Fueron a Rajastan, y de allí, a Delhi. En la estación de trenes de Agra tomaron un tuk-tuk hasta Taj Ganj. Se alojaron en una pequeña habitación en la que apenas entraban la cama y las mochilas. Pasaron por Khajuraho y Varanasi, donde vadearon el Ganges.

Foto: Gentileza Gaspar Galazzi

Fueron a Rajastan, y de allí, a Delhi. En la estación de trenes de Agra tomaron un tuk-tuk hasta Taj Ganj. Se alojaron en una pequeña habitación en la que apenas entraban la cama y las mochilas. Pasaron por Khajuraho y Varanasi, donde vadearon el Ganges. Pensaron en ir a Kathmandú y, en las estribaciones del Himalaya, subir a una nube de su incomparable cáñamo. Pero desde Amritsar fueron al sur, a Kerala (45 horas por tierra) porque les dijeron que encontrarían al Kathakali en su estado más puro. Entendieron mal. “Como dice Krishna en el Bhagavad- gita: yo soy la hierba que cura. Vamos para allá, enfermitos”, alzó la voz M.

Anduvieron casi 3000 kilómetros durante los cuales se contaron secretos inconfesables. Ingirieron más picantes de lo recomendado. Vomitaron. F. la pasó peor: tuvo mucha fiebre. Para hacerle más amable el trayecto, E. le leyó algunas de las historias que aparecían en su guía de mochilero cool. “Se cuenta que una vez el dios Shiva se enfureció con su familia y fue a dar una vuelta por la Tierra sin rumbo fijo”. “Como nosotros”, acotó M. Y F., con los ojos en blanco, pareció asentir. E. continuó: “Shiva estaba agotado por el calor del sol. ¿Qué hizo? Se cobijó a la sombra fresca de una alta planta de cannabis. Y ahí planchó. Al despertar probó sus hojas y sintió que lo renovaban. Fue así que las adoptó como comida favorita”. Les reveló también que Shiva dio a los hombres el secreto de esa planta para que accedieran a la felicidad y conocimiento. Desde entonces se lo llamó “Señor del Bhang”, por el refresco que se hace sobre la base de hojas hervidas con almendras, ocho especias, cogollos, leche, amapola y azúcar”. “Bang, Bang”, dijo F, más repuesto. La palabra le sonaba a una canción de los Redondos.

En medio del trayecto advirtieron la confusión que los llevaba a Kerala. No iban a un paraíso cannábico ni a recrear la “ciencia de los encantos” de los primeros vedas. El Kathakali –les contó un pasajero que conocieron en Bangalore- no es una hierba sino el estilo de una danza teatro clásico en el que se narran leyendas provenientes del Mahabharata, el gran texto épico-mitológico de la India. Sus bailarines/actores las personifican en escena mediante un complejo lenguaje de nrta (pasos de danza), mudras (gestos de las manos) y navarasya (expresiones del rostro). “Deben estar refumados”, supuso F, a modo de consuelo. “La performance puede ser celebratoria o aterrorizar. Ser amoral o instrumental. Y esto proviene de la misma esencia performatica: la transformación, la sorprendente habilidad de los hombres de crearse a sí mismos, de cambiar, devenir, para bien o mal, lo que ordinariamente no son”, les explicó el antropólogo que habían conocido. Asintieron un par de veces por cortesía. Después se dedicaron a ver el paisaje o intercambiar miradas tipo “¿a dónde mierda vamos?”. Por fin llegaron. Recorrieron los templos Guruvayur, Vadakkumnatha y Sri Padmanabha.

A medida que se internó en los monasterios, M., sintió una imprevista suerte de despertar. “Quisiera ver las ceremonias y danzas de cerca”, dijo en el ashram de Ramakrishna. “¿Sus motivos son religiosos o estéticos?”, le preguntaron. No supo qué responder. El trío decidió volver sobre sus pasos, en dirección noreste, y a modo de revancha colectiva se dirigieron a Benarés. Después de casi 36 horas se encontraron en la que consideran la morada de Shiva y, por extensión, la ciudad del charuto. Si ahí no estaba Dios no lo encontrarían en ninguna parte.

