No siempre la afinidad es el mejor camino a la hora del amor. Una pintora, una pareja perdida y un minucioso plato de langostinos.
En el verano comemos langostinos casi todas las noches. A mi esposo le gusta pelarlos. Les quita la cabeza, las aparta prolijamente a un costado del plato; después se dedica a los caparazones, extrae la carne delicada y rosa y me ofrece el primero. Un ritual antiguo como nuestra historia. Él lo repite donde sea. Nos miran. A Javier no le importó nunca, pero a mí siempre me avergonzó llamar de esa manera la atención de los demás, entonces volteo la cabeza como disimulando y sin dejar de comer lo que él me ofrece pienso en otra cosa, en lo que durante muchos años yo llamo mi mundo: el atelier, mis pinturas, la frustración de un dibujo inacabado o aquel efecto que logré, un haz de luz, una manzana o un zapato, una mirada desgarrada y unas manos que hasta ayer me tocaban; y me distancio, dejo a mi esposo solo pelando con fruición los langostinos en este restaurante al que venimos mucho.
Del otro lado del ventanal, las aguas fulguran bajo la luna llena. Hay una luz perfecta. La gente pasea aletargada -es el ritmo del verano- pero risueña. Aspira el aire transpirado de la noche, echa una mirada al río, le toma la mano a su pareja, ajustan dócilmente el paso como si fuera fácil caminar siempre con el mismo ritmo y para el mismo lado.
Javier mueve las manos afanosas y sonríe -hay una confabulación de sonrisas esta noche- mientras realiza el rito. Toma los langostinos por la cola, les quita la cabeza, hace crujir todos los caparazones. No es delicado, es sucio. Cada tanto toma la servilleta y se limpia con un gesto rústico. Me mira. En mis ojos hay inquietud, desorden, turbulencias. Escondo la mirada.
– Qué pasa -se alarma.
Niego con la cabeza. Los aros que me puse son dos ruedas pesadas que me golpean la cara. Quiero arrancármelos, quiero contarle que estoy como de duelo.
Vuelvo a mirar la luna nítida, entera, otorgándole a la noche matices que me dejan con la boca abierta. Quién pudiera captar la esencia de la noche para impregnar la tela. Yo no. Tengo el corazón partido, los ojos cansados por contener el llanto. Seis años compartiendo arrebatos, dolores, alegrías; la misma inclinación por la pintura, la misma urgencia de besarnos, de tocarnos, de hablar; hace un mes dijo basta y se fue. Y cuando se acaba una relación secreta se llora por dentro, secándose, apretándose; mi mano ya no puede desplegarse, sostiene el pincel, parece que está viva, espera vanamente pero se queda quieta. No hay mundo, ahora, en el que pueda refugiarme. Mis dibujos se quedaron sin alma, sin aliento. Y Javier sigue con los langostinos. Cuánto lo envidio: mantener a lo largo de la vida una pasión intacta.
Y encima este sudor inesperado. El cuerpo rebelándose como si fuera de otra; el corazón golpea, el agua fluye, me moja las piernas, la nuca, el cuello, las axilas. La sangre me sube a la cabeza y debo estar violeta. Qué ironía. En lugar de lánguida y pálida como corresponde a una amante abandonada, estoy alerta y colorada. Justo cuando debería convencerme de que soy joven todavía –todavía, un espacio de tiempo limitado, el último segmento de la línea- de que si Juan se fue -Juan… repito obsesivamente su nombre pero las paredes no responden, ni la almohada, ni el teléfono mudo, ni el espejo que me muestra con muy mal aspecto. Qué notable, en los últimos años me sentí atractiva. No hay caso, el deseo acentúa, redondea, y una en cada movimiento se delata, deja un halo, un reguero de miel- justo ahora digo, cuando debería convencerme de que, si Juan se fue, no importa cuáles hayan sido sus motivos, andará por la vida como un zombi acariciándome en el aire y repitiendo mi nombre en los rincones. Pero estoy vieja, cansada. Me revuelvo en la silla, me recojo el pelo. Javier ha detenido su tarea, parece que me mira desde hace un rato largo. Acerca sus manos a las mías, recuerda que las tiene sucias, entonces con sus muñecas roza mis muñecas.
– Cada día te ponés más linda -dice.
Javier no pinta, no escribe, no hace música, es comerciante, se dedica al negocio de las luces, vende pantallas, tubos, lámparas, y por lo visto sabe iluminar con un sentido de la oportunidad único.
El calor se apacigua. El agua que se desliza por mi cuerpo es absorbida por la ropa.
Un chico de una mesa vecina está junto a nosotros. Fija la vista en las siete cabezas que se encuentran alineadas en el borde del plato. Y yo, que siempre me sentí avergonzada por esa costumbre de Javier y escondía esa vergüenza pensando en otra cosa, negándole mi complicidad, ahora miro al chico, me esfuerzo y le hago un guiño haciéndome cargo también de ese despliegue que se jugó en el plato. A Javier se le desborda la sonrisa: esperó mucho tiempo que me decidiera a ser su aliada.
Queda todavía un langostino sin pelar –todavía, un trecho posible, un tiempo para modificar algo. Javier extrae la carne consciente de que nos mira el chico, y me la ofrece. Este último bocado le corresponde a él pero elige cedérmelo. Paso la pulpa por la salsa, me lo llevo a la boca. Javier, con insistencia, frota las manos en la servilleta: cómo cuesta quitarse los residuos pegajosos. Mientras deshago la carne contra mi paladar, pienso que apenas me manché dos dedos. Me vuelvo a arrebatar; una vergüenza nueva, no aquella de sentirme juzgada por vecinos ocasionales y curiosos. Miro a Javier y lo comprendo. Estuve años al lado de mi esposo mirando de costado, sin mancharme, refugiada en un mundo que nunca lo incluía porque, con una vanidad insoportable, consideraba menos interesantes sus gustos y sus aficiones. Lo dejé solo. Sin embargo, él mantiene inalterada sus pasiones. Al menos por mí y los langostinos.
Liliana Allami es licenciada en Química y escritora. Entre sus libros, Un impulso escondido, Eso sin nombre y Novia que te veamos.
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