Recuerdos de infancia con un padre pescador. En los acantilados de Mar del Plata, en Miramar. La caña, el ril, las plomadas, los distintos anzuelos, los modos de picar y tirar del náilon de los diferentes peces, abrir a los pescados en canal. Y sin embargo, el papá se murió.
Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. La caja de pesca era de madera y estaba pintada de verde. Adentro había anzuelos de distintos tamaños: los más chicos eran para pejerreyes y los más grandes para tiburones. También había plomadas. Las plomadas, en general, tenían forma de pirámide. Eran muy pesadas. Tenían esa forma para evitar los enganches en las rocas. Íbamos a pescar al muelle o al Pozo de las Burriquetas y siempre se nos enganchaba la plomada porque había muchas rocas. Yo digo «nos» pero el único que pescaba era mi papá. Es decir, el único que manejaba la caña porque en Miramar había muy poco pique. Yo tenía una cañita pero nunca la llevaba; no me gustaba usarla. Lo que me gustaba era estar parada al lado de papá. En el muelle ya nos conocían y también nosotros conocíamos a los que iban más seguido. Al Flaco, por ejemplo, que tenía el pelo rubio y las cejas completamente negras, y a un señor mayor (mayor que mi papá) que se llamaba Ibarra. Yo me sentía muy orgullosa de los conocimientos que iba adquiriendo y trataba de demostrarlos cada vez que podía. Sabía, por ejemplo, que los meros, aunque son chicos, tiran mucho y que a veces, por la forma en que se dobla la caña, uno puede confundirlos con un pez mucho más grande. Cuando alguno de los pescadores venía trayendo la línea con esfuerzo y la caña se curvaba y vibraba, yo me acercaba y le decía: «Por ahí es un mero, nomás». Sabía también reconocer a los gatuzos, que son como tiburones chiquititos; los que tenían manchas oscuras se llamaban «overos». A los gatuzos les sacaban el anzuelo y los tiraban otra vez al agua. Algunas veces sacábamos un chucho. A los chuchos, me decía papá, hay que aflojarles la estrella porque pegan la disparada y si uno no les da línea la pueden cortar. Después se pegan al piso, haciendo ventosa. Una vez papá fue a pescar solo y cuando volvió contó que había tenido un pique increíble. Que tenía floja la estrella del ril y de repente algo (nunca se supo qué) mordió el anzuelo y pegó tal disparada que el hilo de náilon, por el roce, le quemó el pulgar. Me acuerdo perfectamente de la línea blanca de la quemadura en el pulgar de papá. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?
El primer tirón lo sintió en el espinazo, a la altura de la cintura, la noche después de la caída. Nunca más volvió a sentir un dolor tan fuerte. Esa mañana, en la pieza de ellos, había sábanas en el suelo y yo no sabía por qué. «Tuvo que dormir en el suelo toda la noche», me dijo mamá. «En la cama no podía ni darse vuelta». A la noche volvió cansado pero menos dolorido. «Levantarme del suelo me dio un trabajo bárbaro», me dijo. Había ido al médico esa tarde. «Hernia de disco» le diagnosticaron. «Tómese unos calmantes».
En la caja verde había también magrú, que usábamos de carnada. A veces Papá me dejaba cortar el magrú, pero siempre lo encarnaba él porque tenía miedo de que me lastimara con los anzuelos. (Papá siempre tenía miedo de que yo me lastimara. Por esa época había inventado un protector de alambre que se ponía en la hoja del cuchillo para que yo aprendiera a pelar naranjas sin cortarme). El magrú tiene un olor fuerte y mamá se enojaba cuando veía la caja de pesca dentro de la casa. La guardábamos en el baúl del auto. En ocasiones muy especiales papá compraba calamaretes y los ponía en el congelador: carnada de lujo. En el muelle había siempre mucho viento. Yo me ponía un pullóver muy gordo de color amarillo mostaza que me había tejido mamá y jugaba a hacerme canasta. El juego consistía en ponerme en cuclillas y estirar el pullóver, que me quedaba grande, hasta que me tapaba completamente las piernas, enganchado en el borde de los zapatos. Otra manera de protegerme del viento era ponerme contra una de las paredes de la casilla que había en la punta del muelle. Cambiaba de pared según cambiaba la dirección del viento.