II

Esto no ha sido un sueño personal ni es parte de un diario u otro recurso narrativo (lectora, lector: creo que ya se agotaron). Tampoco una conjetura infundada. M. podría ser el jefe de ministros Marcos Peña, E., el viceministro de Cultura, Enrique Avogadro, y F., el agregado de prensa de la embajada argentina en Londres, Federico Peña, y no estaría faltando esencialmente a la verdad. Los tres compartieron un viaje de mochileros por Asia hace 16 años. “¿Te drogaste alguna vez?”, le preguntaron a Peña en el programa radiofónico Confesiones. Y la mano derecha de MM respondió, lacónico: “alguna vez”. La confesión, nos ha recordado Foucault, se encuentra entre los rituales mayores de Occidente de los cuales se espera la producción de la verdad. La intensidad de lo confesable reactiva la curiosidad del interrogador. A la espera de las revelaciones, irrumpen las conjeturas más imaginativas.

El “alguna vez” que formuló el ministro de ministros invita -por no decir autoriza- la recreación de ese viaje realizado en otra vida y de cuyas inhalaciones no hay por qué arrepentirse. “No me avergüenza, pero me parece que hoy uno tiene otra responsabilidad y es importante el mensaje que transmite. Creo que mientras uno esté en esta función debe tener más cuidado con ciertas cosas”, dijo también en Confesiones. Peña muestra el enorme cambio cultural de un sector de la nueva derecha que, en virtud de sus gustos y hábitos se resiste a ser considerada una mera continuidad maquillada de gerencias anteriores. Liberales en la economía y las costumbres. Ni confesionales ni engominados (aunque sí con una pizca de chetaje). En vez de misas y desfiles, raves y rock, Arte BA y PROA. La regeneración del 80 en Lollapalooza, hiperconectada y emprendedora. No hace falta más que revisar algo del viejo cine nacional e impopular para advertir cuán inverosímil habría sido un Peña en el pasado. Pienso en Los drogadictos, la película que Enrique Carreras estrenó en 1979. La dictadura había construido un modelo de joven despolitizado o, a lo sumo, comprometido con la agenda del Proceso (como lo fue Martín Redrado al ser presentado en el programa de Bernardo Neustadt). Con Los drogadictos el cine totalitario definía otro arquetipo censurable y, por eso, desde el comienzo, sermoneaba al espectador.

La película se inicia con una conferencia donde un especialista muestra una diapositiva con la imagen de una joven de 19 años que había muerto como consecuencia de su adicción: “observen sus ojos rojizos, su inexpresividad, su apatía…puede hacer cualquier cosa por conseguir la droga que alivie su angustia”. La droga se presenta como un peligro secreto e inconsistente. Cuando se muestra un “papelito” el contenido queda fuera del campo visual. Aunque la chica de “los ojos rojizos” tiene en su cuarto un poster de Los Beatles, la banda de sonido de Los drogadictos es la música disco. Uno de sus momentos memorables encuentra a Estela Sentino (Graciela Alfano) fumando marihuana. Grace le confiesa sus debilidades al sargento de policía Julia Donati (Mercedes Carreras). “La droga es un infierno. Estás empezando a comprobarlo”, dice Donati. Y Sentino, sorprendida: “Creí que estabas de este lado de la frontera”. Y Carreras/Donati: “¿Pero quiénes son los que inventan esas fronteras? Pensalo, Estela… ¿qué sentimientos proponen? Ninguno, sólo el aniquilamiento, la caída”. Y Alfano: “Si pensás así, ¿cómo te metiste?”. Pero la sargento no es lo que ella piensa. Donati tenía una hermana, cuyo rostro se exhibe en la conferencia, la que había muerto de sobredosis. Una de las causas de su adicción es que le gustaban Los Beatles. Los drogadictos era, en definitiva, la repetición en una pantalla de Pregúntale a Alicia. El libro, de amplia difusión durante la dictadura, narraba a modo de diario las vivencias de una adolescente que se escapaba de su casa y, música mediante, se volvía adicta a las drogas. La película buscaba sumarse a la epopeya preventiva del Estado. Por eso, al principio, los realizadores de Los drogadictos le agradecen “a la Prefectura Naval Argentina, Policía Federal Argentina, Policía de la Provincia de Buenos Aires, Aeronáutica Militar” todo lo que hacen para combatir un frente casi invisible y con una fuerte marca de clase: “nuestras autoridades están luchando con todas sus fuerzas para erradicar cualquier peligro vinculado con las sustancias psicoactivas ilegales”. De esto también se trataba la represión.

