Los terrores reales, sobre todo los de la infancia, dejan sus huellas pero siempre encuentran una forma de huida. Niñas que buscan historias y animales que las cobijen en su desamparo. (Foto: Valeria Bellusci)

Cuando el carro frenó sobre el pasto húmedo, los perros ladraron desde sus jaulas. Desde mi ventana la vegetación se veía como una masa oscura y compacta apenas diluida por las luces del carro. Fui la primera en abrir una de las puertas traseras. En el asiento de adelante mi mamá lloraba y salí corriendo dando zancadas sobre la hierba que mojó los dobladillos de mis pantalones. Eran de pana aguamarina. Llevaba un esqueleto color curuba y sentí que mis brazos enflaquecían por el frío. Había dejado el saco sobre el asiento trasero del carro, pero ya no podía volver atrás. Una rama se atravesó entre mis piernas, caí sobre el pasto mojado y me raspé la mejilla. El olor de la boñiga llegó desde el establo. Me puse de pie rápido e hice la rama a un lado, lanzándola con fuerza a la cañada. Una hoja podrida se había quedado pegada a mi codo y me dejó impregnada de una baba fría. Sentía mi pulso en la garganta y en las sienes. Seguí corriendo por el flanco de pasto que descendía hacia el establo de las vacas y hacia el puente de madera que cruzaba la cañada. Al llegar al puente, me frenó el mie-do a mi propia respiración agitada. No subiría sola las escaleras de piedra que llevaban a la casa. Estaba tan oscuro que no podía ver los tablones del puente, pero yo sabía que el puente estaba ahí. La quebrada sonaba bajo mis pies. Levanté la mirada. La luz de la casa podía verse en lo alto; era naranja y cálida y brillaba desde las ventanas, pero el camino hacia allá arriba estaba oscuro. Algo volvió a empujarme y crucé el puente de un salto, como si fuera a derrumbarse. Ahí estaban las escaleras, tendría que subir. Oía mi jadeo en la oscuridad y los ladridos de los perros en las jaulas al otro lado de la cañada. Sabía que mis hermanas venían detrás; pero ellas, con sus piernas pequeñas, corrían más despacio. La rama de un sietecueros pasó muy rápido; las sombras de los árboles corrían hacia abajo y yo sentía que estaba quieta en un peldaño de piedra cubierto de musgo que no me llevaría a ningún lado. Nana, gritaba en mi mente ahogada por la oscuridad. Nana. Nana. Mi abuela estaba ahí, del otro lado de la oscuridad, tras los vidrios. Nana. Pero mi voz estaba enterrada bajo el miedo. El último escalón era el más alto y daba a una terraza también empedrada. Las flores de las materas se adivinaban en la oscuridad. Mis pies sobre las piedras producían un sonido que me perseguía. Una vez agarrada del pomo de la puerta, bajo el resplandor naranja de las ventanas, me volví y vi la silueta blanca de mis hermanas en medio de la escalera. La casa arrojaba una sombra larga sobre ellas. La puerta estaba entreabierta y la empujé hacia adentro; la escobilla de la puerta barrió suavemente la madera del suelo. Mi abuela estaba revolviendo una mezcla espesa en una olla sobre la estufa. Los borbotones crecían en la olla y cuando entré una espuma blanca se rebosó y se derramó sobre la placa caliente con el sonido de un chasquido. Mi abuela se sorprendió al verme. Le dije que mis papás se habían pegado y que mi mamá tenía sangre. —Están en el carro —dije. Mis hermanas entraron corriendo y frenaron contra mi espalda. Me tambaleé un poco. Aleja se agarró de mi pantalón. Tenía cara de búho asustado con su pequeña nariz afilada, sus ojos abiertos vueltos hacia abajo y sus labios diminutos, ligeramente amoratados formando un círculo. —Dios —dijo mi abuela, y miró a mi abuelo. Él no dijo nada. Estaba sentado frente al televisor viendo el noticiero de la noche con esa forma que tenía de sentarse y que a mí me daba miedo; parecía dormido, con la barbilla apoyada sobre el pecho, pero tenía los ojos abiertos. Tomó el control remoto y apagó el televisor. En la pantalla brilló una chispa blanca en forma de estrella antes de quedar gris. Mi abuelo se puso de pie. Fue hacia el armario del baño donde estaba guardada la linterna y luego, con la linterna en la mano, salió de la casa. Mi abuela lo siguió en la oscuridad, sin cambiarse las pantuflas por sus botas de caucho que siempre dejaba paralelas una a la otra junto a la puerta de entrada. Fui hacia el cuarto azul. Mis hermanas me siguieron. Abrí el armario donde estaban los libros que habían sido de mi mamá y sus hermanos. Al abrir la puerta, todas las llaves que mi abuelo tenía colgadas se movieron y chocaron contra la madera. Cada llave tenía un llavero con una etiqueta escrita a mano que indicaba un lugar de la casa. Mi libro preferido seguía en su sitio. Trataba