Ya lo enseñó Clemente, el personaje de Caloi: no es fácil pinchar una aceituna. Aquí se habla con fruición de ese arte, con un aire cortazariano –“Instrucciones para subir una escalera”- y algo de la magdalena de Proust, solo que con sabor argento.
Sentado, y mientras mira abstraído a través de la ventana del bar, aproxima el escarbadientes que sostiene entre sus dedos a una de las aceitunas que reposan en el plato. Le erra, le da de costado en realidad. La aceituna da un pequeño salto para recostarse finalmente al lado de las otras a las que empuja. De todas maneras, el conjunto de aceitunas luce en el plato más o menos igual a como estaban antes del intento.
Prueba otra vez, pero no acierta en el lugar justo y la aceituna sale disparada afuera del plato, gira sobre la mesa como dando varias vueltas carnero, así hasta el borde de la mesa. Cae. Si aquello ocurriera en cámara lenta él vería a la aceituna, huérfana y desvalida, desplomarse al vacío girando sobre sí misma tal cual está ocurriendo pero a gran velocidad.
Inmediatamente suelta el escarbadientes y coloca la mano un poco más abajo del plano de la mesa con la palma de la mano mirando hacia arriba, ligeramente ahuecada para interrumpir el trayecto vertical de la aceituna.
Mientras eso calcula, se hace súbitamente consciente de que de él depende la suerte de la aceituna. Esta idea le hace experimentar un patente sentimiento de superioridad. Qué tontería, piensa. Luego se avergüenza un poco.
En eso está cuando la aceituna hace contacto con la palma de su mano. Siente su temperatura y su humedad. A pesar de que sus fosas nasales están a suficiente distancia percibe claramente el aroma intenso que sube desde su mano. Toma delicadamente la aceituna con los dedos de la otra mano de modo de no alterar su forma y se la lleva a la boca. El sabor intenso le hace sentir que no está allí sino en otro lado, lejos de la ciudad. Ya le pasó otras veces.
Entre su lengua y sus dientes va separando la pulpa del carozo. Ahora solo queda el carozo al que mordisquea repetidamente buscando sacarle lo poco que le queda. Mientras insiste en el procedimiento mira a través de la ventana a una mujer que para a un taxi. Con el otro brazo carga a su hijo que duerme recostada su cabeza sobre el hombro izquierdo de la madre. Sube. El taxista la mira por el espejo retrovisor esperando que ella le indique el destino del viaje. Ella lo hace (¿a la terminal de Retiro, dijo?) mientras busca en su cartera un pañuelo para secarse la baba que su hijo ha dejado caer sobre su vestido.
Ahora de la aceituna solo queda el carozo; su rugosidad se lo hace saber claramente. Para desprenderse de ella pone los labios ligeramente hacia afuera como si fuera a dar un besito para que la lengua, desde el centro de la boca, empuje y saque el carozo. Cuando percibe que eso está a punto de ocurrir acerca el índice y el pulgar y toma el carozo, al que con extraña ternura deja sobre el plato como si se tratara de un niño dormido al que recuesta sobre la cama tratando de no despertarlo.
La imagen del carozo desnudo al lado de las demás aceitunas le despierta pensamientos injustificadamente profundos que, además, no comprende. Pide la cuenta. Mientras eso aguarda pincha con éxito un escarbadientes en el lomo de una aceituna y así la deja.
Sale del bar todavía con un regusto en la boca, sensación que alarga chasqueando de manera ruidosa con la lengua. Para a un taxi. Está por subir cuando alcanza a ver al mozo tomar entre sus dedos el escarbadientes pinchado en la aceituna que quedó sobre la mesa y llevárselo a la boca. Mientras lo hace, gira imperceptiblemente hacia uno y otro lado su cabeza para asegurarse que no ha sido descubierto, como un niño que está por hacer algo que sabe que no debe.
El sabor intenso le hace sentir que no está allí sino en otro lado, lejos de la ciudad. Ya le pasó otras veces.