III

En el último día de ese mismo año, 1979, León Rozitchner se encuentra en Caracas, la ciudad que eligió para su exilio. “Estaba solo. Mi hijo se había ido a España con la madre. Ya me había separado. Los venezolanos andaban cada uno con su familia, y yo me quedé en mi departamento y saqué algunas fotos de mi familia, de mis padres, y no sé qué otras cosas, y armé una especie de altar laico… hice todo eso y me senté a escribir la Introducción; pero claro, estaba muy conmovido, casi lloroso, poniendo todo eso como si estuviera haciendo una revisión de mi vida, sacando cuentas con el problema del peronismo, con lo que nos había cagado la vida a todos. Por algo estábamos allí. Y todo lo que había pasado, los recuerdos, mis amigos, todos los que habían muerto ya. Y ese día, el 31, lo escribí”. Con Perón, entre la sangre y el tiempo, Rozitchner intentó “comprender desde el interior de nuestra propia e irreductible experiencia el sentido de lo que habíamos vivido sin distancia”. Entender “aquello que vivimos en la urgencia, y quizá sin reflexión”. Maquiavelo, Spinoza, Marx, Freud y Clausewitz son sus guías. Se extingue 1979, se dijo, y Rozitchner mensura la dimensión del retroceso. “La sociedad argentina no será nunca más lo que aparenta en su silencio actual: cada uno de nosotros tendrá que elaborar y asimilar el torrente de muerte que anonadó y anestesió nuestros sentidos”. Lo que quiere es “ligar la experiencia subjetiva con la experiencia política, mostrar hasta dónde hunde sus raíces la propuesta del poder, y comprender que todo proyecto político revela su secreto más entrañable en los hombres que, como modelos sociales, los impulsan y los dirigen”.

Rozitchner escribe en la Venezuela saudí, frente a fotos entrañables, entre ellas las de su hijo, quien por esos días, deduzco, toma contacto con la “movida” española, sus ritos emergentes, sus tabúes desenmascarados y sus nuevos totems. El padre –ya es tiempo de diferenciar las identidades-, marcha en otra dirección, busca un acercamiento diferente a la “complejidad” del peronismo, sin olvidar el “asombro” de Wilhelm Reich al advertir cómo las masas mismas “solicitan y sostienen a veces el poder que las domina”. No quiere escribir una historia de héroes. Otra cosa lo desvela con Perón. “Si su figura logró conglomerar en su derredor tantas fuerzas contradictorias; si dentro de su movimiento estaban incluidos los trabajadores y la pequeña burguesía intelectual, junto con los militares, terratenientes y financistas, sacerdotes y obispos de derecha e izquierda, camanduleros y delincuentes al lado de hombres honestos y sacrificados, príncipes y mendigos, torturadores y humanistas, esta simultaneidad incoherente demanda una explicación”. Rozitchner intuye que las categorías habituales no bastan. “También la política, aun en la exaltación colectiva más plena de sí misma, puede ser un delirio social. El hecho de que los fenómenos alucinados y las ilusiones sociales se inscriban en la realidad no les niega su carácter fantasmal. Por el contrario, es lo específico de lo social quedar capturado en la ilusión que lleva habitualmente al fracaso y a la derrota en el momento mismo en que creía triunfar”.

