La dictadura de Daniel Ortega lanzó una ola de represión sin precedentes: la “Operación Danto 2021”, una apelación a “Danto 88”, la masiva ofensiva que desplegó en 1988 el Ejército Popular Sandinista contra la bases de la Contra. “Hoy, la supuesta guerra contra el imperialismo busca acallar una rebelión cívica no violenta y mantener unida a la cada vez más reducida base de sustentación del orteguismo”, escribe Mónica Boltonado desde Managua. (Foto de apertura: Jorge Cabrera)
El régimen encarceló sin mediar garantías procesales a cuatro precandidatos presidenciales. Ellos son Cristiana Chamorro – hija del héroe nicaragüense Pedro Joaquín Chamorro y de la expresidenta Violeta Barrios -, Arturo Cruz – exembajador en Washington del gobierno de Ortega -, Félix Maradiaga – ex titular del clausurado Instituto de Estudios Estratégicos y Políticas Públicas -, y Juan Sebastián Chamorro – extitular de la Fundación Nicaragüense para el Desarrollo Económico Social adscripto al Consejo Superior de la Empresa Privada (Cosep) -. Los únicos postulantes de la oposición que quedaban luego de que el régimen cancelara la personería jurídica de la Coalición Nacional.
Daniel Ortega fue más allá. Pocos días después mandó a encarcelar a los dirigentes opositores José Pallais y Violeta Granera. También a casi toda la dirigencia de UNAMOS – compuesta principalmente por dos generaciones de sandinistas críticos – y las feminitas Ana Margarita Vigil, Suyen Barahona y Tamara Dávila, feministas e hijas de antiguos dirigentes sanidnistas. Ni siquiera los comandantes guerrilleros Hugo Torres y Dora María Téllez – reconocidos por sus participaciones en la lucha anti somocista – pudieron eludir la cárcel. La misma suerte corrió Víctor Hugo Tinoco, el exvicecanciller de la década revolucionaria. Las detenciones también alcanzaron al expresidente de la Cosep José Adán Aguerri y a Luis Rivas, presidente ejecutivo del Banco de la Producción.
Las detenciones arbitrarias se completan con el congelamiento de las cuentas bancarias de varios representantes de entidades empresarias y el levantamiento del secreto bancario de los opositores, además de la emisión de ordenes de restricción migratoria a trece ex directivos del centro de pensamiento Funides. A todos se los acusa de lavado de dinero por recibir fondos de los Estados Unidos, de terrorismo y de traición a la patria por realizar supuestas actividades en contra de la soberanía nacional, como promover o apoyar la aplicación de sanciones a miembros del círculo de Ortega.
La ola de exterminio político contra los opositores se fundamenta en las leyes aprobadas en diciembre de 2020 por un parlamento controlado por Ortega. Esas normas vulneran derechos fundamentales y son marcadamente inconstitucionales. Además, su implementación se realiza sin ninguna independencia de los demás órganos del Estado, totalmente dóciles al dictador.
Los detenidos, con la excepción de Cristina Chamorro – encarcelada en su propio domicilio -, se encuentran incomunicados en las llamadas “cárceles de investigación” y las audiencias se concretan sin la presencia de sus abogados particulares, pese al reclamo de los familiares. Las capturas, en tanto, se ejecutaron mediante avasalladores operativos policiales en el marco de allanamiento de moradas que se extendieron durante horas – buena parte de ellos durante la noche -, e incluyeron el robos de celulares, computadoras, memorias electrónicas y cámaras, además de excesos en el uso de la fuerza contra personas que no opusieron resistencia ni estaban armados.
Bajo el supuesto que se están realizando “diligencias investigativas”, a la mayor parte de los encarcelados se les deja incomunicados durante noventa días antes de pasarlos a un juez. Para hacerlo, el régimen apela a una reciente y brutal reforma del código procesal penal, creada precisamente para reprimir a opositores. La ofensiva alcanza también a personas de otros ámbitos. Los investigadores han citado a unos veinte periodistas. Algunos son dueños de medios de larga trayectoria y otros de plataformas digitales independientes. A estos últimos se los interroga y amenaza con aplicarles la Ley de Ciberdelitos, otra reciente joya represiva.
