En el flamante libro “Los dos demonios (recargados)”, de Marea Editorial –del que publicamos este extracto- el autor, revisando los avances y conflictos de las políticas de DDHH del kirchnerismo, traza una alerta sobre el retroceso del cambio  cultural que intenta imponer el actual oficialismo.

Otro de los argumentos novedosos de la versión recar­gada de la teoría de los dos demonios ha sido el intento de deslegitimación del conjunto de organismos defen­sores de los derechos humanos a partir de su referencia a estos como “los curros en derechos humanos”.

La expresión fue creada por el entonces candi­dato a presidente, Mauricio Macri, en una entrevista brindada al periódico La Nación el 8 de diciembre de 2014, casi un año antes de las elecciones. Decía Macri ante la pregunta vinculada a su relación con los organismos de derechos humanos argentinos: “Mi gobierno ha sido defensor de los derechos humanos, de la libertad de prensa, acceso a la salud y la educa­ción. Ahora los derechos humanos no son Sueños Compartidos y los ‘curros’ que han inventado. Con nosotros, todos esos curros se acabaron”.[1]

La investigación abierta por las estafas reali­zadas por figuras muy cuestionables (como el caso de los hermanos Schoklender) en un programa de viviendas administrado por la Asociación Madres de Plaza de Mayo que dirige Hebe de Bonafini les permitió a los cultores de la versión recargada de la teoría de los dos demonios avanzar sobre la legitimidad histórica construida por los organismos en la lucha contra la impunidad y contra las violaciones a los derechos humanos realizadas por cada uno de los gobiernos democráticos, buscando trocar dicho reco­nocimiento en nada más que un “curro”, una excusa para hacer dinero.

Esta iniciativa comenzó a incidir cada vez más a partir de 2014 y permitió facilitar la deslegitimación de luchadores sociales, la igualación en el fango y, muy en particular, su vinculación con las denuncias de corrupción existentes contra funcionarios de la gestión kirchnerista (Ricardo Jaime, Julio De Vido, Amado Boudou, José López como los más resonantes). La operación consistió en la transferencia de las denuncias de corrupción contra funcionarios específicos al conjunto de la militancia kirchnerista, creando la equivalencia “kirchnerista igual a chorro” y, desde allí, transfiriéndola también al universo de organizaciones de derechos humanos.

Es necesario señalar, con respeto y dolor, que flaco favor le han hecho a la defensa de los derechos humanos las decisiones de aceptar fondos públicos, no solo en el escandaloso caso del proyecto “Sueños Compartidos”, sino en el de muchas otras organiza­ciones que, aun utilizando dichos fondos para fines loables y vinculados a la defensa de los derechos humanos, quedaban de todos modos entrelazados en la imagen pública con intereses político-partidarios y desde allí podían aparecer como sospechosos de conni­vencia con el gobierno. Es un complejo debate el de la vinculación económica de organismos de derechos humanos con cualquier aparato estatal: ¿se debe aceptar el financiamiento estatal de organizaciones creadas para denunciar al Estado? ¿Cómo sostener la autonomía necesaria de estas organizaciones si se crea una dependencia económica con el propio gobierno al que se debe denunciar? Creo que estos temas no fueron evaluados con el suficiente cuidado y continúan abiertos.

Lo mismo cabe decir de la innecesaria identifica­ción partidaria de algunos referentes (asistiendo a actos de campaña oficialistas, invitando a funcio­narios de gobierno a los escenarios de los actos del 24 de marzo, legitimando acciones parlamentarias nefastas como la aprobación de la ley antiterrorista o ralentando la reacción frente a las denuncias que invo­lucraban al entonces jefe del Ejército, César Milani, en los actos genocidas, entre otros temas). Y también aquí el debate es complejo, ya que resulta innegable el derecho a considerar públicamente mejor o peor a uno u otro gobierno, a adherir a uno u otro partido polí­tico y a militar apasionadamente en él, a suscribir y apoyar al Estado cuando decide implementar algunas de las reivindicaciones históricas de las propias orga­nizaciones de derechos humanos, a participar como funcionario de una gestión cuando se considera que con ello se logran ciertos objetivos perseguidos por años. Pero, cuando no se lo hace con el suficiente cuidado, cuando no se distinguen las decisiones personales de los posicionamientos de las organizaciones a las que se pertenece (que deben ser plurales y representar a todos sus miembros), luego resulta difícil poder sostener la necesaria autonomía cuando ese mismo gobierno lleva a cabo acciones que deben ser confrontadas o denun­ciadas, muy en especial cuando las identificaciones van más allá de un acuerdo o declaración coyuntural y cuando se refuerzan desde el poder político en busca de rédito electoral y no son corregidas públicamente desde las propias organizaciones.

La innegable diferencia entre la década kirchne­rista y los gobiernos previos (quizás con la excep­ción de los primeros dos años del gobierno de Raúl Alfonsín) llevó a algunos referentes de los organismos de derechos humanos a un acercamiento al gobierno kirchnerista que, ante la imagen pública, podía poner en entredicho su carácter de referentes del conjunto de la sociedad, una imagen plural que no necesariamente se sentía contenida por una opción política específica, por mucho que sectores importantes de dicha sociedad sí se referenciaran en ella.