Es la palabra “alucinación” la que me lleva de un Rozitchner a otro, de León a Alejandro, del filósofo y psicoanalista que cruzó a Marx con Freud al entusiasta gurú de MM. “Yo soy un intelectual que viene de rock y la marihuana. Y él es un ingeniero ligado a la empresa y al deporte. Somos mundos distintos pero nos llevamos muy bien”, dijo a Clarín el asesor y teórico que pasó de Foucault, Nietzsche y Luis Alberto Spinetta a redactor de discursos del presidente (¿eso de que “mañana será mejor” es un espurio copy and paste de la “Cantata de puentes amarillos”?). Para Alejandro, un intelectual ya no puede esconderse detrás de una coraza sartreana. “Debe ser útil”, escribió en Perfil el 8 de junio de 2014, cuando el poder todavía era soñado desde una asesoría municipal. El nuevo intelectual, que supone encarnar, tiene que trabajar en equipo. Aportar soluciones frente a los problemas. Aprender “a mirar los tiempos que corren en el planeta con una perspectiva inteligente, superadora de la infantilidad de la mirada crítica y por fin asumiendo la adultez de saberse a cargo de las cosas”.

A la realidad se le hace frente con un emoticón de la sonrisa. “Confrontando con el prestigio excesivo de la negatividad y de la crítica, la positividad aparece en nuestros horizontes cotidianos como una opción concreta y seductora. Una vía de escape de la costumbre de la objeción, una perspectiva para poder ir más allá de la insatisfacción, reencontrarse con el mundo y liberar las capacidades creativas y productivas en general”. “Alucinante”, me digo sobre la distancia que se traza entre padre e hijo, que a veces muestra algo más que las rispideces de una novela familiar: subjetividades, formas de intervención, discursos sobre los placeres, todo parece abismarse. Separaciones que demarcan épocas. Un teatro de las defecciones. Ahí se manifiesta lo que el “imaginado” antropólogo le dijo a los mochileros que iban a Kerala: la sorprendente habilidad de los hombres de crearse a sí mismos, de cambiar, devenir, para bien o mal.

“Alucinante”, dice Arturo, el personaje de Pernicioso vegetal, la novela de “iniciación cannábica” que Alejandro Rozitchner editó en 1999, y que en sus primeras líneas presenta un personaje en las antípodas de Los drogadictos (20 años es algo). “La primera pitada al porro no prosperó, ¿le había entrado algo de humo? Se le apagó entre los dedos y lo dejó, distraído, en el cenicero del auto. Tal vez el problema estaba en que no se sentía completamente convencido de fumarlo. Lo había guardado para hacerlo en compañía de ella, pero ahora no había más ella. Decidió que definitivamente no tenía sentido dejarlo para otra vez —qué otra vez, además—, y resolvió intentar prenderlo de nuevo”. Arturo se cruza accidentalmente en un semáforo con un policía, Clever y, además de fumar juntos, después de aventar prejuicios de clase y musicales (a uno le gusta Dos minutos, a otro, el folclore), se encontrarán con una fauna humana que gira alrededor de la marihuana en su trasiego por una ciudad que duerme. Arturo funge como “maestro iniciador” de un Clever que admira al Che (¡una mentalidad policial guevarista!) y entró a la fuerza empujado por circunstancias en las que abundan el maltrato, el abandono y una temporada en el Borda. “El porro -explica- lo único que hace es liberar lo que hay. Si tenés miedo te ponés paranoico, si estás contento te reís, aunque también podés reírte mucho si estás nervioso. Si te gusta la música escuchás como nunca, si estás caliente cogés mejor”. “¿Y si no sabés qué querés?”, le pregunta el cana. “Te angustiás”, le dice un tercer fumeta. Clever decide finalmente abandonarlo todo, devuelve dinero que había cobrado por “custodias especiales” y se escapa a Brasil. Punto de fuga cargado de obviedades: Arturo le informa que ahí “la gente es más volada”.

La novela carece de valor literario. El trabajo con la lengua es pobre y anacrónico (se habla de “taquería” al borde del año 2000). Pero una idea la recorre y se expone con claridad sobre el final. “Arturo pensó que tal vez su suposición de que el porro era contracultural no tenía una base seria. Estaba acostumbrado a creer que aquel que fumara debía compartir —por el mero hecho de hacerlo— cierta onda, estar como conectado con las cosas, no ser agresivo, tener básicamente una inclinación al bien, a lo artístico, a la tolerancia”. Su viaje al interior de la noche le había demostrado el error. “Fumar no quería decir ser ni bueno ni interesante”. Cuando amanece, Arturo vuelve a su casa feliz por la revelación. No me parece descabellado que esa novela haya caído en mano de alguno de los tres mochileros. Y si eso no sucedió, tampoco es un dislate advertir lo que podían tener en común con el Arturo de Rozitchner. Lo único cierto –y no es un dato menor- es que el escritor y Peña confluirían con los años dentro del dispositivo macrista.

