A comienzos de 1966, el semanario uruguayo Marcha publicaba algo que parecía un reportaje pero que en realidad era el encuentro de dos grandes de la música popular del Río de la Plata. Allí, Atahualpa Yupanqui y Alfredo Zitarrosa hablaron del oficio de cantor, un poco de política, se rondó el tema de la muerte y de todo eso que contiene la palabra patria.

El 31 de enero de 1908 nació en Pergamino –provincia de Buenos Aires-, Atahualpa Yupanqui, inolvidable cantor de artes olvidadas. Aprendió a caminar agarrado de las guitarra y nadie como él encontró en ella la voz doliente de la vidala, el misterio de la pampa, los silencios guardados en el monte, la callada sabiduría de los paisanos.  Sabía que si el mundo está lleno de caminos es para recorrerlos, y por ellos anduvo, llevando consigo esta tierra que nunca dejó de honrar. En los comienzos de 1966, Alfredo Zitarrosa entrevistó a Atahualpa Yupanqui en Cosquin, para el semanario uruguayo “Marcha”. Caliban comparte esa conversación entre estos dos grandes artistas populares.

Hoy por hoy, don Atahualpa Yupanqui es uno de los más controvertidos creadores populares del Río de la Plata. Porque vive en París, porque está viejo, porque “uno cree que no cambia y que cambian los demás”. Lo mismo que sería imposible remover una montaña sin demolerla, la historia de sus “renuncias”, de su “envidia”, de su “malhumor”, de su “divismo”, tan larga ya como reiterada y mejorada en cada tramo por sus detractores de ayer y de hoy, no ha bastado para abrir siquiera una fisura de su bien ganada fama mundial. La fama en el caso de don Atahualpa abarca significados más hondos, sobrevive a innumerables contingencias a lo largo de cincuenta años de canto y guitarra campesinos, que ocupan en su voz y por gracia de su sensibilidad casi todo lo que va del siglo. Don Atahualpa es un hombre cercado, desde hace mucho, principalmente por su notoriedad, que no ha sabido superar. No nació para lucir smoking y animar la fiesta, firmar autógrafos, recibir aplausos. No goza con eso, no puede. Nació para crear, con humildad y obstinación; para elegir con certeza, entre todas las canciones posibles, la más bella, la más honda para la mayoría, la más antigua, la menos suya.  Los que amamos su arte y los que no, los que amamos su integridad de arista y los que siempre van a encontrar en el payador perseguido un peronista, un mal poeta, un comunista renegado o cualquier otra cosa que puedan despreciar, odiar u olvidar sin recato, especialmente los cantores, somos culpables de su soledad. Hoy, allá en París, lejos de su hijo, de sus caballos de andar, lejos del piano que supo tener, esa soledad que él no pudo aborrecer y que le ayudamos a tejer en su torno, lo envuelve como un capullo seco, apenas traslúcido. El Atahualpa de hoy difícilmente hablará bien de nadie o de sí mismo. Estará siempre a la defensiva. Incurrirá en vanidad o será injusto, aun hablando de la justicia o de la vanidad, esa deformación.

Se sentirá burlado, avasallado, herido o halagado y reaccionará siempre igual, valido de su rara inteligencia, con una frase corta, cuyo sentido es claro, muchas veces mordaz, siempre sentenciosa, a veces amable pero impersonal. Y será profundamente antipático para el que lo envidie o para el adulón; enternecedor o ambiguo, esquivo según el interlocutor. “Divo” siempre, buscará centrar la atención sobre sí mismo y sobrellevará con tozudez de indio puro el esplendor del que brille más. Pero va a ser difícil, siempre ganarle a la carrera.

¿Qué es lo primero que le gustaría decirnos sobre el oficio de cantor?

-: Es muy delicado cantar, paisano. Porque mal se pueden cantar canciones con sentido social, si en el fondo de su alma o en la conducta diaria no hace más que hacerse mantener por una vieja rica o tener un Mercedes. Es más honorable el ciego que vende lápices en una esquina, que el cantor que anda diciendo por ahí que la tierra y el hombre, y el obrero, y el minero… y resulta que cada año cambia el coche… ¡Hay algo falso ahí!

-¿Usted toca la guitarra todos los días, maestro?

-No,  muy pocas veces. Leo todos los días, pero no toco la guitarra. Porque me di cuenta de que no voy a aprender más de lo que he aprendido, por los años que tengo. Tengo las manos endurecidas, tengo una técnica defectuosa, un montón de defectos guitarrísticos… En cambi, o me hace mucha falta aprender de la vida, cosas…

¿Y esos dos mil temas folklóricos que usted dice?

– Esos los tengo acá (señala la cabeza)… los publicaré alguna vez. He vivido mucho, he caminado mucho. ¿Yaravíes del Perú? Me animaría a jugarle a un indio del Cuzco, a quién sabe más sobre yaravíes, si él o yo. He vivido con el indio, en Bolivia, he arado la tierra con él y sé lo que es trabajar, lo que es llorar y lo que es rezar. He visto muchos rituales que no conoce la gente. No es el hecho de aprender sólo un disco, cuatro zambas, tres chacareras, once milongas y salir a decir “fulano de tal, folklorista”, eso da risa. A veces, otras, lástima.

