Tal es el nivel de alarma ante la posibilidad de un fin de la civilización que se acuñó el término y la disciplina “colapsología”, con sus debates, manuales y best-sellers, amén de prácticas sociales concretas y del inmenso imaginario de series, películas y libros. Aquí se analiza la potencia y los límites que encierra la suma de todos los miedos.
En los últimos días del siglo xx fue tomando cuerpo un temor: los sistemas informáticos no estaban preparados para el cambio de fecha. Para ahorrar espacio, muchos microprocesadores empleaban solo dos dígitos para consignar el año, de manera que luego del 31 de diciembre de 1999 pasarían al 1° de enero de 1900. El efecto multiplicador del error en sistemas operativos y bases de datos podía ser enorme. Se lo llamó «efecto y2k». Los expertos proyectaron fallas en ascensores, cajeros automáticos, cuentas bancarias, sistemas de comunicación, redes eléctricas, torres de control aeronáutico y centrales nucleares; los gobiernos y las empresas invirtieron alrededor de 300.000 millones de dólares en prevenirlo. Se acercaba el Año Nuevo y el mundo se preparaba para un colapso.
El 1 de enero de 2000 dejaron de funcionar las máquinas de tickets de buses de dos distritos australianos, al igual que 150 tragamonedas de Delaware; y una biblioteca de Pensilvania computó una demora de 100 años en la devolución de un libro y cobró la multa correspondiente. Hubo algunas tarjetas de crédito rechazadas en el Reino Unido, una falsa alarma en la planta nuclear de Onagawa y Telecom Italia envió sus facturas con fecha de enero de 1900.
Lo que pudo ser entendido como un éxito de prevención hoy es recordado como otra profecía fallida. Sin embargo, con el nuevo siglo, la idea de colapso como futuro posible no solo no se disipó, sino que fue tomando fuerza sobre variables como la disrupción tecnológica, la inestabilidad geopolítica y, sobre todo, la crisis climática. El caso del y2k nos permite esquematizar los dos accesos que tenemos para estudiar procesos que ubicamos en el futuro: como tendencias, es decir, datos del presente que pueden proyectarse en el tiempo sobre el supuesto de que van a perdurar y de que pueden variar; o como imágenes, es decir, como construcciones estéticas que buscan representar los deseos, temores y expectativas de una sociedad. Se trata de una decantación en cierta medida arbitraria: las imágenes se nutren de tendencias y las tendencias apuntan a imágenes; pero nos puede ayudar a comprender las dimensiones y los límites del colapso como concepto.
El colapso como tendencia
La palabra «colapso» refiere a una caída global y completa. Por eso es un concepto usado tanto en medicina como en ingeniería civil. Pueden colapsar los cuerpos y las estructuras. También las sociedades. El estudio de los colapsos sociales se confunde con el de las crisis, y la diferencia es básicamente de escala: un colapso puede hacer desaparecer una civilización. El biogeógrafo Jared Diamond lo define como «un drástico descenso del tamaño de la población humana y/o la complejidad política, económica y social a lo largo de un territorio considerable y durante un periodo de tiempo prolongado». Los intentos por explicar los declives civilizacionales pueden remontarse a las Historias de Polibio, escritas en el siglo ii a. C., cuyo modelo cíclico inspiró a filósofos e historiadores durante siglos hasta llegar a su formulación más arquetípica con La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler (1918). A pesar de la evidente metáfora naturalista (las civilizaciones nacen, crecen, envejecen y mueren), se trata de colapsos antropocéntricos que se explican por variables estrictamente humanas, como las instituciones o la cultura. Por su lado, Thomas Malthus planteó un tipo alternativo de colapso sobre la desproporción entre los recursos disponibles y el crecimiento de la población, con la consiguiente lucha por la supervivencia. En este caso, la naturaleza no es una metáfora sino un medio y un límite.
En un intento por superar esa dicotomía entre colapsos socioinstitucionales y ambientales, el arqueólogo Joseph Tainter presentó la hipótesis de una “caída de la tasa de retorno de la inversión» social en energía, educación y tecnología”. Una vez que se traspasa cierto umbral de complejidad social, los recursos dedicados a esos rubros no rinden lo suficiente como para sostener el funcionamiento colectivo y la sociedad se retrae a una «condición normal de menor complejidad», un sentido congruente con una de las acepciones del verbo inglés to collapse: plegarse.
