Una de ellas se explica por el desajuste entre el salario real al que legítimamente aspiran los trabajadores y el tipo de cambio alto reclamado por el sector industrial para ser competitivo. Otro determinante es la llamada inflación monopólica, donde unos pocos grupos empresarios con posiciones dominantes recomponen sus márgenes de ganancias aumentando los precios, al tiempo que vetan las políticas distributivas mediante una baja reinversión de utilidades.
No menos importante fue la decisión de reducir y/o eliminar las retenciones al sector agropecuario, que acopló los precios internos de los alimentos con los internacionales y afectó en especial a los sectores de menores recursos, lo que incrementó el precio de la canasta de alimentos durante 2016 un 5,8% en dólares, según un trabajo del Centro de economía popular (Cepa) y el Instituto de economía popular (Indep).
La conclusión se diría obvia: antes que determinar las causas de la inflación, que son varias y conocidas, habría que pensar las condiciones que hacen posible la expresión de esas causas. La respuesta al problema, como siempre, está en la política. No hay agenda neutra. Luego de la implosión del régimen de la convertibilidad, y tras una década de neoliberalismo, el kirchnerismo canalizó las espiraciones de los sectores populares expandiendo la demanda. Cambiemos postula el camino inverso: el disciplinamiento laboral para reducir la participación del salario en el valor agregado, que pasó del 38 al 35,5 por ciento en 2016.
En lugar de procurar la corrección de las fallas estructurales, el oficialismo subordina producción y empleo a los precios. En ese contexto, hace del mercado laboral la principal variable de su política antiinflacionaria. Las consecuencias están a la vista: subutilización de recursos, marginación social y aumento de la desigualdad. El problema difícilmente encuentre solución en la mano invisible del mercado. Tampoco en la apertura comercial que alienta el oficialismo para domar a los precios criollos. La herramienta, utilizada en la segunda mitad de la década del ’70 y durante el régimen de la convertibilidad, tuvo resultados nefastos: cierre de empresas y disparada de la desocupación.
Zorros en el gallinero
Cambiemos y la cúpula empresaria ocultan la incidencia que tienen las prácticas anticompetitivas de las empresas que operan en condiciones dominantes. Más allá de alguna expresión esporádica, por convicción ideológica y conveniencia política, los funcionarios minimizan la importancia de analizar el comportamiento de las grandes firmas en las cadenas de producción y comercialización. De esta forma eluden una realidad que de aceptarla los pondría en la incómoda posición de confrontar con la facción dominante del capital.
Es comprensible. Miguel Braun, el elegido por Macri para vigilar el comercio local, los precios y el funcionamiento del mercado, es sobrino de Federico Braun, presidente de la cadena La anónima y vicepresidente de la Asociación de Supermercados Unidos, entidad que nuclea a los principales actores del sector. Tampoco la devaluada Comisión Nacional de Defensa de la Competencia se muestra proclive a la acción. Las empresas leyeron correctamente. El contexto cambió y no están preocupadas por la posibilidad de ser sancionadas.
Las últimas medidas en materia de precios tampoco no parecen ir en la dirección correcta. El programa Precios transparentes no trajo hasta el momento beneficios sustanciales para los consumidores. Algunos precios de contado bajaron, otros subieron. En todos los casos se encareció el crédito, la principal herramienta de los sectores populares para acceder a bienes durables, o incluso para completar la canasta alimentaria.
Para algunos, el objetivo implícito fue liquidar los programas Ahora 12 y Precios Cuidados, este último ya en vías de extinción. Teorías al margen, la desorientación de los funcionarios es notoria. No es raro que se haya trasladado a los consumidores y pequeños comerciantes. En pocos días, las pocas ventas de contado se derrumbaron y las compras en cuotas cayeron un 10%. En la Secretaría de Comercio dicen que se trata de un fenómeno temporal. Que con el correr de los días habrá más rebajas y que las ventas se recuperarán. Algo de eso puede ser cierto, pero no por las buenas razones, sino por las empobrecidas billeteras de los consumidores.
Mientras tanto, los funcionarios aseguran que están en plena negociación con las grandes fábricas textiles que tienen locales propios y ofrecen financiación con tasas que alcanzan el 50% anual. Dicen también que negocian con las grandes cadenas de electrodomésticos. Un detalle que suele pasar desapercibido: en este último caso se trata de firmas que tienen sus propias fuentes de financiación en los fideicomisos financieros que colocan en el mercado de capitales. Es decir: ganan por partida doble.
Los supermercados son un tema aparte. Fueron los que más incrementaron los precios financiados. Una vez más, el Gobierno recurrió a la amenaza de abrir las importaciones. La presión llegó desde la Coordinadora de las Industrias de Productos Alimenticios (Copal) que preside el polifuncional Daniel Funes de Rioja, vicepresidente de la UIA y titular de la de la Organización Internacional de Empleadores (OIE). El argumento: que la medida sólo perjudicaría a la industria. Para salir del paso, el oficialismo apuesta a que sean los bancos privados y oficiales, mediante las compras con crédito y débito, los que sostengan las cuotas y agreguen descuentos en los planes a largo plazo. Más de lo mismo.
Paritarias, un tema clave
Desde el ámbito gremial subrayan que la caída del salario real durante 2016 fue significativa, y que de haberse aceptado la pauta del 25% que intentó fijar el gobierno hubiera sido mayor. Las paritarias en curso, docentes y bancarios, podrían marcar el rumo a seguir por otros gremios. El panorama es preocupante para los trabajadores. Ni qué decir para los asalariados del sector informal. Durante el año pasado, sólo los salarios del 10% de los trabajadores que más ganan se ubicaron por encima de la inflación.
La perspectiva no es buena. Desde el gobierno juran que serán inflexibles. Que no avalarán convenios por encima del 17% y que, de ser necesario, llevarán la pulseada hasta las últimas consecuencias. Tal vez no sea una definición académica, pero la caracterización hecha por el bancario Sergio Palazzo del ministro de Trabajo, Jorge Triaca, como un William Boo de la política no suena desatinada. El fatal árbitro de Titanes en el ring que no dudaba en favorecer a los malos. Obviamente, la realidad es más compleja, y no se trata de buenos y malos, sino de la histórica puja entre el capital y trabajo.