IV

Al momento en que los mochileros recorrían Asia, el lugar material y simbólico de la marihuana -y la droga en su conjunto- se había modificado de manera radical en relación con la esperpéntica película de Carreras. En la literatura, el cine y la canción abundaban nimbos y snifadas. El jefe de ministros tenía 14 años cuando estalló el “Yomagate” y 21 al momento en que se estrenó Pizza, birra, faso. Su ascensión al cenit PRO coincide con Peter Capusotto y sus videos, y las desopilantes aventuras de “Ramita”, “Los pasteros verdes” y “Tito Giordano”, el hombre que prueba miles de variedades de especies de cannabis pero nunca les pega.

El consumo “recreativo” de marihuana es parte de un “aprendizaje” grupal que, como reconoce Rozitchner en Pernicioso vegetal, se extiende en el presente por diferentes topografías sociales. De las villas a los after office y los colegios chic, del secreto al desparpajo alla Calamaro (“linda noche para…”), del dealer con delivery a la plantita hogareña, la hierba ha dejado de ser un “desvío” de la normalidad (según la entiende Howard Becker) para instalarse como una normalidad de un desvío que atraviesa también los espacios políticos e incluye además otras sustancias. El diputado kirchnerista José Ottavis aprovechó su pasó por Morfi: todos a la mesa, el programa de Gerardo Rozín, para confesar su condición de adicto a la cocaína y víctima de lo que llamó una plaga social. “Todos nuestros amigos también toman: hay médicos que toman, hay choferes que toman, hay pobres que toman, hay productores que toman, diputados que toman, presidentes que toman. Es un cáncer, está en todos lados”.

Por lo pronto, el porro le permite al macrismo bosquejar en el espacio público un rostro más democratizante de los estilos de vida mientras la intenta reconfigurar en todas sus esferas (presunta informalidad que hace sentir al presidente como en su casa con el conferencista de Davos, Mick Jagger o el misericoridioso Bono, o que le permite a Hernán Lombardi dar el pésame por la muerte de… David Bowie). ¿Un ajuste de cuentas desde el costado más individualista del hippismo al “no somos putos, no somos faloperos” entonado por la militancia setentista? De allí que MM no descartara la posibilidad de legalizar la marihuana. “Primero vamos a estudiar cuáles son los resultados que tiene Uruguay o cualquier otro país que avance en esa dirección”. Ese día, el hashtag #MacriLegalizala llegó a ser el más mencionado de todo el país en Twitter.

Por ahora, es la DEA la que diseña la política de Estado.

V

León Rozitchner falleció en 2011. Perón entre la sangre y el tiempo sigue teniendo páginas incómodas y vigentes.

Su hijo dicta cursos de positividad para cuadros del PRO.

Marcos Peña aún guarda recuerdos gratos de su vida de mochilero. “Aprendés a vivir sin nada, y a que no muchas cosas son importantes”. ¡Qué buena manera de enaltecer la recesión! “Viajar también es muy parecido a la política: conocés gente y costumbres muy distintas”. Peña percibe algo nuevo en el aire. “Hoy es el momento de mayor optimismo de los últimos 15 años. Hay una convicción en la mayoría de los argentinos de que vamos a estar mejor y de que estamos yendo por el camino correcto”. Confesiones trató de conocer mejor las razones de su optimismo. “Creo que hay un cumplimiento de nuestra palabra de que iba a haber un cambio en la Argentina y ese cambio hoy se vive y se respira (las itálicas son mías). El país está más tranquilo, más democrático, más pluralista”.

El calado de su observación me huele a querer vender humo. ¿Qué ve cuando ve en su viaje ministerial?