En 2005, Diamond publicó Colapso, un extenso ensayo comparativo que también integraba la explicación ambiental con la social: sus colapsos se explican por el crecimiento poblacional, el consiguiente deterioro ambiental, el cambio climático, la hostilidad o falta de vínculos comerciales con poblaciones vecinas y las respuestas de la sociedad a estos problemas. El libro de Diamond fue un éxito y, en medio del creciente debate sobre la cuestión climática, inspiró intentos por describir y predecir el colapso de la actual civilización industrial. Yves Cochet, eurodiputado verde y ex-ministro de Ambiente francés, proyectó en 2019 un ciclo sumamente preciso: un derrumbe entre 2020 y 2030, un intervalo de supervivencia marcado por la desaparición de la mitad de la población mundial entre 2030 y 2040, y un renacimiento de sociedades locales, austeras y solidarias entre 2040 y 2050. Al año siguiente, Cochet interpretó la pandemia de covid-19 como confirmación de su teoría.
Un protegido de Cochet, el ecólogo y activista Pablo Servigne, publicó en 2015 junto con Raphaël Stevens un «pequeño manual de colapsología». Se trata de un texto militante, lleno de datos alarmantes y signos de exclamación, que establece «límites» y «fronteras» para el funcionamiento de la sociedad moderna. Los límites remiten a la tasa de retorno energético, el cociente entre la cantidad de energía total que es capaz de producir una fuente de energía y la cantidad que es necesario emplear para explotar ese recurso energético. El petróleo es la fuente de energía más rendidora en comparación con todos sus posibles reemplazos (gas, carbón, madera, viento, sol, tierras raras). Una vez alcanzado el pico global en 2006, los costos financieros y ambientales de extracción comenzaron a aumentar progresivamente, lo que encarece también sus reemplazos, y así el sistema entero se vería arrastrado a un colapso económico y social.
Las fronteras refieren a los umbrales de funcionamiento del sistema ecológico: los ciclos del agua, del aire, de la tierra, etc. La alteración de estos ciclos pone en riesgo las condiciones materiales de funcionamiento de las sociedades humanas. Uno de los casos más estudiados es el calentamiento global o, mejor dicho, la aceleración del aumento de la temperatura media causada por la emisión humana de gases de efecto invernadero: 0,85 °C desde 1880. La proyección del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (ipcc, por sus siglas en inglés) prevé un aumento de 4,8 °C para 2100 si no se reducen las emisiones, lo que supondría aumentos de 10 °C en los continentes, elevación de un metro del nivel del mar, reducción de tierras cultivables, desplazamientos masivos, conflictos fronterizos, etc. En este caso, el colapso sería ambiental y civilizacional. Pero no se trata de fenómenos separados: límites y fronteras señalan diferentes umbrales de riesgo sobre una única línea recta que es la aceleración industrial del metabolismo social: consumimos cada vez más recursos y producimos cada vez más desechos.
Náufragos, milenaristas y sobrevivientes
Servigne y Stevens admiten que emplearon el término «colapsología» como un guiño semiirónico para llamar la atención, pero su éxito (la edición del libro en español se titula directamente Colapsología) permite hablar de la consolidación, sino de una disciplina, al menos de un discurso de experticia legítimo. Y esto no deja de generar reacciones y suspicacias. El divulgador y polemista Michael Shellenberger viene denunciando en charlas, artículos y libros el alarmismo ambiental y los efectos potencialmente nocivos de las soluciones propuestas. En La colapsología o la ecología mutilada, el filósofo Renaud Garcia considera que se trata de un discurso sensacionalista que apela a un estremecimiento más estético que racional sobre la naturaleza de la crisis climática, para terminar impulsando una cantidad de acciones inconsistentes («peticiones y manifestaciones masivas; retirarse en una práctica survivalista (N del E: de survivor, sobreviviente) c individual; datar con precisión el derrumbe en una suerte de ‘milenarismo laico’; meditar y llorar por la Tierra») que mutilan la ecología de su sentido político preciso.
En busca de ese sentido, el también filósofo Mark Alizart, en su libro Golpe de Estado climático, considera el colapso no como una posibilidad sino como un proyecto de las grandes empresas que ya especulan con capitalizar la crisis, la nueva derecha que las representa y el lumpenaje blanco al que movilizan. Para Alizart, la única manera de detenerlo es organizar a los más perjudicados por el calentamiento global (los jóvenes, los pobres, los habitantes de las regiones más expuestas) y tomar el control de las tecnologías capaces de sanear al planeta. Si bien se trata de tres críticos de orientaciones muy distintas, coinciden en subrayar el efecto contraproducente que tiene el colapso como imagen de futuro, sin negar las tendencias que lo sustentan.
El colapso como imagen
La Tierra ya se ha recuperado de episodios de fiebre así, pero si continuamos con nuestras actividades, nuestra especie no volverá a conocer nunca más el mundo tal y como ha sido hasta hace un siglo. La que corre el mayor riesgo es la civilización; los humanos son lo bastante resistentes para que algunas parejas con posibilidad de reproducirse sobrevivan, y a pesar del calor, quedarán en la Tierra lugares que respondan a nuestras necesidades; las plantas y los animales que superaron el Eoceno lo confirman.