Con los mediomundos me entretenía tratando de adivinar, cada vez que los levantaban, cuántos cornalitos traían. Generalmente no traían ninguno. Había aprendido a agarrar los cornalitos, que me dejaban en la mano las escamas brillosas, y los ponía en la lata del pescador. Me gustaba el olor de la mezcla que los mediomunderos tiraban cada tanto al agua para atraer a los cornalitos. En el muelle lo único que sacábamos eran gatuzos.
En el Pozo de las Burriquetas teníamos más suerte. Había que bajar una especie de escalerita natural que tenía el acantilado. A mí me parecía muy peligroso y divertido. Papá bajaba primero y me vigilaba desde ahí. El Pozo era una playita angosta y bastante larga. Papá aprovechaba para practicar tiros con la caña y medir hasta dónde llegaba la plomada. Tomaba la medida con los pasos: cada paso era un metro. Yo deseaba que los tiros fueran muy largos pero nunca pasaban de los setenta metros. Me acuerdo clarito de la distancia que había entre las huellas de papá, setenta metros más o menos a lo largo de la playa. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?
Los tirones los empezó a sentir después en la pierna derecha. Primero en el pie. Después en la pantorrilla. La columna no le dolía más. En ese momento había problemas financieros en la fábrica y tenía que andar mucho por el centro, de banco en banco. «Déjate de jorobar y andá a un médico como la gente» le decía mamá, que no es amiga de médicos. «Ese de la mutual no sabe nada». La verdad es que papá ya rengueaba bastante y el fin de semana de Reyes no había posición que le viniera bien. Mama estaba en Mar del Plata con los abuelos y yo me sentía responsable de que papá estuviera lo más cómodo posible. El tirón lo sentía ahora en el muslo; comía medio recostado en el sillón del living.
Donde sí pescábamos de verdad era en lo que papá llamaba «El Pozo Pestilente». Íbamos poco porque estaba lejos. Es el lugar donde desagua la cloaca de Mar del Plata, y donde van a tirar los desechos las fábricas de pescado. Para ir al Pozo Pestilente había que levantarse temprano. El día anterior mamá nos preparaba los sándwiches y las bebidas. Se pescaba desde arriba del acantilado. El suelo estaba cubierto de huesitos de pescado y toda clase de porquerías. Había unas moscas verdes brillantes, o azules y pegajosas que zumbaban fuerte y volaban despacio. Moscas zonzas, les decía papá, por lo pesadas. Allí pescábamos bagres, unos bagres gordos, bigotudos y con feo olor. Papá les cortaba enseguida los bigotes, donde tienen un aguijón. Después, a la noche, protestando mucho, mamá preparaba los bagres en una mayonesa de pescado.
Mientras estábamos pescando no hablábamos casi. Había que estar callados para no espantar a los peces. Papá tenía la caña agarrada con las dos manos y entre el índice y el pulgar de la mano de arriba sostenía el nailon de la línea para sentir el pique. Cuando me dejaba tener la caña un ratito, a mí siempre me parecía que había pique y le hacía levantar enseguida. Teníamos dos problemas: los enganches y las galletas. Cuando había un enganche papá dejaba la caña en el suelo y agarraba el náilon. Lo estiraba lo más que podía y después lo soltaba de golpe. Si no se desenganchaba, se cortaba la línea; pero daba mucho trabajo que pasara cualquiera de las dos cosas. Las galletas eran lo peor. Y a veces venían junto con los enganches. El hilo del ril se engalletaba de tal manera que teníamos que guardar todo y volver a casa para desenredarlo con paciencia. Una galleta brava podía llegar a suspendernos la pesca por toda la semana.
Lo que más me gustaba era la parte de operar a los pescados. Papá los abría en canal con el cuchillo que guardaba en la caja verde y que también servía para cortarle los bigotes a los bagres y la cola a los chuchos. Les sacaba las tripas. Les abríamos los intestinos para ver qué habían comido. Mientras lo estábamos haciendo yo me imaginaba que iban a aparecer allí toda clase de maravillas, como anillos mágicos o pedacitos de vidrio. Sin embargo, nunca me decepcionaba porque papá, examinando el picadillo, me daba una larga explicación sobre lo que habían comido los pescados. Además a veces encontrábamos caracoles o cangrejitos. Una vez pescamos una corvina negra con las huevas hinchadas de huevitos. Como era muy grande papá se sacó una foto con la corvina todavía enganchada en el anzuelo. La foto la tengo. Y sin embargo mi papá se murió. ¿No es increíble?