de un monje zen que había sido transformado en zorro salvaje. Deslicé mis dedos bajo la pila de cómics y dejé que el peso de los cómics se apoyara sobre mi antebrazo. El armario olía a tierra. Las tres nos sentamos en torno a la torre de cómics que puse en el suelo y cada una tomó uno. Yo tenía una mancha de pasto en el pantalón. Afuera se oían voces. Mi abuela entró con una bandeja con tres vasos de leche. —Gracias, Nana —dije. Aleja tomó el vaso con las dos manos y bebió con los dos ojos mirando hacia dentro del vaso. Parecía bizca. Un hilo blanco bajó desde la comisura de sus labios. Camila dejó el vaso junto a su rodilla sin beber. —Ya les traigo pastel. Lo hice esta tarde. Mi abuela volvió a salir y dejó la puerta entreabierta. Minutos después entró de nuevo con un plato y tres trozos de pastel de ruibarbo, tres cucharas y servilletas. Dejó el plato al lado de los cómics. Se inclinó debajo de la cama para sacar una caja llena de pantuflas hechas con piel de conejo. Escogió tres pares y nos entregó uno a cada una. Me quité las medias y deslicé mis pies descalzos en las pantuflas. Sentí el cuero de conejo pelado en su interior; era terso pero a la vez seco. Parecía piel viva. —¿Mañana podemos ir a dar de comer a los conejos? — preguntó Camila. Me acordé de sus narices, que resollaban agitadas a un ritmo que no correspondía con la quietud de sus cuerpos tupidos. Me daba lástima ver sus patas traseras atravesadas por los alambres de las jaulas. —Nana, la jaula les talla en las patas. Ponles un suelo que no sea de alambre —le decía a mi abuela cada vez que íbamos. —Ellos están acostumbrados —me respondía siempre. Las jaulas de los conejos despedían un olor dulce. En un cuarto contiguo a las jaulas podían verse las pieles de conejo secándose. De las vigas de madera pendían los gajos de pieles amarradas por un cordel que sujetaba 14 Grupo Editorial Planeta las patas de los conejos muertos. Contra la pared del fondo, bajo la ventana sin vidrio, se alineaban los instrumentos de la huerta. En el rincón, junto al azadón, un bulto de concentrado para conejos abierto despedía un olor a melaza. Cuando el viento entraba por la ventana, algunos costales vacíos arrumados se agitaban y se arrastraban por el suelo. Sobre una mesa cubierta de costras de pintura, las pieles ya listas para vender estaban embaladas, con el cuero hacia abajo y el pelo expuesto. Las pilas estaban separadas por el color del pelo, desde el blanco hasta los colores grisáceos y pardos y el negro. Afuera, sobre una malla de alambre sostenida por cuatro estacas, estaban tendidas las pieles más frescas. En ellas todavía podían verse los vasos sanguíneos que relucían al sol. El polvillo marrón de la carne que había sido raspada estaba disperso sobre los filamentos de las membranas secas. Mis hermanas y yo sacábamos un conejo de las jaulas agarrándolo por las orejas y lo dejábamos reposar sobre nuestras piernas. Le acercábamos al hocico los trozos de zanahoria y las hojas de repollo que mi abuela había picado y dispuesto en una canasta. Acariciábamos al conejo por turnos. Su pelo era muy suave. Cuando volvíamos de las jaulas a la casa, subiendo por la escalera de piedra, nos limpiábamos los dedos en las hojas grandes y ásperas de los amarrabollos. —Sí, mañana vamos —respondió mi abuela. Un grito llegó de la sala, amortiguado por algo que se derrumbó. Tal vez la pila de leños al lado de la chimenea. Mi abuela frunció los labios y salió del cuarto precipitada-mente. Las tres nos quedamos en silencio, bajo la luz azul de la lámpara y el sonido de las páginas de los cómics que pasaban. Aleja bostezó y luego balbuceó unas palabras deslizando su dedo índice sobre la página de un cómic. —No inventes. Tú no sabes leer —dijo Camila alzando los hombros. Aleja se quedó en silencio y empezó a acariciar la piel suave y blanca de una de sus pantuflas. Camila leía y sus ojos oscuros brillaban. De vez en cuando buscaba su trozo de pastel con la mano y se lo llevaba a la boca sin desprender la mirada de su cómic. En el plato quedaron manchas rojas del dulce de ruibarbo junto con algunas migajas. Nos quitamos los pantalones y nos acurrucamos en la cama. Las cobijas parecían mojadas. Aleja se acostó entre Camila y yo; fue la primera en dormirse. Su respiración dejaba escapar un ligero silbido. Dejamos la luz prendida. Afuera, los brevos, la maleza y los sietecueros se entrelazaban. La naturaleza seguía propagándose en la oscuridad.

Andrea Mejía es una filósofa y narradora colombiana. Este relato forma parte de su libro La naturaleza seguía propagándose en la oscuridad (Planeta).

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