En línea con lo que escribió James Lovelock en La venganza de la Tierra, tanto Tainter como Diamond descartan la opción de una extinción de la especie humana y prefieren hablar del colapso como una retracción brutal de los niveles civilizatorios (instituciones, tecnología, nivel de vida, etc.). Habrá humanidad y quizás alguna forma de sociedad después del colapso, lo que nos invita a imaginar ese mundo poscolapso.
Gran parte de ese imaginario ya fue producido. Dejemos de lado el acervo ancestral de imágenes apocalípticas, tema que retomaremos más adelante, y limitémonos a las producciones de la industria cultural contemporánea, puntualmente el cine. Durante toda la década anterior al y2k se produjo un revival del cine catástrofe, un exitoso género hollywoodense de la década de 1970 que fue relanzado en la de 1990 para imaginar desastres naturales (Twister, 1996; Volcano, 1997), epidemias (Outbreak, 1995), impactos de cuerpos celestes (Deep Impact, 1998; Armageddon, 1998) e invasiones extraterrestres (Independence Day, 1996). El fenómeno se extendió en el nuevo siglo con más desastres naturales (Flood, 2007), extraterrestres (Signs, 2002) y epidemias (Contagion, 2011), a los que se sumaron la crisis climática (The Day After Tomorrow, 2004); los zombis, en rigor, un subtipo del género epidemiológico (28 Days Later, 2002; I Am Legend, 2007); profecías mayas (2012, 2009), monstruos imprecisos (Cloverfield, 2008) y eventos inexplicables (The Happening, 2008).
Ese furor cinematográfico por el desastre puede entenderse como un clima de época, como expresión de una mitología contemporánea, como secularización de temores atávicos, pero también puede ser analizado como una suerte de pedagogía masiva que familiarizó a la población mundial con todas las formas posibles e imposibles de colapso. La mayor parte de las películas pone en escena estrategias y valores necesarios para sobrellevar la catástrofe. Y en todos los casos respetan lo que podemos llamar la «regla de supervivencia»: una parte de la humanidad sobrevive, aunque sea reducida a condiciones precivilizatorias. Vale la pena imaginar el colapso porque siempre habrá alguien para verlo.
¿Cuál es el efecto social y político de esas imágenes de colapso? Algunos denuncian su efecto insensibilizador, paralizante; otros, su catastrofismo morboso. En su libro Notes from an Apocalypse [Notas desde un apocalipsis], el periodista irlandés Mark O’Connell estudia a distintas personas y organizaciones que se preparan de alguna manera para afrontar escenarios poscolapso. El caso más conocido es el de los «preppers» o preparacionistas, una comunidad de youtubers estadounidenses, abrumadoramente blanca, masculina y rural, que se entrena para sobrevivir en el bosque con rifles, cuchillos, cantimploras y diversas tecnologías que dependen del tipo de crisis imaginada, para cuando la sociedad moderna colapse. Los preppers tuvieron incluso su propio reality show, Doomsday Preppers, emitido por National Geographic Channel entre 2011 y 2014. Otro caso es Vivos, un emprendimiento inmobiliario que ofrece bunkers construidos durante la Guerra Fría en Indiana, Dakota del Sur y Alemania; en el otro extremo, la Mars Society se propone repetir la hazaña colonial estadounidense en Marte y abandonar el planeta Tierra justo antes del fin.
Luego de la elección presidencial de Donald Trump en 2016, varios millonarios de Silicon Valley compraron propiedades y mudaron su domicilio legal a Nueva Zelanda, influenciados por Peter Thiel (cofundador de Paypal, promotor del transhumanismo y de un libertarismo particularmente adverso a la democracia), que vio en la isla y sus recursos naturales un refugio ante una hipotética crisis climática y social de Estados Unidos. La conclusión de O’Connell es que detrás de estas imágenes de colapso no solo se deja ver la angustia colectiva por el desastre inminente, sino también el proyecto político definitivo de las nuevas derechas: un mundo sin sociedad ni Estado, en el que cada familia sobreviva con sus recursos y deje a los perdedores del otro lado del alambrado.