-Alguna vez contó que su papá decía que hay artistas que se hacen artistas para levantarse tarde…

-Sí, y está el que “vio la veta” o el que tiene voz ronca, o aquel que le dice: “Porque yo tengo mis cositas, ¿sabe?”. Esos son los piores, los falsos modestos.

-Así que unos tienen voz gruesa, otros ven la veta, y otros…

– Y a otros, lo que más les gusta del oficio es salir a comer.

¿Usted vive en Francia con toda la familia?

-No, no. Porque yo tengo un chango que está estudiando en la facultad y hay que ayudarlo a él. Yo me largo solo. Pa’ padecer prefiero padecer solo; siempre he padecido solo.

Ha estado siempre separado de los grandes contratos, esos que se estilan ahora, por grandes sumas.

-Toda la vida…

Tal vez ahora esté recogiendo el fruto de esos años.

– Pa’ recogerlos tengo que andar muy lejos . Recoger fruto se llama “consideración popular”, eso, ésa es la ganancia, mi ganancia es ésa…

 – Pero su casa de Agua Escondida, ¿usted la hizo cantando, no es cierto?

– No; esa la hizo mi mamá, una vasca. Ha puesto muchas moneditas ahí, mucha pobreza. Y yo lo hice prohibido, empecé mi casa cuando empezaron a prohibirme con la dictadura de Perón. Cuando acá no tenía que hacer, ¿a dónde me iba a ir? Al medio ‘el campo, y una casa que está hecha de piedra, con piedra del lugar. Y a eso yo he ayudado, he sido pion de mi propia casa y lo he hecho sin un centavo, prohibido y perseguido.

-Usted, como viejo cantor rebelde, maestro, ¿cómo ve América latina desde París? 

-Yo no sé cómo la verán las demás. Hay gente que la ve a través de las patillas y las barbas. En París hay muchísimos muchachos que dicen que son revolucionarios, generalmente latinoamericanos. Se dicen revolucionarios y andan jugando a cuál tiene la barba más larga, las patillas más largas, a cuál se viste de más rara manera. Muchos están en el ambiente artístico, algunos duermen todo el día, ahí los veo. Ahora, nunca les he preguntado ni me atrevería a preguntarles qué es la revolución para ellos, porque no quisiera que me mintieran. Yo creo que la revolución para ellos es una moda. París, como Buenos Aires que usted lo verá, como Montevideo, está lleno de “blandos” de mucha barba y poco concepto.

-Maestro, ¿qué piensa de eso que llaman el canto folklórico?

– Folclore es general. Un lazo, un poncho, una empanada, una manera de hacer la comida, con más o menos picante, según las regiones, lo que se llama viandas folclóricas; son las maldiciones, las supersticiones, un chiste, una manera de ser.

-¿Y dentro de esa cosa plural, ¿sus canciones qué son?

-Y nada, no son ni cerca, no son nada folclóricas. Yo ese asunto lo conozco porque lo he estudiado y lo he vivido. Yo, además de las cancioncitas mías, que son un puñao, conozco las cosas anónimas, y muchas, porque así me enseñaron, de chico, mis tíos, mi padre, las peonadas en las estancias.

 -Maestro, cuénteme de su guitarra.

– Esa ha caminao mucho conmigo por todos lados. Me la hicieron acá en la Casa Núñez. A mí me rompieron una guitarra viniendo de Montevideo. En los tiempos que yo estaba prohibido acá, me ganaba la vida en el Uruguay. Iba al Uruguay, cantaba y volvía acá, con mis chirolitas. Y en una de ésas, en la aduana me la hicieron pedazos a patadas. Sí, me la pisaron, la sacaron del estuche, la hicieron pedazos y la cerraron. La Casa Núñez me hizo con el resto, con algunos restitos que quedaron, del mástil, por ejemplo, me hicieron esta guitarra. Salió bastante simpática de sonido, seria, media gravecita, me gusta y la uso.

¿Cuántos años piensa que va a vivir todavía, don Ata?

– Y… muy poco, muy poco. No creo que llegue al año. Por eso el apuro mío por cumplir algunas diligencias que necesito cumplir en cuanto a trabajo.

– Me gustaría ser su amigo, Don Atahualpa, y hasta pensaba pedirle consejos.

– Lo único que le puedo aconsejar: sea prudente, no se embarque muy seguido, no se apure. Usted lea, piense, medite, porque usted viene de una tierra de poetas, de la tierra de Yamandú, de Romildo, de la tierra de viejo Pancho, de Morosoli, de Santiago Dosetti. Si usted olvida eso es porque está negando a la tierra. Usted no puede olvidar que antes que usted hay cuarenta notabilísimos poetas criollos que han escrito una verdad profunda del Uruguay. Dos estrofas de Yamandú son toda una generación de Zitarrosas que no han dicho nada. ¡A leer! A leer y meditar y a cantar trovas hechas por otros hasta que a usted se le prenda la vela. Pero que la vela que se le prenda sea su tierra. No un sentimiento de amor por la chica que vino, que salió, que quién sabe, que volveré mañana, si la luna se asoma. ¡A la mierda con eso…! y que Dios lo ayude. Pero no le cante ni le grabe. No le cante ni le grabe, porque va a estar cometiendo una traición con la tierra. ¡A la luna le han cantao todos los poetas, ninguno se la culió!. Por ese lao creo yo, paisano… ¿eh? ¿Vamos diendo a dormir?

-Vamos diendo.

Fuente: Revista Calibán

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