Esta pluralidad había sido una de las características más potentes de la lucha por los derechos humanos y su quiebre será analizado más a fondo en el capítulo 4. Pero vale la pena adelantar algo. La mayoría de los organismos (tanto los que nucleaban a Madres y fami­liares como los que lo hacían con los ex detenidos o asociaciones más políticas o profesionales como la apdh [Asamblea Permanente por los Derechos Humanos] o el cels y posteriormente incluso las organizaciones de hijos surgidas en los años 90) se habían caracterizado por incluir en su interior a luchadores y figuras proce­dentes de identidades políticas muy variadas: radicales, peronistas, socialistas, comunistas, anarquistas, guevaristas, sindicalistas, incluso demócrata-cristianos y demó­crata-progresistas o conservadores populares, además de representantes de distintos movimientos religiosos.

La necesidad, política pero también afectiva, que llevó a muchos a sentir que debían alinearse con respecto a la evaluación de un gobierno específico (el kirchnerismo) tendió a quebrar este universo plural, fracturando a la mayoría de las organizaciones en su ala oficialista y su ala opositora. Esto movilizó no solo acuerdos políticos, sino procesos de identificación con un presidente que se reivindicaba “hijo de las Madres de Plaza de Mayo”, y permite explicar una vincula­ción afectiva que fue mucho más allá de los acuerdos políticos y que generó niveles de confrontación mucho más agudos con quienes consideraban el posiciona­miento oficial más guiado por la conveniencia que por la convicción. Esta disputa entre quienes asumían como auténtico el discurso oficial y quienes lo consi­deraban una impostura oportunista obstaculizó la posibilidad de observar los matices, llevó a priorizar lecturas en blanco y negro, alineamientos fanáticos u oposiciones igualmente fanáticas. Y comenzó a trans­formar la visión plural que se había construido con respecto a los organismos de derechos humanos, que tanta potencia portaba.

El conflicto eclosionó con fuerza en la masiva movi­lización que conmemoró el trigésimo aniversario del golpe militar, el 24 de marzo del año 2006 y, a partir de allí, dividió al universo de derechos humanos en dos bloques, llegando incluso a la organización de dos movilizaciones diferentes los días 24 de marzo, con no pocas escaramuzas y problemas en el “traspaso” de la Plaza entre uno y otro acto, y fue creando la necesidad de organizar dos manifestaciones distintas ante cada situación de conflicto, lo cual en algunos casos aparecía casi como grotesco frente al conjunto de la sociedad, no necesariamente partícipe de estas disputas y preocupada por los distintos hechos que requerían una reacción popular masiva.

Esta identificación de algunos referentes histó­ricos de la lucha por los derechos humanos con el kirchnerismo le permitió también a la versión recar­gada de los dos demonios proyectar las denuncias de corrupción contra el gobierno kirchnerista como puntal de deslegitimación de todo el movimiento de dere­chos humanos, bajo la acusación del “curro”. Así, de un modo despreciable y falto de ética, los operadores mediáticos de la versión recargada de los dos demo­nios incluyeron como “curro” las reparaciones brindadas por el Estado a los familiares y sobrevivientes del proceso genocida, confundiendo en la manipula­ción el enojo social contra la corrupción endémica de la política argentina, la discutible aceptación de fondos por parte de organismos encargados de denunciar al propio aparato estatal y las legítimas reparaciones brindadas por el Estado a aquellos sujetos y familias afectados por el accionar genocida.

“De noche todos los gatos son pardos”, suele rezar el refrán. Y en esta oscuridad que confunde todo, la versión recargada de los dos demonios encontró una veta fecunda para intentar el desarme de la legitimidad histórica que los organismos de derechos humanos habían construido en la sociedad argentina. Poco ayudaron las disputas internas, las denuncias cruzadas, las agresiones personales y chicanas, la confusión con respecto al verdadero enemigo, la dificultad para comprender el cambio de etapa, las innecesarias difa­maciones, de uno y otro sector, dentro del propio mundo de los organismos de derechos humanos.

La sanción por parte de la Corte Suprema de la aplicación del 2 x 1 en casos de lesa humanidad y la desaparición y muerte de Santiago Maldonado cons­tituyeron los primeros alertas de un cambio de época que ya se remontaba cuando menos a las ofensivas iniciadas en 2014 y han comenzado a producir un destello de comprensión de la necesidad de acciones conjuntas y la percepción de que la deslegitimación del conjunto del movimiento busca facilitar el quiebre delos consensos sociales construidos en relación con el uso de la fuerza pública y la legitimación social de un incremento significativo de la violencia represiva.

Como en todos los otros casos, la disputa por el sentido común se sigue jugando en estos días, y de la efectividad de las respuestas dependerá la posibilidad de avance o retroceso de estos intentos por legitimar un cambio cualitativo del uso de la fuerza pública desde el fin de la última dictadura.

 

[1] Mauricio Macri: “Conmigo se acaban los curros en derechos humanos”, La Nación (8.12.2014). Disponible en lanacion.com.ar.