Apocalípticos que quieren ser integrados
Estudiar el colapso como imagen de futuro nos remite a un imaginario más antiguo y consolidado, el del apocalipsis. ¿Cuál es la diferencia entre pensar el colapso y el apocalipsis en el siglo xxi? En su introducción a La teoría del apocalipsis y los fines del mundo, el historiador Malcolm Bull distingue el pensamiento escatológico (el fin como terminación) del teleológico (el fin como meta alcanzada) y estudia sus manifestaciones populares y cultas, religiosas y seculares. Para Bull, que escribe a mediados de la década de 1990, las elites modernas han optado por la teleología secular del progreso, mientras las masas oscilan entre el milenarismo religioso y una escatología secular bastante similar a nuestra colapsología:
Lo apocalíptico secular popular se alimenta de las mismas imágenes de holocausto nuclear, catástrofe ecológica, decadencia sexual y desplome social que inspiran al milenarismo religioso contemporáneo. Pero en contraste con la variedad religiosa, lo apocalíptico secular –que puede encontrarse en muchas áreas de la cultura popular– no suele querer producir una transformación personal de índole espiritual. Puede estar planeado para influir sobre la opinión pública en favor de ciertos objetivos sociales o políticos, como el desarme nuclear o la regulación ambiental; pero, en muchos casos, el lenguaje de lo apocalíptico se plantea simplemente para conmocionar, alarmar o enfurecer.
Esta deriva apocalíptica explica en parte el efecto esencialmente estético, inconsistente y potencialmente paralizante que los críticos atribuyen a la colapsología. Se trata de imágenes que invitan más a la contemplación que a la acción, como si fueran una Revelación cargada de sentido: un merecido castigo de la Madre Tierra, o quizás una Segunda Venida para refundar una sociedad mejor, sea la de Cochet o la de los preppers. Al final, el colapso parecería algo deseable, que es mejor precipitar, en las antípodas del «apocalipcismo profiláctico» que propusiera Günther Anders para prevenir el desastre nuclear.
Uno de los puntos de contacto más evidentes que tiene la colapsología con el pensamiento apocalíptico es la mencionada «regla de supervivencia»: algunos humanos van a sobrevivir, el colapso tendrá testigos, relato, interpretación. Esa proyección, que Lovelock, Tainter y Diamond fundan en datos e inferencias precisas, es la que desplaza el foco de la discusión de las tendencias que hoy deberíamos gobernar a la estupefacción ante la imagen del caos, o las imaginaciones sobre la posterior supervivencia individual. En x-Risk: How Humanity Discovered its Own Extinction [Riesgo x. Cómo descubrió la humanidad su propia extinción], Thomas Moynihan recorre la historia cultural del riesgo existencial a partir de una premisa: apocalipsis no es extinción. El apocalipsis nos ofrece un sentido del fin: un relato sobre el final de los tiempos explicado sobre los valores humanos; la extinción implica el fin del sentido: la desaparición de la especie humana y, con ella, de todo relato y lenguaje para explicar lo que sigue.
Así, el libro repasa la dolorosa transición del antiguo pensamiento apocalíptico a la moderna conciencia del riesgo existencial: asumir que quizás estamos solos en el cosmos, que la vida es solo una delgada y frágil capa en la superficie de la Tierra, que con el final de una civilización, o incluso una especie, no necesariamente aflorará otra a tomar la posta (una idea que se extiende desde Spengler y cierto darwinismo hasta la franquicia hollywoodense de El planeta de los simios); asumir, en fin, que la humanidad es una especie pero también un proyecto, uno sin garantías, del que solo la propia humanidad es responsable. La idea de extinción le permite a Moynihan romper las fantasías de supervivencia individual para reencontrar un proyecto de responsabilidad colectiva. Pensar el fin del mundo es crecer: nos recuerda que este planeta es nuestra única baza y que no habrá segundas oportunidades.
Aun así, resulta ilusorio pretender estudiar las tendencias al colapso sin incorporar, al menos inconscientemente, una imagen sobre ese futuro posible. Si el pensamiento utópico se inspira necesariamente en experiencias concretas, el colapso, su hermano oscuro, puede hacer lo mismo. El ya citado libro de O’Connell cierra con un viaje a Prípiat, la ciudad fantasma ucraniana a 30 cuadras de la antigua central nuclear de Chernóbil. Allí O’Connell asiste a la commoditización del desastre: una guía turística por la Zona de Exclusión. En un punto del recorrido se sienta junto a una torre de enfriamiento abandonada y observa a dos cernícalos que vuelan en círculos: la Zona de Exclusión se transformó involuntariamente en una reserva natural con la mayor concentración de lobos grises de Europa, en cuyo subsuelo hay una masa radiactiva de corium de 10.000 roentgens/h, una dosis letal. Chernóbil demuestra que lo que sobrevive al colapso no es naturaleza ni civilización, sino un híbrido que nos incluye. Pensar en una hibridación entre el entorno técnico y el natural, y entre nosotros y esos entornos, puede ser una imagen de futuro que nos ayude a prevenir el colapso desde el presente. Solo es necesario tener conciencia del fin.
FUENTE: Nueva Sociedad.
Imagen de apertura: Emilja Skarnulyté, artista visual y cineasta lituana.