Con las últimos capturas, ya suman más de 130 los presos y presas de conciencia en Nicaragua. Algunos llevan más de 24 meses detenidos, desde el estallido social de 2018. Un ejemplo: el caso de Marvin Vargas, el primer preso político de la dictadura, que en 2021 cumplió una década de secuestro arbitrario en una celda de máxima seguridad.
A escasos cinco meses de las elecciones generales programadas para noviembre próximo, Nicaragua asiste a una escalada implacable y brutal que no tiene racionalidad alguna, de no ser el demencial propósito de amedrentar al pueblo con prácticas sistemáticas de terrorismo de estado. El objetivo es inhibir acciones de resistencia civil, en un ambiente de estado de sitio y ley marcial de facto que se vive de manera cotidiana desde la sublevación popular de 2018.
En mayo pasado, cuando se aprobó la contra reforma de la Ley Electoral y se eligió un Consejo Electoral totalmente subordinado a Ortega, sectores opositores advirtieron que el fraude ya estaba en marcha y que este año se vería la continuidad de los fraudes perpetrados por el régimen en elecciones anteriores. Ortega y su círculo están aferrados al poder. No están dispuesto a entregarlo por los votos. Se resguardan en un aparato policial y paramilitar desplegado desde hace muchos años.
Las capturas han sido defendidas por algunos voceros del régimen. Ortega, como es habitual, se ha mantenido en silencio. Para justificar la represión hablan de una supuesta guerra contra la intervención del imperialismo. Así, a la ola de detenciones le han denominado “Operación Danto 2021”, para recordar a sus bases el “Operativo Danto 88”, que el Ejército Popular Sandinista (EPS) realizó en 1988 frente a las unidades de la Contra, operación que incluyó ataques a sus bases en Honduras y que implicó el uso masivo de soldados y de recursos bélicos.
El régimen quiere equiparar las detenciones arbitrarias con operación de guerra, cuando lo que existe en verdad es una rebelión cívica no violenta de la ciudadanía. El relato oficial, además, pretende agitar y mantener unida a la cada vez más reducida base orteguista. Sus voceros dice que Ortega estaría dispuesto a negociar, pero directamente con Estados Unidos. Argumentan que hay que hablar “con el dueño del circo y no con los payasos”. El objetivo de encarcelar a las figuras opositoras es usarlos como rehenes en una eventual negociación. La libertad a cambio de la suspensión de las sanciones que impuso Estados Unidos.
El peor escenario que hemos augurado, de abierto fraude electoral y continuidad del régimen, se desplegaría con la complacencia de un sector del gran empresariado, al cual no le importa la institucionalidad democrática. Este sector se conforma con un parapeto democrático de sufragios vacíos y negociaciones para una estabilidad y gobernanza que beneficie sus intereses particulares, que desde hace algunos años son los de Ortega, convertido en uno de los hombres más adinerados del país.
Sin embargo, la juventud, el campesinado, las mujeres, los movimientos sociales y todos los sectores populares, que somos la mayoría, seguimos apostando a un cambio verdadero que incluya libertad para todas las presas y presos políticos, así como justicia por los asesinados y las víctimas de la brutal represión de 2018. Reclamos elecciones verdaderamente limpias y participativas, en donde se respete la voluntad popular.
La mayor parte de los dirigentes populares que se pusieron al frente de la rebelión de 2018 han sido forzados al exilio, están en la cárcel, escondidos o muertos. Ello explica que el régimen haya conseguido – por la vía de la violencia y el terror – mantener el control en barrios y comunidades. Sin embargo, sabemos que la represión no es eficaz todo el tiempo y que la ciudadanía guarda en su memoria las huellas de luchas y resistencias pasadas, esperando el momento más oportuno para erguirse nuevamente, seguro que solo el pueblo salva al pueblo.