Tuvo que volver mamá de Mar del Plata para que la operación se decidiera. Primero lo vio un traumatólogo, después un neurólogo. «Si no se opera, pierde el pie», le dijeron. Porque papá y mamá no querían. «Está pinzado el nervio ciático. ¿Le gustaría arrastrar el pie muerto?», le dijeron. Porque sabían que no le gustaría. «No hay alternativa», le dijeron. «Hay que operarse». Porque querían ver lo que tenía adentro.
Dos veces hubo pique en Miramar. Una vez fue el día del cardumen. Era un día de lluvia y estábamos aprovechando para arreglar las líneas. Me gustaban los nuditos de náilon en los anzuelos. De repente tocan el timbre y era el Flaco. «Un cardumen en el muelle», dice, y se va corriendo.
El muelle estaba lleno de gente, erizado de cañas. Había olas altas. Papá tenía miedo de que me pegaran con una plomada en la cabeza y no me dejaba que me separara de al lado de él. No teníamos la caña. Estaban los de siempre y muchos más. Era un cardumen de pescadilla seguido por un cardumen de anchoas. Ibarra había sacado cincuenta y un pescadillas y media: la otra mitad se la había comido una anchoa cuando la estaba trayendo. Las anchoas tenían los dientes filosos y parecían bravas. Las pescadillas eran más tranquilas. El cardumen ya casi había pasado y no valía la pena ir a buscar la caña.
La otra vez que hubo pique tampoco pudimos sacar nada. Fue en el concurso de pesca del tiburón en el Pozo Universal. El Pozo Universal es una playa inmensa, a la entrada de Miramar. Papá no había llevado la caña, pero en cambio tenía la cámara filmadora y filmaba lo que pescaban los demás. En la película yo ya no soy tan chica. Tengo un pulóver azul que me queda grande pero que no alcanza a disimular lo que me está pasando. Tengo un flequillo que me queda muy feo. Se ven muchos tiburones, casi todos hembras, preñadas. En una escena un chico morocho pisa la panza de una tiburona y salen seis o siete tiburoncitos todavía moviéndose. Él no aparece en ninguna toma, pero uno sabe todo el tiempo que está ahí nomás, del otro lado de la cámara. Y sin embargo mi papá se murió. ¿No es increíble?
El día anterior, en el sanatorio, nos pidió que lo filmáramos. Habían pasado tres días desde la operación. A papá le gustaba llevar el registro filmado de todos los acontecimientos importantes: el coche volcado, el asalto a la fábrica, mi varicela. Yo no tenía muchas ganas de filmarlo. Estaba acostado boca arriba, sin poder moverse. Tenía una aguja clavada en el brazo. La aguja estaba conectada a un cañito de nailon que salía de una bolsa llena de líquido, sostenida por un soporte alto y vertical. Pero papá se sentía mejor y me pidió que le trajera mazapán.
A los pescados el anzuelo no siempre se les clavaba en la boca. A veces se lo tragaban y sacárselo era una carnicería, porque había que operarlos vivos. Otras veces estaba enganchado en una aleta, o en el cuerpo. En ese caso papá decía que el pescado era «robado». Cuando íbamos al Pozo Pestilente llevábamos siempre el robador, que es un gancho grande, como un anzuelo gigante de cuatro puntas (o como cuatro anzuelos gigantes pegados). El robador sirve para levantar los pescados más pesados sin que se corte la línea. Cuando parecía que había picado algo grande papá me pedía, mientras recogía la línea, que fuera preparando el robador. Las burriquetas, cuando las sacaban del agua, hacían un ruido raro y continuado, como un ronquido. Por eso las llamaban también roncadoras. Los que aguantaban más en el aire eran los tiburones. Los chuchos también eran aguantadores, y eso que cuando papá les cortaba la cola con el pinche, les salía bastante sangre.
Nunca se me ocurrió preguntarle a papá por qué se morían los pescados fuera del agua. Como no tenían nariz, me parecía natural que no pudieran respirar. A papá le gustaba mucho explicarme cosas y mientras estábamos pescando yo trataba de inventar preguntas difíciles para que él me las pudiera contestar. Y sin embargo, mi papá se murió ¿No es increíble?
«Me ahogo», me dijo mamá llorando que papá le dijo. Y cuando ella levantó la vista, le vio los ojos desesperados, desorbitados. Con el oxígeno no pudieron hacer nada, ni con los masajes al corazón. Ni con la coramina. No volvió a respirar. «Hicimos todo lo que pudimos», me dijo mamá llorando. «Fue una embolia. Los pulmones».
Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble? Lo pescaron.
FUENTE: La palabra precisa. Este cuento fue publicador por Corregidor, 1981.